– Níccolo -lo llamó.
Maestro -exclamó su segundo, enderezándose.
– Quiero que reúnas a los hombres y que vayáis al almacén. Le pedís al almacenero que os dé el material y las herramientas que ya tiene y lo preparáis todo para transportarlo al coro en cuanto alivien la lona.
– De acuerdo.
– Pregúntale también cuánto cree que tardará lo que le encargamos.
– Es pronto. Dudo que sepa nada.
– Lo preguntas igual. Manténte en contacto con Aulo. Tan pronto como terminen lo que están haciendo, llevad el material al coro.Avísame cuando esté todo listo. Empezaremos a trabajar inmediatamente. Ya tenemos planos. El canónigo los ha aprobado hoy.
– Enhorabuena, maestro.
Bálder no le oyó. Acababa de reparar en una presencia familiar. Su vecino, el andrógino, estaba inclinado sobre una escultura medio cubierta por una gruesa tela, en el centro de la capilla. Al principio creyó que estaba limpiándola, pero al cabo de unos segundos descubrió que se limitaba a recorrer el rostro con las yemas de los dedos, como si tratara de encontrar rugosidades en su superficie. La estatua era de una niña arrodillada. En las manos llevaba una especie de ofrenda que Bálder no acertó a identificar. El andrógino estaba absorto en el tacto de la piedra pulida y no concedía la menor atención al movimiento de los hombres que quitaban la nieve de la capilla. El extranjero se quedó contemplando la estampa que componían aquel individuo y su muchacha de mármol. Estaban allí y sin embargo daban la sensación de no formar parte de la obra; inmunes a las idas y venidas de los demás, recluidos en la pausada liturgia de una realidad inaccesible.
– Maestro -intervino Níccolo.
– ¿Qué? -volvió en sí Bálder.
– ¿Ordena algo más?
– No, gracias. Estaré en el barracón.
El día transcurrió sin sobresaltos. Bálder comió solo y trabajo en el barracón. Pólux no le dirigió la palabra, aunque el extranjero le oyó toser y roncar después de la comida. Por la tarde regresó dando un paseo sobre la nieve. Aquella noche durmió intermitentemente, revolviendo en su pensamiento, una vez más, cuestiones que no merecían esfuerzo ni admitían solución.
A la mañana siguiente Bálder despertó algo más tarde de lo que solía. Aunque tenía apetito, apenas probó el desayuno. Cerró la puerta mientras se ajustaba la ropa de abrigo y bajó la escalera casi corriendo. Abajo, en el portal, encontró a su vecino. El andrógino se disponía a salir a la calle, pero al verle aparecer, de improviso y a la carrera, se paró en seco. Le miró de arriba abajo y acto seguido, enrojeciendo profundamente, echó a andar con paso inseguro.
– Espera -le detuvo Bálder.
El otro interrumpió su movimiento pero no se volvió. El extranjero observó:
– Creo que vamos al mismo sitio.
– Sí -corroboró el andrógino. Su voz tenía timbre masculino y femenina suavidad.
– ¿Te importa si vamos juntos?
– No.
Cuando estuvo a su lado, el andrógino abrió el portal y le indicó que pasara él primero. Al posar de nuevo los pies sobre la nieve, Bálder sintió un escalofrío. El día, sin embargo, prometía ser más agradable que el anterior. El sol lograba incluso proyectar algunos rayos sobre la ciudad.
– Parece que tendremos buen tiempo hoy -dijo Bálder.
– Eso nunca se sabe, en esta época. Esta tarde podría nevar otra vez -advirtió su interlocutor, mientras caminaba a buen paso.
– Me llamo Bálder. He venido a construir la sillería del coro.
– Sí, estoy enterado.Yo me llamo Núbila. Mi encargo es hacer una de las capillas.
– Vivimos cerca.
– Eso parece.
– ¿No vive nadie más en el portal?
– Hay otros, no muchos. Se acuestan tarde y se marchan temprano. Por eso no habrás coincidido con ellos.
– Me extrañaba no haberme tropezado con nadie en los días que llevo aquí.
– ¿Eres extranjero? -preguntó Núbila.
– No creo que pueda disimularlo.
– Bueno, apenas tienes acento.
– Eres demasiado amable -apreció Bálder-. Los otros artistas que he conocido no me tratan con tanta deferencia. ¿Llevas mucho tiempo en la obra?
– Seis años, tal vez. No me gusta contar el tiempo. -Y a quién le gusta.
– Antes a mí me gustaba.
– ¿Antes de qué?
– No hay un acontecimiento que recuerde. Antes de ahora, simplemente -aclaró el andrógino, sonriendo.
– ¿Estás contento en la obra?
Núbila le dedicó la primera mirada de frente. Era una mirada de asombro y también de reserva.
– ¿Por qué no iba a estarlo?
– Me pareció que había algo de amargura en lo de haber perdido el gusto de contar el tiempo.
