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El extranjero meditó un instante y supuso que no debía sincerarse con su interlocutor, ni en aquel momento ni quizá después.

– No necesito que la catedral esté terminada. Puedo trabajar en un taller e instalar la sillería cuando todo esté acondicionado.

El capataz volvió a reírse.

– Claro -admitió-. Usted es joven. Es posible que sólo tenga ochenta años cuando todo esté acondicionado. ¿Cuánto cree que resistirá la sillería desmontada? ¿Cómo va a protegerla para que no se eche a perder en ese taller? Disculpe, no quiero enseñarle su arte. Tampoco espero estar aquí cuando pueda instalar su obra.

Al extranjero empezó a fastidiarle la situación.

– Lamento importunarle. No he venido cuando me ha apetecido, sino cuando me han llamado.

– Desde luego. No le echo la culpa. En realidad yo no tendría ni la mitad de los problemas que tengo si mi mujer fuera estéril. La miseria que gano aquí se va en vestir y llenarles el estómago a cinco pequeños dementes que llevan mi apellido y también mi cara, para que no haya dudas. ¿Tiene hijos?

– No.

– Dichoso usted. ¿Trabaja por amor al arte?

– No. Pero tampoco lo detesto.

– En cualquier caso, si quiere un consejo, no procree nunca. Se encontrará de pronto viviendo la vida de otro y no podrá hacer caso a los deseos de su alma. -El capataz miró al cielo, con aprensión-. En cuanto a lo de su sillería, no puedo ayudarle, de momento. Yo no hago nada sin instrucciones. Tendrá que ir a ver a quien pueda dármelas.

– ¿Sería mucho pedir si le rogara que me indicase dónde y a quién tengo que acudir?

– Naturalmente, debería probar en el palacio arzobispal. En cuanto a la persona, si sólo hubiera una es posible que yo durmiera por las noches. Pida ver a un canónigo. A cualquiera. Hay doscientos y todos tienen alguna competencia sobre todo. Puede que le atiendan o que se le escape una palabra equivocada y le expulsen sin más trámite de la archidiócesis. Si el encargo que tiene es del Arzobispo entra dentro de lo probable que le proporcionen material y le asignen ayudantes. Ya hablaremos entonces.

El capataz se frotó los ojos y dio media vuelta. Examinó en semicírculo el espectáculo desordenado de los operarios y meneó la cabeza.

– Menuda mierda -dijo-. En momentos como éste sólo un imbécil puede ser creyente.

– ¿Podría decirme dónde está el palacio arzobispal? -preguntó el extranjero, soslayando el comentario-. No conozco la ciudad.

El capataz no se volvió. Alzando la voz para compensar que le estaba dando la espalda, repuso:

– Eche a andar hasta que encuentre cualquier calle ancha. Cuando llegue a ella, tómela hacia arriba. El palacio arzobispal estará al final. Es una plaza muy amplia. Todavía no me explico por qué estamos construyendo esto aquí.

– Gracias. Que tenga un buen día.

– Sin duda. Perdone mis modales. Le aseguro que cuando todavía esperaba algo de la vida era un tipo encantador, dentro de un orden. Hasta la vista.

El extranjero se dirigió hacia una brecha que había en el ábside, aunque habría podido salir por media docena de sitios diferentes. El capataz gritaba a su espalda. Algo removió las nubes que encapotaban el cielo y el día se tornó más oscuro. En aquella atmósfera entenebrecida, el frío se hacía más acuciante. Al pasar junto al altar la mirada del extranjero se cruzó con la de uno de los jóvenes taciturnos que había segregado antes del común de los operarios. Estaba en lo alto de una escalera, terminando de afilar la forma de una rodilla femenina bajo la túnica de piedra de una imagen todavía sin rostro. Le miraba con una extraña atención, no la que en cualquiera despierta un intruso, sino la de quien estuviera lanzándose a un cálculo. El extranjero vaciló entre saludarle o apurarle la mirada, pero finalmente optó por apartar la vista y apretar el paso, mientras trataba de grabar la cara en su memoria, porque quizá fuera importante conocer desde el principio a quienes pudieran serle adversos. Que nadie estaría dispuesto a favorecerle, lo asumía, como la convicción de que lo que ellos buscaran, fuera lo que fuese, nada tendría que ver con sus propios fines. Él únicamente venía a hacer un trabajo y a cobrar un dinero. Nada le incumbía allí, fuera de procurarse los medios que necesitaba para su labor y esquivar los obstáculos que podían estorbarla. Procurarse y esquivar. Cumplir el encargo y apuntar a otro destino. No aspiraba a más, porque, como forastero, ni podía ni quería alterar el paisaje.

A falta de razones para hacer otra cosa, siguió las instrucciones del capataz. Salió de la explanada en la que estaban construyendo la catedral y callejeó hasta tropezarse con una especie de avenida que subía hacia la izquierda, con una pendiente al principio poco pronunciada pero que al cabo de unos minutos le hizo odiar el peso de su equipaje. La ciudad estaba casi desierta, y el viento aullaba al doblar las esquinas. Cuando llegó a la plaza, una bofetada de aire le frenó en seco Bajo esa inclemencia distinguió, al fondo, el contorno sombrío de lo que sólo podía ser el palacio arzobispal. Atravesó la plaza sin cruzarse con nadie, ni vehículos ni transeúntes.

En la puerta del palacio, zapateando contra el suelo y arrebujado en su ropa de abrigo, había un hombre joven que parecía cumplir tareas de vigilancia. Llevaba guantes negros de cuero brillante y colgado al cinto un bastón corto, también negro y reluciente. Escarmentado por su experiencia anterior con el vigilante de la obra, se dirigió a él en el tono más oficial que le fue posible adoptar:

– Traigo un encargo del Arzobispo. He de ver al canónigo responsable de las obras de la catedral.

El vigilante sonrió y siguió golpeando a intervalos de dos o tres segundos sus pies contra el suelo. Carraspeó y preguntó:

– ¿De dónde trae ese encargo? El Arzobispo está dentro.

– Quiero decir que he sido llamado por el Arzobispo, para realizar un trabajo en la catedral -rectificó el extranjero, titubeando.

– Comprendo. Pase y pregunte en la primera puerta a la derecha. ¿Qué lleva ahí?

– Mi equipaje y alguna herramienta. ¿Quiere examinarlo?

– En realidad no. Adelante.

El extranjero entró, maldiciéndose y comenzando a sospechar de la displicencia que todos le dispensaban. No podía ocultar su procedencia, por el bulto que llevaba al hombro, por su acento, o la urdimbre anómala de sus frases, en aquella lengua que no era la suya. No quería ser como ellos, pero le convenía no parecer lo contrario de ellos. Tras la primera puerta a la derecha encontró a un hombre de edad al que repitió la declaración que había dirigido al vigilante, cuidando de elegir la segunda versión, la corregida. El otro le miró por encima de sus anteojos de lente redonda y dejó transcurrir unos instantes de inhóspito silencio. Al fin, pidió:

– Aguarde un momento.

El hombre de los anteojos hizo venir a un muchacho de mejillas coloradas al que susurró unas breves instrucciones. El muchacho partió velozmente hacia el interior del edificio. El extranjero buscó con la mirada un sitio para sentarse, sin éxito. Decidió pasear arriba y abajo de la habitación, no sin antes liberarse del bulto que cargaba. El de los anteojos le seguía con la mirada y parecía ponerse nervioso con su ir y venir. Al cabo de un minuto, oyó que le decía:

– Eh, oiga.

El extranjero se volvió y durante el lapso que siguió esperó que el viejo le amonestara. Pero sólo recibió un ofrecimiento distante:

– ¿Quiere algo caliente? Habrá pasado frío ahí fuera.

– No, gracias.

– ¿Vino, tal vez?

Muy amable, pero no.

– Como quiera. Luego no diga que le he tratado mal.

– No tenía intención de hacerlo.

– No crea que me asusta que pueda decirlo. Lo que usted diga, aunque se lo dijera al Arzobispo, no puede afectarme.

El extranjero, aturdido, aseguró:

– No sé de qué está hablando.

– Pronto lo sabrá. Oirá a unos, observará a otros, y se le ocurrirán cosas que ahora no se le ocurrirían. He conocido a muchos que llegaron como usted, de ninguna parte. Ahora tienen un sitio y se permiten menospreciarme porque estoy en esta habitación. Porque necesitan olvidar que les vi y puedo volver a verles llegar de ninguna parte cada vez que se me antoje.

– Yo vengo de alguna parte -se defendió el extranjero, aceptando demasiado al vuelo la jerga del otro.

– Mejor para usted si es así. Pero lo dudo. No es ahora, sino dentro de un año, cuando podrá tratar de convencerme.

El extranjero rió de buena gana.

– Quizá no esté aquí tanto tiempo.

– La catedral es infinita -amenazó el de los anteojos-. Sólo los ingenuos cometen el error de aspirar a superarla.

– No vengo para hacerla toda, sólo me han encargado una parte -informó el extranjero, sin perder la sonrisa. Pero de pronto se le ocurrió que desconocía todo de aquel individuo. Mordiéndose la lengua, midió el gesto astuto de su interlocutor y decidió dar por concluida la conversación.

Durante el tiempo que todavía tardó en regresar el muchacho de las mejillas coloradas, el de los anteojos permaneció silencioso. Una vez que su subordinado le transmitió el mensaje, apenas empleó energías para comunicarle al extranjero:

– Le esperan. Tercer piso. Le acompañarán.

El extranjero recogió su equipaje y siguió al muchacho hacia la escalera. Cuando salía de la habitación, oyó a su espalda que el de los anteojos le advertía, sin énfasis: