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– Una excusa insuficiente.

– No me excuso. Si les dejaran, los operarios harían lo mismo.

– No estoy seguro de eso -empezó a decir Bálder, acordándose por alguna singular asociación de Alio.Tanto más singular en cuanto que en ese preciso momento le divisó, a Alio, al fondo de la sala, con una rubia lúbrica colgada del cuello. Su subalterno miraba el techo con profundo estoicismo.

– Algo falla. Aquél es uno de mis operarios -señaló Bálder, aparentando una frialdad que en realidad era el estupor de presenciar las caricias de la rubia sobre el rostro ausente de Alio.

Horacio soltó una carcajada.

– Alio no es un operario -explicó-. Es uno de los espías de los canónigos entre los operarios.

– Entonces acabo de estropearle su incógnito -coligió Bálder, sin salir de su estupefacción.

– No, por cierto -rechazó Horacio-. No te espía a ti, sino a los operarios.

– ¿Y cómo se supone que debo tratarle, ahora que lo sé?

– Como antes.Te obedecerá, trabajará, seguirá espiando y nunca hablará contigo de esto. Forma parte de su tarea. Cualquier otra cosa le valdría el despido. O la degradación a verdadero operario -se mofó el escultor.

Bálder estaba allí, de pie, a la entrada de la sala, procurando asimilar aquel amasijo de impresiones extraordinarias. Habría podido permanecer así durante horas, si Horacio no le hubiera cogido del brazo y no le hubiera ofrecido una manera de adentrarse en el prodigio:

– Vamos a pedir algo de beber.

La mujer gorda escanció en dos jarras lo que entre obscenidades Horacio solicitó para ambos y Bálder no rehusó. Con su jarra en la mano siguió al escultor hasta un sitio vacío entre un puñado de mujeres aburridas que saludaron a Horacio con una vieja confianza.

– Os traigo algo nuevo -les presentó a Bálder.

– ¿Y qué es, esto? -consultó perezosamente la mujer menos agraciada, con una voz estridente que hirió los tímpanos de Bálder.

– Una virgen -aseguró Horacio.

– Tráelo otra vez cuando no lo sea. No queremos responsabilidades -se zafó la que era más hermosa de todas, con diferencia. Bálder observó con codicia su cuello largo, sus cabellos negros, los pechos brillantes que reposaban en paz bajo el entreabierto escote.

Entreteneos un poco con la música, por ahora -les rogó Horacio-. Mi amigo y yo tenemos cosas de que hablar.

– Comprendo por qué estás tan animado esta noche -juzgó altaneramente la venus del pelo negro-.Alguien que no se sabe todavía de memoria todas tus tonterías.

– Vete un rato a la mierda, Octavia -se revolvió Horacio.

– De acuerdo -aprobó la mujer, sin moverse.

Horacio apartó a Bálder de donde estaban las mujeres y le pasó el brazo por el hombro. El extranjero notó con desagrado que a su interlocutor comenzaba a hederle el aliento a alcohol. Una solución para el problema era tragar él también con decisión aquel brebaje en el que hasta el momento apenas se había limitado a humedecer los labios. La admitió como congruente con la imprudencia general de la noche.

El escultor inició un discurso vacilante:

– Esto sólo es el principio. Ahora te maravilla, pero enseguida comprobarás que no es más que la segunda piel, más auténtica que toda esa basura de Aulo amontonando piedras y las pamemas que te cuentan los canónigos, pero una segunda piel al fin y al cabo. Como mucho, y para ser fiel a lo que te decía antes, pon que esto son las tripas, pero sólo el revestimiento exterior.Aquí puede llegar cualquiera, o casi. Si no hubiera sido yo, te habría traído otro, y si yo no hubiera visto la conveniencia de intervenir en tu auxilio, habrías podido convertirte en uno de los borrachos que se pudren aquí. Fin de la historia, y qué poca historia, amigo.

Horacio repuso combustible y prosiguió:

– Te he visto idiotizado por Octavia. Dentro de un mes esa zorra te pedirá que le hagas caso y te entrarán ganas de vomitar. No es nada, un par de tetas y unas piernas sólo largas, nada que hacer frente a las de Núbila, desde luego. Pone cara de espíritu para fingir que no está metida en el barro hasta la coronilla. No hay más, créeme. Hazte ilusiones con ella, disfruta ganándola y déjala atrás, si te gusta. Eso no es malo.Todo enseña y Octavia, antes de hundirse, ha tenido tiempo de aprender un par de cosillas con chispa. Pero no es por eso por lo que estamos aquí. Primero tengo que sacarte de la ignorancia. Después quiero que sepas más que éstos. Tienes condiciones naturales. Tu obstáculo es una deficiente educación.

– Soy extranjero -se defendió débilmente Bálder, ya impulsado más por las sacudidas del alcohol que por las de su entendimiento.

– Una circunstancia intrascendente, o que juega a tu favor, si te empeñas en tenerla en cuenta. Esto es una trama y todos venimos de fuera. Para los canónigos, que viven en la más cobarde teoría, ésa es su ventaja. Para los que hemos analizado el asunto, la ventaja es nuestra, es decir, de los que transportamos en el alma algo más que el deseo de pasar desapercibidos.

Horacio largó a su jarra un trago generosísimo. Se secó la boca con el dorso de la mano y aprovechando el final del movimiento indicó con ella la totalidad de la sala.

– Mira a esta gente. Empezaron como tú, sentándose frente a un canónigo y recibiendo una sarta de recomendaciones y advertencias. Estuvieron un tiempo ateniéndose a ellas, sin pensar en nada más. Un día, alguien les trajo aquí, o a los otros cuatro o cinco lugares semejantes a éste que existen en la ciudad. Al principio este ambiente les intimidó tanto como les fascinaba. Dudaron y dudaron, perdieron el sueño antes de sucumbir y venir por segunda vez. A eso siguió la tercera, la cuarta, la quinta. Comprobaron que no pasaba nada, que no había represalias, tuvieron la intuición de que los canónigos toleraban esta pequeña, diminuta desviación.Y entonces se sintieron aliviados. Durante una época fueron más felices viniendo aquí de lo que lo habían sido al principio. Recorrieron la colección de mujeres, que a su vez los recorrían a ellos como la colección de hombres. Pronto pasó la novedad. Una noche, mientras roncaba a su lado, desnuda, la más bella de la primera fiesta a la que acudieron, comprendieron que habían desembarcado al fin en tierra firme: en la Rutina.

Entre la bruma de una vertiginosa embriaguez, Bálder cazó otra vez, con disgusto, la mayúscula de Horacio. Este se paró para terminar la jarra y abrió los brazos al tiempo que preguntaba:

– ¿Y qué crees que hicieron?

Bálder no se hallaba en condiciones de contestar. No estaba habituado al alcohol y aquella bebida era fuerte como la coz de un mulo.

– Se acomodaron -rugió Horacio-, se dijeron al fin en casa y se hicieron alcohólicos nocturnos para no percatarse de lo bajo que vuelan. Para no sentir la tierra que les rasca la panza mientras se arrastran.

El escultor abandonó la jarra junto a su asiento, en el suelo. Se echó hacia atrás y contempló durante unos segundos el panorama.

– Sí, maestro, esto no es más que un vertedero. Sácale el jugo, pero tú puedes ahorrarte el engaño. Hemos venido y vendremos más veces porque el primer paso siempre va antes que el segundo. No es esto lo que te ofrezco.

– ¿Qué es lo que me ofreces? -se interesó Bálder, con el plano sentido común que a veces también insufla la bebida.

– No puedo decírtelo tan pronto -agitó enérgicamente la cabeza Horacio-. Otro día. No mañana, ni la semana que viene. Antes tienes que pasar por aquí.

– Odio perder el tiempo -alegó Bálder, al azar.

– No vas a perderlo -prometió Horacio, con un brillo maligno en la mirada que descolocó a Bálder-. Y ahora, si me disculpas, voy por más de beber. Volveré a recogerte, pero mientras tanto alguien se ocupará de ti.

Horacio fue tropezando hasta una muchacha morena vestida de verde que le devolvió la sonrisa con menos cansancio que el que habían exhibido las cuatro o cinco mujeres que ahora rodeaban a un Bálder solitario. La del pelo negro le observaba con terco desprecio, demasiado terco quizá para ser auténtico. En todo caso, Bálder no acertó a enfrentar competentemente el fulgor chorreoso de aquellos ojos tan negros como el cabello que caía sobre ellos.

Un minuto después, Horacio se había perdido entre la concurrencia y la muchacha morena vestida de verde guiaba la mano adormecida de Bálder por debajo de su falda. Las yemas de sus dedos le transmitían el reclamo de la piel joven, pero Bálder se sentía disperso y más bien mareado.

Entonces la música cesó por un momento y una ola de expectación recorrió la sala. La percusión, manejada por dos hombres somnolientos que parecían carecer de las fuerzas necesarias para golpear con las baquetas la tripa tensada de sus instrumentos, inició un redoble que presagiaba alguna irrupción especial. La mayoría contuvo el aliento, aunque no pocos continuaron absortos en sus jarras o en las mujeres que tenían encima. Bálder se olvidó por un momento de los trabajos de la muchacha, que seguía intentando atraerle al terreno movedizo de su vientre. Lejos, entre la niebla, vio a Alio. Sostenía con un brazo a la rubia, exhausta y desistida sobre su regazo. Con el otro se llevaba su jarra a la boca. Le miraba, a él, a Bálder, con un asco que tal vez fuese, contra la apariencia, su reacción frente a algo que no era el extranjero ni nada que él hubiera hecho.

El redoble cesó y entró en la pista de arena una mujer descalza, envuelta en ropas semitransparentes. Caminaba con un paso flexible y armonioso. Los músicos comenzaron a tocar música de danza y la mujer, lentamente, fue moviendo su cuerpo hasta acompasarlo a la música. Mantuvo el esfuerzo durante un par de minutos, cometiendo tres o cuatro errores que Bálder pudo advertir. A continuación la música aminoró su ritmo y la mujer quedó inmóvil. Buscando ceremonia, dejando que se le escurriese un poco de hastío, fue retirando las prendas que cubrían su cuerpo, abandonando a la ofensa de la luz sus miembros entrevistos bajo las transparencias del tejido durante la danza. Pronto estuvo completamente desvestida, con la única excepción del tocado que le cubría la cabeza y ocultaba su rostro. Era la sorpresa final. Se lo arrancó con furia, dejando ver unos pómulos carnosos, una boca áspera, unos ojos hostiles resaltados por la fosforescencia de la pintura.