Horacio se puso en pie. Reintegró la silla a la mesa próxima de la que la había retirado y se frotó las manos durante unos segundos, sosteniéndole sin trabajo la mirada a Bálder. Núbila hacía girar su cubierto sobre el plato.
– Esta noche iré a buscarte -dijo Horacio-. A las ocho o a las nueve. Iremos a dar una vuelta por ahí. Si lo deseas, naturalmente. No soy un pendenciero. Al contrario. Soy un artista, es decir, un sirviente de la belleza y un enemigo de la fuerza bruta. Ha sido un placer charlar contigo, princesa, como siempre.Y tú piensa con la cabeza y no con los esfinteres acerca de mi oferta, Bálder.
Horacio circuló entre las mesas con su paso deslavazado, saludando aquí y allá. Algunos le devolvían el saludo y otros no le hacían el menor caso. Núbila estaba absorto en finalizar su almuerzo. Bálder le preguntó:
– ¿Qué has querido decir antes?
– ¿Cuándo?
– No es eso lo malo.
– Nada, era para quitártelo de encima.
– Me estás mintiendo.
– No.
– Pensé que no mentías nunca.
Núbila le miró con prevención.
– ¿De veras quieres que te lo explique?
– Por favor.
– No es que crea lo que voy a decirte. Lo supongo, que es mucho menos. Que no es nada. No debería decirlo porque lo vas a malinterpretar.
– Dame la ocasión de interpretarlo bien.
– Tú me obligas. Lo malo es que de tanto empeñarte en resistir puede que llegues a ser otro -y aquí Núbila se detuvo, pero al fin remató-: quizá no mejor que el resto.
Bálder meditó cada una de las palabras del andrógino. Guardaban una siniestra armonía con las misteriosas amenazas de Pólux, con lo que Aulo callaba, con el fondo cruel de las mofas de Horacio. Pero también, y al notarlo se le encogió el alma, con el miedo y las lágrimas de Camila y con sus propios pensamientos en las noches de insomnio.
– Lo que me extraña -intentó rehacerse ante Núbila-, es por qué permites que me acerque. Podrías eludirme, corno los demás.
– Eres un buen hombre.Y yo no puedo dar la espalda a alguien a quien nadie escucha. No si me pide que le atienda.Aunque mi carácter sea solitario y prefiera mantenerme a un lado.
– Conocías a Horacio, sin embargo.
– No tiene mérito. De que todos le conozcan se ocupa él mismo. A veces encuentra afinidad y con frecuencia odio. Pero no se arredra por eso. Es un coleccionista y los coleccionistas no tienen escrúpulos. Cada pieza le interesa por algo.
Bálder dejó que reinase el silencio durante un momento. Pero acabó cediendo a la curiosidad:
– ¿Te hizo a ti la oferta que me ha hecho a mí? Núbila rió con desgana.
– Me ha hecho ofertas más precisas -respondió.
– ¿Y?
– No me gusta Horacio y no me gustan las complicaciones innecesarias. Con dos razones sobra para negarse.
– ¿Y qué crees que debo hacer yo?
– Eso es cosa tuya.
– Te estoy pidiendo consejo.
– No me siento autorizado a aconsejarte sobre qué hacer con Horacio. No conozco con detalle tus intenciones respecto a este sitio ni las suyas respecto a ti. Puedo figurarme algo, pero te haría un mal servicio si te aconsejara a la ligera.
Bálder dedujo que no podría sacar a Núbila de esta postura. Improvisó un modo indirecto de descubrir lo que el otro se guardaba:
– ¿Y qué crees que haré yo?
El extranjero había anticipado alguna evasiva, alguna renuncia a ejercer de augur. Núbila, en cambio, replicó llanamente:
– Creo que no vas a rechazarle. Necesitas averiguar más de lo que necesitas protegerte.
– No has pensado mucho -se sorprendió Bálder. Núbila distendió el gesto.
– Es una suposición. Puedo equivocarme y no pasaría nada -se justificó.
En ese instante doblaron las campanas que marcaban el final de la hora de la comida. Junto a ellos pasó Aulo camino del recinto. Dio una palmada a Bálder en el hombro y observó:
– Vas aprendiendo con quién debes sentarte a comer.
– Y con quién no debo.
– Eso ya te lo conté yo, al comienzo.
– No del todo.
– Cada uno es como es. Tú eres locuaz y yo soy conciso.
– A propósito; me dijiste, cuando todavía me sentaba en la mesa que no debía, que me quejaría cuando no me llegasen los suministros. Me quejo. La nieve se ha derretido y sigo sin tener madera ni herramientas.
– Ahora el problema es el barro. Pero no te pongas nervioso. Tomo nota de la queja y daré cuatro gritos donde corresponda.
– Muy agradecido.
– Bueno, no lo hago por amor.
– Ya sé, es el apetito de tus hijos.
– Ayuda mucho irse conociendo. No hay que explicarlo todo cada vez -resumió Aulo, de buen humor, mientras reanudaba su camino.
Minutos después, tras separarse de Núbila, Bálder se quedó un rato mirándole, mientras el otro andaba entre los escombros hacia su capilla. Caminaba como hablaba y acogía las salidas de tono de Horacio: sin rozar, sin hacer ruido. Era pudoroso pero sabía desvelarse con pericia, o al menos sin la zozobra con que él se movía cuando le daba la luz. Contra su voluntad, Bálder se fljó en las piernas de Núbila y hubo de razonar que Horacio no desatinaba al elogiarlas como extremidades de mujer. Una sensación desagradable merodeó por su mente al hacer aquella apreciación. Sin embargo, la discreción del andrógino le impedía sentir repugnancia. Ni siquiera hacia sí mismo.
Al final de la tarde Bálder repasó con Alio, bajo el atento espionaje de Níccolo, los resultados de la primera jornada de lecciones de carpintería.
– Sexto es dócil, pero no espere de él más que tesón -calibró Alio-. Si hay partes de la sillería que no vayan a quedar a la vista sugiero que se las encargue a él. Paulo es más o menos hábil, aunque un poco indisciplinado. Cometerá fallos a menudo, pero se le puede sacar algo de provecho. Casio es totalmente reacio a aprender de esto. Ni le interesa fíi se interesa. Malogrará lo que toque. Pida otro o póngalo a barrer o a mover trastos. Preferiblemente, pida otro.
– ¿Así, sin más?
– Será lo menos contraproducente.
Bálder meneó la cabeza.
– Vaya, Alio. Creía que esto no te importaba.Y ahora me incitas a que me deshaga de un compañero.
– Quien no me importa es Casio -puntualizó Alio, sin tapujos-. Me gano la vida aquí. Lo que me encomiende lo haré lo mejor que sepa, aunque no me muera de ganas de ayudarle a hacer una sillería. Lo uno no tiene nada que ver con lo otro.
– Ya veo. Gracias por la sugerencia. Sigue probándolo, de todos modos.
– Usted manda, pero es trabajo perdido. Hay otros en la obra que sí pueden servir para algo.
– Quiero que Casio no tenga ninguna disculpa si tengo que sacármelo de encima.
– Un propósito poco práctico, si me permite opinar.
– Puedes opinar, Alio, pero yo decido.
– Oh, claro. No sueño relevarle de esa carga, como otros -adivinó, mirando de reojo a Níccolo.
– Ve a descansar. Sigue mañana, desde temprano.Y enseña también a Níccolo.
– ¿Cómo dice?
– Lo que has oído.
– Tendrá que ordenarle que se deje enseñar.
– No hay inconveniente.
Bálder llamó a Níccolo. Su segundo se aproximó reticente, ocultando a duras penas su aversión por Alio.
– Mañana te unirás a los otros. Alio te enseñará también a ti a trabajar la madera.
– Maestro… -inició una titubeante protesta Níccolo. Qué.
– No me pareció que quedáramos en eso, esta mañana.
– Debí de explicarme mal -se inculpó Bálder-. El caso es que somos muy pocos y no podemos permitirnos el lujo de que uno no sepa el oficio.
Justo en ese instante Bálder comprendió que había afrentado a Níccolo delante de su peor enemigo. Lo había hecho sin darse cuenta, porque aquello no era, desde luego, nada que le conviniese. Ni que Níccolo flaquease ni que Alio se creciera.
– En cualquier caso, cuida las formas, Alio -trató de rectificar-. No quiero que nadie olvide que Níccolo es el jefe.
Alio asintió y Bálder reparó en que acababa de infligirle a Níccolo un segundo ultraje. Por crear una complicidad entre los tres frente a los otros y por haber dejado caer que Níccolo necesitaba de su defensa para ser respetado por la cuadrilla. Pero no le apetecía resbalar una tercera vez por tratar de subsanarlo. Que cada uno se acomodara como pudiese.A él nadie le echaba una mano con sus dificultades.
Ahora anochecía más despacio. Bálder miró el atardecer desde su ventana en el anexo del palacio y consumió después su cena. Tan pronto como devolvió la bandeja al pasillo, empezó, involuntariamente, a aguardar a Camila.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, no obstante, supo sin ninguna duda que no era ella. Fue a abrir y no se asombró al encontrar a Horacio, limpio y atildado como jamás se le veía en la obra.
– No estás adecuadamente vestido -le amonestó el escultor-.Vamos a una fiesta.
– Yo no voy a ninguna parte -se opuso Bálder, sin énfasis.
– Tal vez tienes otra cita.
– Tal vez sí y tal vez no. Declinaría tu invitación de todas formas.
– Vamos, maestro. Estás deseando venir.Y no te arrepentirás.
– Dame alguna razón, Horacio.
– Quieres saber qué hay debajo de la piel gris de esta ciudad. Ese es mi mundo. Quieres saber por qué temen a los canónigos. Yo sé qué temen los canónigos. Te mueres por descubrir qué pretefíden unos y otros.Yo puedo llevarte cerca de lo que ni siquiera osan soñar.
– El libro que los canónigos predican propugna la humildad. No parece haberte alcanzado su mensaje.