– ¿Amargura? No, nada de eso. Perdí ese gusto, sin más. Es algo demasiado vago para asociarlo a una causa concreta. Vivo en la obra. No estoy descontento ni amargado con ella ni dejo de estarlo.
Al llegar a este punto el andrógino aflojó nuevamente el gesto.
– Tampoco sirve de nada implorar que el sol no salga por la mañana o no se ponga por la tarde -prosiguió-. Aceptar lo que a uno le sirve la vida es la única forma duradera de sosiego. Al menos eso es lo que yo opino.
Núbila cortó su discurso como si no hubiera sido su intención iniciarlo. Luego se mantuvo atento al suelo, acaso en penitencia por su locuacidad. Bajaban ya, después de haber atravesado la plaza, por la calle que llevaba hacia las afueras. Bálder quiso ofrecer una justificación para su pregunta:
– Perdona si me he metido donde no me invitan. A mí, la verdad, me cuesta sentirme alegre allí dentro.
– La alegría es un estado más bien quebradizo. No debes de ser el único que tiene esa dificultad.
– Para ser del todo sincero, lo que quiero decir es que a veces me gustaría no haberme incorporado a esta obra.
Al escuchar esta confesión, Núbila se mostró incrédulo.
– Imagino que no vas contándoselo a todo el mundo aventuró-. No te convendría que algunos oídos recibieran esa confidencia. Los canónigos no simpatizan con los que menosprecian la catedral.
– He debido de expresarme mal -se apresuró a corregir Bálder-. No menosprecio la catedral. Sólo desearía que fuera de otra manera.
Núbila rió abiertamente. Con ironía, precisó:
– Tampoco ganarás nada aireando esos deseos por ahí.
– ¿Y cómo se gana algo, entonces?
– Para mí la cosa es más sencilla. He sido seleccionado para trabajar en la obra. Es una distinción que muy posiblemente no merezco, y se me ha dado porque alguien me estima útil para conseguir un fin que sobrepasa mi horizonte. Asumo que si algo ha de cambiar no será porque a mí se me ocurra. Ya me avisarán a su debido tiempo quienes pueden sopesar el asunto con autoridad.
– No entiendo esa renuncia -protestó Bálder-. Un artista tiene el derecho y la necesidad de saber para qué se esfuerza.Y ninguna autoridad puede negárselo.
El andrógino se encogió de hombros y dijo:
– Cada uno conoce su propio valor. Yo conozco el mío, y organizo mis necesidades en consecuencia.
– Eres joven, no parece que estés impedido, y me consta que se te da bien lo que haces. No veo por qué debes limitar tus necesidades.
– No lo comprendes. No quiero más de lo que tengo.
– Así que te agrada vivir sometido a los canónigos.
– Es una forma exagerada de describirlo. Nadie me obliga a hacer nada que no desee, y tampoco me prohíben lo que me place.
– Pero les temes.
– Te equivocas, no tengo motivos para temerles.
– ¿Por qué me recomiendas entonces que no divulgue que hay cosas en la obra que me disgustan?
– Quizá se me antoja que tú sí tienes motivos para temerles. Pero puedo estar en un error. En realidad, lo único que sé de ti es que durante los dos días siguientes a tu llegada el capataz ocupó a todos los hombres en cubrir con una lona el sitio donde vas a hacer tu sillería, y que mientras nevaba y los demás sesteábamos en el barracón tú estabas allí dentro atareado con algo. Discúlpame si hablo de más.
Ya tenían la catedral a la vista. Bálder concluyó:
– En este sitio nadie habla de más. Es otro detalle que empiezo a detestar ligeramente.
– No se diría que has tenido un buen comienzo -apostó Núbila.
– Todo lo contrario. He terminado mis planos en apenas dos semanas y me los han aprobado. Ahora sólo tengo que preocuparme de ejecutarlos. Es lo más fácil. Un poco de tesón y un poco de paciencia. Dos virtudes al alcance de todo el mundo.
Núbila permaneció callado y Bálder había perdido las ganas de seguir perorando. Recorrieron así, sin pronunciar palabra, el trecho que quedaba hasta la obra, cuidando de no resbalar sobre la nieve que se había helado por zonas durante la noche. Cuando estaban a pocos metros del templo, el extranjero se dirigió otra vez a su acompañante:
– Naturalmente, a ti no te importan mis problemas. He de ofrecerte mis excusas. Imagino que la culpa la tienen todos estos días que he estado trabajando sin hablar con nadie. No es una práctica saludable, pero tampoco he encontrado nada mejor desde que ando por aquí.
No tienes que excusarte -le eximió de responsabilidad el andrógino, con imprevista calidez-. Me ha hecho bien esta conversación. Normalmente vengo solo y desperdicio el rato de camino pensando en nada.
Bálder vaciló durante un instante, pero después de habérsele franqueado hasta la temeridad, juzgó más bien superfluo privarse de compartir con Núbila lo que le pasaba por la mente:
– Tengo que reconocerte algo.Aunque te mantienes a distancia, como todos, eres la primera persona con la que me tropiezo aquí que me da la sensación de hablar a veces con el corazón.