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– No creo que fuera justo reemplazar a alguien que no ha tenido oportunidad de demostrar sus aptitudes.

– No dude en formular cualquier reparo que tenga. Mi trabajo incluye tenerle contento y estoy dispuesto a pagar por ello el precio de relevar a un puñado de operarios. Regresarían a sus labores anteriores. Ya le dije que andamos escasos de hombres adecuados para la obra.

– Confio en mi gente, hasta que no me demuestren lo contrario -insistió Bálder.

– Aceptaré su palabra, pero no olvide mi ofrecimiento.

Bálder no deseaba pisar más aquel terreno movedizo. Con un ademán que resultó algo precipitado, entregó a Ennius su carpeta, cuidando a duras penas de no derribar los objetos que había encima de su mesa. Azorado, declaró:

– He traído los planos.

Ennius le midió con indisimulada reticencia, al tiempo que cogía la carpeta y manifestaba:

– Ha aprovechado el tiempo.

– Como puede apreciar -informó Bálder, mientras el canónigo abría la carpeta-, he realizado un diseño completo de la sillería y un diseño básico de cada uno de los distintos elementos. Observará que hay nueve clases de asientos, una por cada nivel y, dentro de éstos, una por cada lado de la sillería: Sur, Este y Norte.

Aquí Bálder hizo una pausa, intentó leer en las estrías que surcaban la frente de Ennius, no lo consiguió y siguió hablando, esforzándose por pronunciar las palabras con corrección y lentitud:

– He preferido un modelo asimétrico, pero en caso de que no lo juzgue apropiado, cabría optar por un modelo simétrico, haciendo iguales los lados Sur y Norte, o completamente homogéneo, es decir, sin distinción entre los tres lados. Si elige el modelo simétrico, tendrá que decirme qué clases de asiento desechamos. Sólo le indicaré que no creo admisible mezclar en un mismo lado, a distintos niveles, asientos diseñados para lados diferentes. Por ejemplo, situar en el lado Sur un nivel diseñado para él, otro para el Este y otro para el Norte.Tampoco sería posible, dentro de un mismo lado, intercambiar niveles, esto es, situar en el primero un asiento diseñado para el segundo o el tercero o viceversa. Sin embargo, no habría ningún impedimento para reemplazar en bloque el lado Sur por el lado Norte, o al revés.

– Dios santo -exclamó Ennius, que había contemplado en silencio los primeros dibujos de Bálder, mientras éste se extendía en sus comentarios-. Ha trabajado tanto y tan rápido que parece vivir en estos planos, pero tenga en cuenta que es la primera vez que yo los veo. No puedo asimilarlo todo de golpe.

– Disculpe. Podemos analizarlos más despacio -se replegó Bálder.

– Desde luego, pero tampoco se obsesione por guiarme. Prefiero revisarlos solo y después hacerle las preguntas que me surjan.

– Como guste.

Ennius fue pasando una tras otra las hojas que Bálder había llenado con sus bocetos. Sobre algunas se inclinaba y otras las alzaba y las alejaba de sí para apreciarlas. En su semblante el extranjero sólo distinguió una obstinada atención. Para tratar de relajarse, miró por el ventanal de Ennius, tras el que se veía un inmenso paisaje nevado más allá de los angostos limites de la ciudad.

Ennius se tomó cerca de un cuarto de hora. Cuando acabó, volvió a colocar los planos en el orden en que le habían sido entregados y cerró la carpeta. Cuidó los dos nudos que hizo con los cordeles que servían de cierre. Tendió la carpeta a Bálder y con solemnidad, sentenció:

– Magnífico. No cambie ni una línea. Que sea asimétrica, con nueve clases de asientos, exactamente como la ha dibujado ahí. No existen entre los canónigos de esta archidiócesis tantas jerarquías, pero es un hermoso proyecto. Ya buscaremos el modo de explotar sus posibilidades.

Bálder tuvo serios apuros para escoger una respuesta a tan demoledor elogio:

– Celebro que lo encuentre digno.

– Más que digno. La suya ha sido una brillante incorporación. Puede existir la tentación de creer que la sillería es un aspecto menor de la catedral. Aunque nunca compartí esa idea, lo que ha concebido desborda todas mis expectativas. Posee el don de llenar de espíritu lo que hace. Cuando le conocí me produjo una impresión intensa, pero confusa. Hoy le felicito sin reservas, y ardo en deseos de averiguar lo que su mano es capaz de extraer de la madera.

Aplazando la correcta comprensión de aquello que estaba escuchando, Bálder buscó el auxilio de retornar a manejables detalles de orden técnico:

– Habrá advertido que en el diseño de los diferentes tipos de asiento hay huecos aún por resolver. Es ahí donde planeo introducir los rasgos que harán de cada uno una pieza única. Ésa será una tarea más larga. Si lo aprueba, iré sometiéndole estas modificaciones a medida que las vaya completando.

