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– ¿Cómo marcha todo? -se interesó Núbila, con calidez.

– Sigo esperando que me traigan madera y herramientas y mis hombres causan pavor cuando empuñan un serrucho.

– No te preocupes.Antes de que te des cuenta, ellos se habituarán y tú te habituarás a ellos.

– ¿Quieres decir que me conformaré y se conformarán?

– Si prefieres ponerlo así.

– No creo preferirlo.

Núbila trazó una sonrisa casl recta.

– Al principio la catedral parece demasiado lenta -dijo-. Pero un día, de pronto, uno descubre que todo ha cambiado muy deprisa. Que han corrido los meses y los años sin sentir y las cosas que a uno le obsesionaban al comienzo han perdido toda importancia. Si la obra no parece avanzar mucho es por su tamaño. Un minuto de la catedral consume una década de un hombre. Es difícil de aceptar, pero hay una especie de paz en saberse más pequeño que estas piedras. Ayuda a contener impulsos inútiles.

– ¿Como por ejemplo?

– Los peores, los que malgastan el alma y arruinan el corazón.

– No me estás contestando.

– ¿Alguna vez has hecho un plan para avanzar por la vida?

– ¿A qué te refieres?

– A lo más simple. A pensar qué debes hacer en los próximos años y dónde debes estar cuando hayan transcurrido.

– Supongo que todos hacemos algo de eso.

– Pues a eso, por ejemplo, es a lo que me refiero.

Bálder protestó con comedimiento:

– No veo qué hay de malo en tener aspiraciones. Peor me parece no tenerlas. Los hombres sin aspiraciones acaban sirviendo ciegamente las aspiraciones de otros.

– ¿Y qué más da? No eres el centro del universo, Bálder. Si te empeñas en hacerlo girar a tu alrededor te volverás loco o, peor aún, tendrás que aprender a mentirte para consolarte. La catedral enseña a someterse a lo que es más fuerte.A protegerse de uno mismo.

– ¿Y cuál es el precio de esa sumisión?

– Cada uno paga el suyo. Pero merece la pena. No hay que arrastrar la responsabilidad de sobreponerse a obstáculos más altos que uno. Se puede vivir. Contra la corriente siempre se acaba desfalleciendo.

– Lo malo es que a algunos nos importa guardarnos algún respeto por la noche, cuando nos vamos a dormir.

– Yo me respeto. Pienso que sigo en píe y que todavía podría soportar un poco más de dolor y un poco más de alegría.Y me duermo. Nunca he podido respetar el desánimo ni la rabia ni la frustración.

– No estoy de acuerdo. Aunque a veces sea molesto, hay que conservar algún principio.

– ¿Para qué? Yo estoy ocupado en existir, en sentir el aire en los pulmones y la fuerza de las manos. Los principios no tienen carne ni sangre. No me interesan. Los de nadie. Ni siquiera los que alguna vez yo pude llegar a admirar.

Núbila razonaba sin compasión pero hablaba suavemente, como si temiera estar exponiendo juicios groseros. Habría podido interpretarse que no estaba seguro de lo que decía, pero Bálder percibió que había en él una firmeza que superaba la que el raciocinio era susceptible de proporcionar. Núbila se apoyaba en lo mismo que hace parir a las mujeres y beber a los animales sedientos. Aunque censuraba aquel ideario, Bálder se reconoció incapaz de rebatirle. El cerebro no tenía oportunidad de imponerse al instinto.

En ese instante sonó una voz a su espalda:

– Qué instructivo resulta escuchar a quienes huyen de la banalidad que nos alimenta a la mayoría.

Antes de volverse, Bálder quiso asignar aquella voz a una cara, pero no terminó de establecer la relación hasta que sus ojos se posaron en la figura desmadejada de Horacio, que le observaba con los brazos apoyados en el respaldo de una silla. Se había arrimado a medio metro de la mesa que el extranjero compartía con Núbila, y probablemente, aunque el andrógino no había dado ninguna muestra que él hubiese advertido, llevaba allí un buen rato.

– ¿Os conocéis? -preguntó Núbila, enrojeciendo-. Es Horacio, un… Bueno, ¿cómo debo calificarte? -Un intrépido -apuntó Horacio.

– Nos conocemos, superficialmente -informó Bálder.

– Muy superficialmente -recalcó el escultor-. Habrás deducido de su charla, princesa, que no ha tenido ocasión de conocerme con la profundidad apropiada.

– No sé si compartimos el mismo sentido de lo apropiado -objetó Núbila.

– ¿Por qué le llamas princesa? -terció Bálder, dispuesto a no dejarse desorientar por el intruso.

– Tal vez no estés en condiciones de entenderlo.

– Prueba.

