– Te has estado jugando la vida. ¿No lo veías?
– Había poca luz -repuso Bálder.
– Ahora tenemos que pensar cómo podemos quitar la nieve de ahí sin que nadie se mate. Afortunadamente, la lona ha resultado estar bastante bien instalada.
– Te felicito. ¿Cuándo crees que podré continuar con lo que estaba haciendo?
– Primero tenemos que limpiar el resto del recinto. Cuando lo hayamos hecho nos ocuparemos de la lona.Va a llevarnos unos cuantos días. Así dejamos, de paso, que el viento se lleve parte de lo que hay arriba.
– No puedo esperar unos cuantos días. Voy a llevar mis cosas al barracón. Seguiré allí.
– No permitiré que ningún hombre entre ahí debajo -advirtió el capataz.
– ¿Te lo he pedido? Me basto para transportar lo que me hace falta.
– No puedo dejar que entres. Sería responsable si te sucediera algo.
El extranjero dejó escapar una carcajada. Con sarcasmo, juzgó:
– Si lo que me pudiera ocurrir no te ha preocupado durante una semana, te será fácil otorgarte otros cinco minutos. No necesito más.
Bálder entró bajo la lona. Mientras atravesaba el coro, miró hacia el techo. La carga de nieve que soportaba era más que perceptible en los grandes vientres que se tensaban entre los soportes de la estructura. Recogió sus planos y sus útiles de dibujo y se dirigió sin premura hacia la salida. Aulo continuaba allí.
– Sobreviví -constató-. Espero que no se desmorone todo durante estos días. Tendríamos que empezar de nuevo. Entre eso y el invierno cundiría el desánimo.
– Hemos superado cosas peores -aseguró Aulo, sin inmutarse-. Las torres, por ejemplo. También nevaba por aquella época.
– Ya me figuro.
Aulo meneó la cabeza.
– No creo que puedas hacerte una idea exacta. Estos hombres saben sufrir, maestro. Tú todavía tienes que demostrarlo. Por sí se te ha pasado por la cabeza, te garantizo que nadie te va a admirar por la insignificante locura que has cometido. Ni aunque te hubiera costado la vida.Todos sospechan que lo hiciste sin darte cuenta.
– Da igual. Durante esta semana ha dejado de importarme bastante mi reputación entre vosotros.
El capataz sopesó el gesto ausente de Bálder.
– No deberías creerte más que los demás. Cualquiera de éstos ha visto derrumbarse a diez o doce mucho mejores que tú.
– Me malinterpretas. Por lo común, me conformo con no ser mucho peor de lo que era ayer -precisó Bálder, con optimismo-. No tengo afán de compararme con nadie, y menos aquí. No me gusta jugar con dados trucados, ni cargándolos yo ni cuando los han cargado otros. Tengo un trabajo que hacer y estoy progresando. Es una lástima que haya dejado de nevar y que todos salgáis de la madriguera, pero no podía durar siempre. Me adaptaré. Que tengas un buen día, capataz.
De camino al barracón, se encontró con Níccolo. Su segundo se aproximó dubitativo, como si arrastrara mala conciencia por no haberle acompañado durante la nevada, no obstante habérsele ordenado que se abstuviera. Bálder le saludó con abierta cordialidad:
– ¿Cómo van las cosas?
– Bien, maestro. Los hombres esperan instrucciones.
– No puede entrarse en el coro. Hay peligro de que la lona se venga abajo. Poneos a las órdenes de Aulo y ayudad a limpiar. Ya os reclamaré cuando podáis echarme una mano.
En el barracón, Bálder encontró a Pólux. Aún tenía el rostro magullado. El estucador ni siquiera levantó los ojos cuando entró, ni en todo el tiempo que estuvo preparando una mesa sobre la que trabajar. Bálder vaciló entre saludarle o sentarse sin más ante sus planos. Al fin, dijo:
– Lamento haberte golpeado. No supe lo que hacía.
Pólux siguió a lo suyo, como si no hubiera nadie allí. El extranjero optó por ocuparse en la tarea que tenía pendiente. Los planos estaban casi concluidos, pero aún le quedaba rematar varios detalles. Si la nevada hubiera durado otro día habría sido suficiente. Ahora podía llevarle algún tiempo más. Desplegó los papeles y abrió el tintero. En ese instante, a su espalda, oyó a Pólux:
– Bienaventurados los imbéciles, porque de ellos se sirve el Señor.
Volvió la cabeza. Pólux parecía concentrado sobre su mesa, pero justo entonces añadió:
– Oscuro entre todos fue el día que llegaste. Ellos todavía no lo han entendido, pero lo entenderán. Y tú, nunca sientas la tentación de jactarte. En realidad, nadie debería tener más miedo que tú.
A nadie afectan las incoherencias que puedan salir de la boca de un borracho. Pero apenas terminó Pólux su breve discurso, un escalofrío inexplicable le recorrió el espinazo a Bálder.
Capítulo 4 CAMILA Y NÚBILA
Bálder avanzó despacio por la galería, contando las puertas que iba dejando a su izquierda. Se cruzó con un canónigo al que saludó con respeto y que le miró sin amabilidad. La luz que entraba por los ventanales, por primera vez acaso desde que vivía allí, era poderosa y carecía de suciedades grises. Las nubes no se habían despejado, pero algo en la mañana prometía que pronto remitiría el invierno. Su ánimo le inclinaba aquel día a la confianza. Había madrugado y había repasado por última vez sus bocetos, que llenaban la carpeta que ahora llevaba bajo el brazo. Contra todas las zozobras anteriores, tenía al fin la convicción de haber hecho algo y haberlo hecho bien. Los insultos de Pólux, los reproches de Aulo y la frialdad de sus hombres se esfumaban ante su íntima satisfacción. Mientras caminaba expuesto a la tibieza de aquella luz desusada, paladeó la dulce certidumbre de que superaría la prueba.
Se detuvo ante la puerta que daba a la antesala del despacho de Ennius. Antes de abrirla recordó, no sin alguna inquietud, que detrás de ella estaría Camila. Tampoco tenía por qué ser un obstáculo. Hacía quince días que no la veía y había logrado sacársela casi por completo de la cabeza. No había sido más que uno de los tropiezos de recién llegado en que era forzoso incurrir. Nadie se había enterado del incidente, o mejor aún, nadie había encontrado razones para reconvenirle, como había temido en un principio. Resueltamente, abrió.
En la expresión gélida con que la mujer saludó su irrupción, Bálder tuvo el primer problema de la mañana para mantener su agradable seguridad en sí mismo.
– Hola -balbuceó-.Vengo a ver a Ennius. Debe de estarme esperando.
Camila sonrió, soltó un carraspeo, dejó de sonreír.
– Debe de estarte esperando [1] -repitió, mórbidamente.
– Traigo mis planos -informó Bálder.
– ¿Están acabados?
– Sí.
– Enhorabuena.
Camila, contrarrestando el efecto adverso a su sensualidad que producían las lentes, el peinado y la indumentaria que le correspondía llevar en la antesala de Ennius, se mordió la uña del dedo corazón de la mano zurda. No parecía tener interés en hacer otra cosa.
– ¿Puedo verle? -preguntó Bálder, impaciente.
– Claro. Espera aquí.
Mientras se levantaba, la mujer sostuvo y abandonó otra vez su sonrisa. Le dio la espalda a Bálder, con la vanidad de quien sabía que el otro recordaría lo que había debajo de su ropa, y golpeó suavemente la puerta de Ennius.
– Adelante -autorizó la voz atiplada.
– El maestro tallista -anunció Camila.
– Que pase, que pase -conminó la voz.
– Puede pasar -le indicó a Bálder la mujer, señalando con la palma abierta el umbral a cuyo margen se situó con rígido y lejano continente.
– ¿Cómo está? -preguntó Ennius, entregándole su mano húmeda, mientras Camila cerraba la puerta tras de él.
– Bien, muy bien -tartamudeó y se defraudó Bálder. En aquel momento comprendió que toda su estúpida alegría podía caer destrozada ante un par de salvedades de aquel sujeto blancuzco. De pronto, se sintió presa de un indeseable nerviosismo.
En cuanto volvió a instalarse en su asiento, Ennius, en un gesto que ya le conocía, cruzó los dedos a un centímetro de su nariz. Observó al extranjero con fijeza y le interrogó:
– ¿Qué tal le han tratado, Bálder?
– No tengo queja -se apresuró y por segunda vez se defraudó Bálder-.Todo ha ido bien, excepto por la nieve. De todas formas, ha sido bueno para mis planos. No poder hacer otra cosa me ha ayudado a centrarme en ellos.
– Me alegro. ¿Y cómo le han instalado?
– Bien. Levantaron el entoldado en dos días. Aunque ahora hay que descargarlo de nieve, y el capataz me ha dicho que tendrán que volver a asegurar los soportes. De todas formas, no podemos comenzar los trabajos, por el momento. Los suministros que necesito van a retrasarse.
– Lo lamento. Nuestro invierno no es benigno. Nuestro verano tampoco. Personalmente, prefiero el otoño. Pero ya juzgará por sí mismo. ¿Qué tal los hombres que le han asignado?
– No he tenido mucho contacto con ellos. Durante la nevada estuvieron con los demás y ahora están limpiando nieve. Creo que pueden servir, en cualquier caso.
Ennius arrugó el entrecejo.
– Suena como si no estuviera convencido.
– Si recuerda, le pedí carpinteros -explicó Bálder-. Y es posible que les cueste aceptar a un extranjero, pero esto es comprensible y sucedería con cualquier otro.
– Si tiene algún problema, me encargaré de que le asignen otro equipo.
Bálder temió haber hablado más de lo debido. De nuevo, usar un idioma que no era el suyo le hacía ser más explícito de lo que buscaba con Ennius. A duras penas, corrigió: