– Siempre hablo con el corazón -se ofendió el otro No he aprendido otra manera de hacerlo.
– Me refiero a que no te limitas a repetir consignas que no puedan comprometerte.
– ¿Por qué iba a hacerlo? Por lo visto no quieres creerme, pero te aseguro que no tengo nada que temer. Estoy bien aquí y no me apetece estar de otra forma o en otra parte. No me hace falta ponerme disfraz.
Ya habían entrado en el recinto. Recorrieron toda la longitud del coro. Cuando Bálder tuvo que desviarse en dirección al barracón, Núbila hizo un alto para despedirse.
– Me ha alegrado conocerte -dijo, sin embarazo-. Si necesitas algo que yo tenga, pídemelo, en confianza. Hay que echar una mano a los recién llegados.
– Te agradezco la generosidad. Ninguno aparenta seguir esa regla por aquí.
– No es una regla. Es mi manera de ver las cosas. -Tu actitud resulta infrecuente, en cualquier caso.
– Es posible que no sea muy común, pero tampoco encuentro ningún mérito en mis rarezas. Como cualquier otro, ni hago por tenerlas ni podría quitármelas. Hasta la vista.
Aquella mañana Bálder dejó transcurrir el tiempo sin esforzarse demasiado. En realidad, la labor que podía realizar en el barracón la había completado con creces. Ni le atraía ni tenía ninguna utilidad continuar dibujando. Los planos, aunque admitían retoques, habían alcanzado un estado en que ya exigían la materia que tradujese a volumen cuanto en ellos había sido proyectado. No podía avanzar sobre el papel cuando su cerebro y sus manos anhelaban la madera. A media mañana salió del barracón. Antes de cerrar la puerta espió la reacción de Pólux ante su marcha. El estucador estaba inclinado sobre su mesa y parecía irreversiblemente persuadido de la inexistencia de Bálder. No contestaba a su saludo ni a su despedida y no le había mirado a la cara desde que el extranjero le había hinchado la suya. Bálder fue hacia el coro, entre montones de nieve que el sol derretía despacio. En la obra la mayoría de los hombres habían regresado ya a sus tareas habituales. Sobre el coro había diez o quince personas. Habían retirado ya la nieve y estaban reforzando los soportes de la lona. Aulo vigilaba los trabajos con una distensión desacostumbrada.
– Buenos días -le abordó Bálder.
– Buenos días, maestro, y esta vez lo son de verdad. No hace apenas frío y estoy acabando con tu lona. A veces Dios, suponiendo que yo esté equivocado y sea algo más que un invento de los canónigos, se acuerda de que esta insensatez la hemos organizado por él.
– Tengo una curiosidad, capataz.
– ¿Sólo una? Enfrentas la vida con simpleza. Ésa debe de ser la causa de tu precipitación.
– Sólo una respecto a ti, quiero decir. ¿Sueles blasfemar así cuando hablas con los canónigos?
Aulo soltó una carcajada. Meneando la cabeza, asintió:
– Claro. Es mi privilegio. Les gobierno esta inmundicia. Están en mala posición para exigirme remilgos. -Me gustaría verlo.
– No creo que puedas. Los canónigos no invitan nunca a los artistas a las entrevistas que mantienen conmigo. Hay aspectos que no deben mezclarse. En buena medida yo soy responsable de que los artistas no pierdan el rumbo. Es una responsabilidad que requiere sigilo.
– Admito que eres sigiloso, de una manera un tanto inconcebible, pero sospecho que efectiva.
Llevo muchos años de capataz. No he debido de hacerlo muy desastrosamente. Pregunta a los canónigos. Tú tienes influencia con ellos, todavía.
– Me sobreestimas, por una vez. ¿Os queda mucho?
– Un par de horas.
– Avisa a Níccolo cuando puedan entrar, por favor.
– Cómo no. ¿Mandas alguna otra cosa?
– Tú me entiendes, Aulo. Era sólo un ruego.
– No, líbreme el diablo de entenderte, maestro -protestó el capataz, airado.
A la hora de la comida Bálder buscó a Núbila en el tumulto del barracón. Su empeño fue vano. De paso localizó a Horacio, que escenificaba con ruidoso entusiasmo alguna bufonada ante la atención regocijada de un auditorio de otros cuatro o cinco artistas con los que compartía mesa. Pólux estaba en la mesa contigua, pero aparentemente no participaba del sentido del humor de Horacio. También vio a Aulo, sorbiendo su sopa en silencio, y desperdigados por distintas mesas a todos sus hombres. El resto eran desconocidos, aunque después de dos semanas sus rostros le resultaban vagamente familiares. Llevó su comida a un sitio retirado y la despachó deprisa. Abandonó el primero el comedor y fue a recorrer la obra vacía. Se encaminó hacia el ábside y en la capilla donde le había visto el día anterior halló a Núbila. Estaba otra vez inclinado sobre su escultura, pasando los dedos por su garganta con el mismo detenimiento de la víspera.
– Hola -se anunció Bálder-. ¿Algún problema? Núbila emergió sin prisa de su ensoñación.
– No, al contrario -respondió, todavía algo ausente.
– Todos están comiendo. ¿Qué haces aquí?
– No tengo hambre. Me sucede a menudo. Prefiero estar en mi capilla. Es buena hora para meditar. ¿Qué haces tú?
– Daba una vuelta, para ayudar a la digestión.
– ¿Qué te parece? -preguntó el andrógino, señalando su muchacha de piedra. Sus rasgos eran afilados, nítidos. Su cuello, que Núbila seguía acariciando, era largo y frágil.
– Es un trabajo magnífico.
– Ha habido suerte. Unas veces es así. Otras, ocurre como con el túmulo.
Bálder miró hacia donde Núbila señalaba ahora. En una pared de la capilla se abría un hueco y en él estaba el cuerpo yacente e inacabado de un hombre ataviado con ropajes eclesiásticos. De cintura hacia arriba, la figura estaba muy adelantada. Bálder apreció con admiración la factura de las manos, la expresión del rostro, la complexión de los hombros vencidos y no obstante autoritarios.
– ¿Qué tiene de malo?
– No es quien debía ser. El canónigo juzgó muy desfavorablemente el gesto que le puse o me salió.A1 parecer todos recuerdan al difunto como un hombre muy afable. Mis cinceles no interpretaron igual el retrato que me sirvió de modelo.
El hombre, en efecto, ofrecía un aspecto amenazador. Tras la frente se adivinaba un alma turbulenta, los ojos eran crueles y los labios rectos y duros.
– Es extraordinario, de todas formas -resolvió Bálder.
– Está esperando el martillo. Tengo que empezar de cero -indicó Núbila, sin emoción.
– ¿El martillo? Destruirlo sería un crimen.
– Hay que aceptar de buen talante los errores. Sirven para aprender.
– Esta escultura no es un error. ¿Quién te ha convencido de esa estupidez?
– Yo mismo. El canónigo estaba dispuesto a aceptarlo así como está. Pero no puedo defraudar al Arzobispado.
– Para ser un artista tan competente, valoras demasiado los juicios ajenos.
El andrógino se cruzó de brazos, cogiéndose los hombros como una mujer aterida.
– Sólo la opinión de los demás ha conseguido que alguna vez me confortase plenamente mi obra -explicó-. Les debo ese reconocimiento. El artista encerrado en sí mismo es un suicida.Yo he jugado con la idea del final, cuando era más joven, pero luego he aprendido que la vida no puede ser despreciada. Es ella quien puede despreciarle a uno, y uno sólo vale lo que acierta a retardarlo.
– ¿Y Dios? -sondeó maliciosamente Bálder.
– Yo no sé de Dios. Ésa es una de mis miserias.
– ¿Por qué miseria?
– No es difícil de imaginar. Porque me condena a terminar solo.
– ¿Están al corriente los canónigos?
– ¿De qué?
– De que no tienes fe en Dios.
– No es que no tenga fe. No siento que exista, que es distinto. Nunca lo he ocultado, así que deben de estar al corriente.
– ¿Y eso no te ha causado ningún problema? -se sorprendió el extranjero.
– No es ningún delito. Delito sería si mintiera.Además, los canónigos son comprensivos con los que toman en serio lo que hacen.
– ¿Tú crees?
– ¿Tú no?
– Sólo he hablado con un canónigo, no mucho. De todos modos, procuro identificar a los hombres por sus obras, y la única obra que he visto de los canónigos hasta ahora es la catedral.
Núbila arrugó el entrecejo.
– No sé si es propio decir que la catedral es obra de los canónigos -reflexionó en voz alta.
– ¿De quién, entonces?
– Tal vez de Dios. De todos y de nadie.
Bálder notó que le recompensaba conversar con Núbila. Donde todos trataban de darle esquinazo, Núbila salía a su paso y respondía con nobleza, lo mismo si eran respuestas de las que el extranjero consideraba previsibles como si le habían de resultar inauditas. El andrógino dialogaba con desenvoltura, una vez superada su timidez preliminar. Escuchándole se sacaba la impresión de que era dócil pero a la vez insobornable. Bálder disentía y sin embargo sehumillaba simulando ante Ennius creencias de las que carecía. Núbila obedecía y era libre de manifestar ante cualquiera lo que le dictaba su espíritu.
Los hombres empezaban a regresar del almuerzo. Aunque Núbila no parecía tener urgencia por seguir con lo que estaba haciendo, Bálder creyó pertinente dejarle y volver al barracón.
– Hora de trabajar. Me voy. Recapacita sobre lo de destruir eso -se despidió, señalando el túmulo.
– Ya he recapacitado. Te guardaré un trozo grande, si lo quieres.
– Me gustaría que se salvase la cabeza, al menos.
– Es tuya.
Una hora después, mientras Pólux roncaba regularmente a su espalda, Bálder recibió en el barracón la visita de Níccolo.