– Podría llamarle príncipe, pero los príncipes tienen piernas demasiado toscas y musculosas. Las piernas de Núbila, que son con mucho lo que más me interesa de él, son piernas de princesa.Ya he intentado cincelarlas un par de veces bajo las túnicas de mis ángeles, pero no logro acercarme lo suficiente.

– ¿A Núbila o a sus piernas?

– A Núbila no hay quien se acerque. Tampoco tengo claro si vale el esfuerzo.

El andrógino escuchaba impasible la conversación de los otros, con un rastro leve en el semblante del rubor que le había producido la intromisión de Horacio. Encajó con indulgencia el último comentario más o menos despectivo del escultor y anotó:

Me sorprende esa fijación que tienes con las piernas.Son una parte innoble. El cuello, o los hombros, o los costados, merecen ser delineados con mucho más cuidado que las piernas.

– Eres un pobre lírico, princesa.

Yo estoy de acuerdo con él -intervino Bálder.

– Tú desconoces las reglas más elementales, notoriamente. Te he estado oyendo y vives en el limbo. Lo único que te falta para perder rápidamente el equilibrio es enterarte de que no hay clemencia para los inocentes. Puede que consigamos despabilarte, pero soy escéptico.

– No le tomes al pie de la letra. Horacio insulta a todo el mundo por puro vicio. No trata de ofenderte -le excusó el andrógino.

– Está bien, regresemos a las piernas, es decir, a las que importan, que son las de las mujeres y como su máxima expresión las de Núbila. Ninguno habéis reflexionado debidamente sobre el asunto. Las piernas de las mujeres pasean ante los ojos de los hombres todo el significado del cosmos, o para los que entiendan la otra jerga, toda la bondad y toda la maldad de Dios. No hay nada más formidable que unas piernas femeninas bien modeladas. No caben reparos intelectuales ni morales. Uno las mira y siente que el sol ha salido, aunque esté lloviendo o le duelan todas las muelas. Es una expresión perfecta, invulnerable, por qué no acabar de decirlo: absoluta. Ahora bien, vayamos al otro extremo, que no son necesariamente unas piernas gruesas, como se apresuraría a prever el inexperto. He visto piernas gruesas de una hermosura apabullante. Me refiero a esas piernas desproporcionadas, rectas, sin forma. Es el revés de la carta, la cruz, el negro, la arena. No hay imagen más inapelable del infierno. Uno puede haber ganado la luna, haber encerrado el mar en el cuenco de las manos.Ante unas piernas así todo se desmorona.

Una teoría notable -se burló Bálder.

– Me asombra que lo comprendas.

– No lo comprendo, es decir, no comprendo a los que exageran lo insignificante. La belleza para mí es más escurridiza. No creo que se deje encerrar en frascos.

– Ay Dios, Núbila. Tu amigo le busca un sentido amplio a la existencia.

– Yo también -le apoyó inesperadamente el andrógino.

– También te sobra lo que llevas entre las piernas, pero mientras las tengas a ellas estamos condenados a amarte. Pese a tu lejanía, princesa.

– A mí ya no me afecta, pero creo que a Bálder empiezas a ponerle violento. No está acostumbrado a verte jugar.

– No lo estoy -admitió Bálder-. Aunque no es la primera vez que me cruzo con un zascandil, fuera de la obra y en la propia obra.

Horacio le lanzó una mirada diabólica.

– Yo no soy sólo un zascandil -corrigió-.Yo voy a enseñarte a nadar en este río oscuro.Y más te valdrá dejarte, por mucho que te guste tragar agua.

– No habría jurado que fueras un filántropo.

– No soy un filántropo. Me aburro. Me aburre madrugar cada mañana para venir a la catedral, oír los berridos de Aulo, comer esta bazofia. Hasta me aburre buscar las piernas de Núbila en la piedra. Tú no debes de ser mejor que nada de esto, pero eres nuevo. Pareces un poco rudo, pero también tienes ideas insólitas.Te usaré y te olvidaré, y a cambio tú sacarás algunas conclusiones que te ayudarán a no sucumbir, que es tu destino.

– El destino de todos -lamentó calmosamente Núbila.

– Desde luego. Lo malo es que éste huele a prematuro.

– No es eso lo malo.

– ¿Ah no? ¿Qué, entonces?

– Como puedes imaginar, no es contigo con quien ansío compartir mis impresiones al respecto -repuso a Horacio el andrógino, con la más afable de sus sonrisas.

– Ahórrate lo que tengas que mostrarme y hazte con otro pasatiempo. No me caes simpático, Horacio, no sé si se nota -aclaró Bálder.

Oh, no, lo disimulas exquisitamente.

– Mejor así.

– Por supuesto. Me gusta ir de frente, como puedes apreciar. Además, tenderle emboscadas a un ingenuo me parece una distracción ruin.