– En modo alguno, maestro. Considero de todo punto prescindible que se someta a ese fastidioso control. Fastidioso para ambos, he de reconocer. Decida con arreglo a su criterio. Ha demostrado merecer esa libertad. Me sentiría culpable si la restringiera en lo más mínimo. Por mi parte, y es todo lo que requiere para empezar a ejecutarlo en cuanto disponga de material, su proyecto está aprobado. A partir de ahora considérese dueño de él y siga esmerándose. Bastará con que me informe con cierta periodicidad del avance de sus trabajos.

En ese instante, Bálder quedó sin argumentos para continuar la conversación con Ennius. Traía preparadas meticulosas justificaciones para cada una de las soluciones estéticas que había vertido sobre aquellos papeles, todas concienzudamente elaboradas durante los vastos momentos de soledad. Habría podido enfrentar sugerencias, dudas, objeciones, convertir en adhesión cualquier extrañeza del juez al que se sometía. Todo era ahora inservible, y algo en su conciencia reprobaba la facilidad con que Ennius había otorgado su bendición. Había alcanzado el objetivo y sin embargo estaba insatisfecho, como quien pateara el cadáver de un enemigo vencido sin sacrificio.

El canónigo vigilaba sus movimientos con la ventaja de estar en su territorio y haberle concedido más de lo que esperaba. Ostensiblemente le complacía el aturdimiento de Bálder. Quizá calculando que ese estado debía ser aprovechado, Ennius, calmoso, inquirió:

– Y aparte de su fructuosa actividad, ¿ha tenido, ocasión de reflexionar sobre nuestra última charla?

– ¿Sobre qué, en particular? -le repelió Bálder.

– Sobre los conceptos básicos. Sobre la fe, sobre la construcción, sobre la búsqueda que supone nuestra obra.

– He podido respirar el ambiente que reina en el recinto. He tratado de conciliarlo con lo que me dijo.

– ¿Y?

Bálder, temiendo que el canónigo recelara, no se resolvió a reservarse del todo sus pensamientos.

– No acabo de interpretarlo con claridad -confesó-. Todo es bastante más ambiguo de lo que me imaginaba.

Ennius dio un respingo. Con vivo interés, reclamó al extranjero:

– ¿Puede ser más explícito?

– No estoy seguro de poder describirlo bien -se excusó Bálder-. He encontrado personas muy diferentes entre sí, que parecen tener también propósitos diferentes. He comprobado que ninguno quiere significarse ni enjuiciar nada, por irrelevante que sea. No es sencillo ser nuevo allí dentro.

El canónigo le escuchó con gravedad. Esforzándose en vano por dar mayor hondura a su voz, dijo:

– Capto cierta prevención en sus palabras.

Bálder comprendió que tenía que aguzar el ingenio. Apartando de Ennius la vista, que dejó vagar sobre la campiña cubierta de nieve, ensayó:

– Para serle sincero, a veces me cuestiono la utilidad de mis esfuerzos. No me refiero a los planos ni al coro. Me pagan por saber qué hacer con esto. Se trata de la vida en la obra, de cómo están organizados el trabajo y la gente allí. Intento asumir las reglas, pero nadie se toma la molestia o corre el riesgo de explicármelas. Como si no existieran reglas o nadie se fiara de lo que cree al respecto. No afirmo que sea éste el caso. Es más que probable que haya algún malentendido por mi parte. El caso es que hasta el momento no he tenido ocasión de sacar mejores conclusiones.

Ennius se echó hacia atrás y juntó las puntas de los dedos sobre el filo de su mesa.

– Puede preguntarme a mí todo lo que otros no le respondan -ofreció-. No tiene por qué vivir con esa inseguridad que parece sufrir. Mi puerta está siempre abierta para usted.

Bálder percibió el peligro. No cabía rechazar aquel ofrecimiento y mucho menos abrazarlo. Tenía que desviar la atención del canónigo hacia fragmentos pequeños de su incomprensión. Plantearla en su conjunto podía resultar excesivamente audaz.

– Son cosas diversas -dijo-. He tomado algunas medidas para mejorar las condiciones de trabajo en el coro, por ejemplo. Nada que pueda considerarse desproporcionado, en mi opinión. Pero noto que todos lo desaprueban. Intento organizar las tareas entre mis hombres de forma que me permita tener un mejor conocimiento de lo que hace cada uno, y el jefe de cuadrilla se ofende. Subo a una de las torres, porque me interesa ver su estructura, y alguien me sugiere que he quebrantado una misteriosa prohibición. Y hay otro hecho que me sorprende -agregó, extremando la modestia de su tono-: no me he encontrado a nadie que participe mucho de lo que creí atisbar el otro día acerca del propósito de la obra.

– ¿A qué se refiere?

– Es posible que no haya hablado con las personas indicadas. Pero he palpado más resignación que fe. O si prefiere un modo más frío de expresarlo, más inercia que impulso.

Ennius reflexionó o aparentó que reflexionaba largamente sobre lo que Bálder había dicho. Después, con el ceño fruncido, reconoció: