– Si está abierto a escuchar un aviso, no le diga al canónigo que trae prisa por acabar. No es la filosofía de este negocio.
El muchacho andaba con pasos cortos y rápidos, como si temiera que el extranjero pudiera rebasarle. Le condujo por un largo corredor, por una escalera empinada y por una galería en la que la luz plomiza del día invernal apenas si lograba descubrir los retratos que colgaban a grandes intervalos de los muros. Cada cuatro o cinco metros había una puerta de madera negruzca. Al cabo de treinta o cuarenta de estas puertas el muchacho se detuvo y le señaló la que hacía la treinta y uno o la cuarenta y uno. El extranjero dudó un instante y el muchacho musitó:
– Debe entrar ahí.
– ¿Por quién pregunto?
– Le están esperando. Adiós.
El extranjero vio al muchacho alejarse, con su trotecillo peculiar, hasta que desapareció por donde habían venido. Después hizo girar el picaporte y entró en una especie de antesala angosta, pobremente iluminada, en la que distinguió con dificultad otra puerta al fondo y una figura casi invisible a la derecha. Sólo al cabo de unos segundos de mirarla pudo identificarla como una mujer joven. Las lentes y el triste peinado la asexuaban e incluso escondían la singular carnosidad de sus pómulos y sus labios. Pero el extranjero admitió no estar allí para juzgar de belleza femenina; dejó su bulto en el suelo y se presentó:
– Creo que me esperan. Soy el maestro tallista. Ella no aflojó el seco gesto inquisitivo que había adoptado al verle. Haciendo sonar una voz grave, asintió:
– Sí.Aguarde un momento.
La mujer salió de detrás de su mesa y se acercó a la puerta del fondo. Llamó un par de veces con los nudillos y una voz atiplada, que en el oído del extranjero contrastó ridículamente con la firmeza de la de ella, invitó:
– Adelante.
La mujer abrió y desde el umbral anunció:
– Su visita.
– Hágale entrar, Camila.
Camila se apartó para que el extranjero pudiera acceder al despacho. Mientras él pasaba, bajó la vista y se compuso las vestiduras sobre el pecho, innecesariamente. La camisa que llevaba era gruesa y la tenía abrochada hasta el cuello. El extranjero se repitió que no era lo que hiciera aquella mujer lo que más debía preocuparle. El canónigo le esperaba de pie tras un escritorio 'de madera sobrio pero probablemente costoso, al final de una sala con un amplio ventanal que hacía más tétrico el habitáculo de Camila. Era un hombre medianamente alto, medianamente joven, pálido y con una barba negra que resaltaba con fuerza sobre su cutis. Cuando estuvo junto a la mesa, mientras estrechaba su mano tibia y algo húmeda, el extranjero vio escamas blancas sobre los hombros de la sotana de buen corte. También la higiene de la barba le pareció bastante descuidada. Entonces le miró a los ojos, y advirtió que el otro le escrutaba con impúdica fijeza.
– Me llamo Ennius -silbó la voz atiplada-. Bienvenido.
– Gracias -repuso el extranjero, inseguro.
El canónigo le examinó en silencio, de arriba abajo, con aquella insolencia que comenzó a inquietarle. Luegofrotó sus manos y juntó las palmas ante su cara, de modo que los dos índices se apoyaban apenas sobre su labio superior. Súbitamente, preguntó:
– Y a usted, ¿no le pusieron ningún nombre?
– Ah, perdone, creí que… -tartamudeó el extranjero, y aclarando su garganta, informó-: Me llamo Bálder. Se escribe como suena, con be.
– No se esfuerce. Hablo su lengua -se jactó Ennius.
– Tal vez desearía ver la carta del Arzobispo -se precipitó el extranjero.
– ¿Qué carta?
– La del encargo. Se me indicó que la trajera conmigo, por si necesitaba presentar mis credenciales.
– No es preciso -rechazó Ennius, calmoso, echándose hacia atrás-. ¿Qué es lo que pretende hacer, exactamente?
– Bien, lo que pretendo, es decir, mi encargo -dijo Bálder, confundido-; he venido a hacer la sillería del coro, en la catedral.
– En la catedral, desde luego. Interesante.
– Se me dijo que podía haber otros trabajos. Pero lo único concreto era la sillería, por el momento.
– Ajá. ¿Y tiene alguna idea? Me refiero a las líneas generales.
Bálder no estaba seguro de haber comprendido la pregunta. Tampoco sabía si había entendido bien nada de lo que hasta ese instante había dicho Ennius. Provisionalmente, se dejó guiar por su intuición.
– En realidad, sólo tengo algunos bocetos, borradores más bien. Por lo que se refiere a la estructura, no conozco las dimensiones. En cuanto al detalle, he preparado algunos esquemas, pero es algo que suelo ir perfilando sobre la marcha.
Ennius le observaba con una amabilidad remota que debía constituir la más extrema aproximación que su carácter toleraba conceder a un desconocido. Al oír lo último, frunció la nariz. Bálder, por si acaso, precisó:
– Por supuesto, a medida que vaya definiendo todos estos extremos iré sometiéndolos a su aprobación.
– Sí, parece lo procedente -comentó Ennius, distraído-. Tampoco se apure. Nos gusta que los artistas trabajen con libertad, siempre que no olviden que no están decorando un prostíbulo, no sé si me explico.
Bálder no supo qué contestar a aquella abrupta observación. Afortunadamente, Ennius no parecía contar con que lo hiciera. Miró un poco por el ventanal y añadió:
– Ya estoy al tanto de lo que viene a hacer. Ahora hábleme de usted.
– ¿De qué parte? -bromeó Bálder, desorientado. -De la que juzgue más conveniente que yo sepa.
– Bien, compruebo que no hace falta que le diga de dónde vengo -aventuró el extranjero-. Llevo diez años haciendo mi trabajo, encargos religiosos y alguno profano, pero sobre todo religiosos. Mis referencias ya se las facilité al Arzobispo por carta, y de la suya encomendándome el trabajo deduzco que le resultaron suficientes y adecuadas.
– No he puesto en duda su capacidad -observó Ennius, abúlicamente.
– Tampoco quiero sugerirlo. No sé qué más le puedo contar.
– No parece un hombre con demasiadas facetas, si me permite decirlo, Bálder.
– Es posible. Quiero hacer el trabajo y creo que puedo hacerlo mejor que otros. Le ruego que no me considere un impertinente, pero no se me ocurre qué más podría interesarle de mí.
Ennius dejó, tal vez deliberadamente, que una nube de disgusto flotara en su gesto. Bálder supuso que ya había cometido la equivocación que el capataz había vaticinado y temió que el canónigo se pusiera en pie y le echara del palacio. Pero Ennius cambió pronto aquella expresión por una amplia sonrisa, que se abrió despacio bajo su barba sin brillo.
– Quizá necesitemos más. Aunque pueda parecerle lo contrario, no es lo mismo construir una catedral que construir cualquier otro tipo de edificio -le ilustró, con indulgencia-. Los edificios se erigen normalmente en función de su finalidad, es decir, del uso que se pretende darles. La catedral, esta catedral, tiene como razón fundamental la propia obra. Cuando esté terminada, si por desgracia llega a estarlo, tendrá una utilidad muy reducida. Resultará fría y poco habitable, tendrá un volumen desproporcionado a su superficie, será gravoso conservarla. Lo que importa es lo que ahora representa: el esfuerzo, la procura de recursos, la aportación de material, la acumulación de proyectos sobre el proyecto originario, algunos armónicos, otros que no lo son. Ahora la catedral está viva, y nosotros trabajamos para ella pero ella también trabaja para nosotros. Cuando esté acabada, es decir, muerta, sólo nosotros trabajaremos, y ella habrá dejado de servirnos. No sé si me entiende, Bálder. A usted parecen interesarle los fines, pero la catedral sólo vale lo cerca que está del principio.
Bálder comprendió que había hablado demasiado. Mientras escuchaba el discurso del canónigo, lamentó su manejo inexperto del idioma, al que acaso debiera no haber sabido encubrir su indiferencia por el empeño de levantar el templo. Dedujo que más le convenía permanecer callado, aun a riesgo de otorgar.
– Va a permitirme que le haga una pregunta personal, Bálder -continuó Ennius-. ¿Cree en Dios?
Ahora tenía que mentir o decir la verdad. Podía tratar de eludir la respuesta, pero acaso friera aquélla, ante Ennius, la forma menos recomendable de elegir entre las dos opciones. No tenía fuerzas ni aplomo para mentir, y sin embargo, lo hizo:
– Aproximadamente, sí.
Ennius abrió los ojos de un modo bastante ostensible. Bálder había logrado despistarle. En su respuesta sólo había un átomo de verdad, aquel aproximadamente. Tan escaso asidero le había ayudado a cambiar con naturalidad la negativa por la afirmación.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Que creo pero no acierto a adivinar cómo es, ni lo que desea de nosotros, si es que desea algo -improvisó Bálder.
Ennius meditó un instante. Se mesó la barba con energía algo excesiva y opinó:
– Me cuesta decirle que me conforta, pero creo que se requieren mejores pruebas antes de rechazar a un hombre.
– Me intranquiliza. No era consciente de estar jugándome tanto -rió Bálder, con temeridad.
Ennius borró su sonrisa y se movió en su asiento, como si le hubieran cógido a contrapié.
– Yo no puedo decidir eso -puntualizó-. Si llega el caso, me limitaré a proponer lo que estime oportuno. Tengo superiores a los que debo obediencia.
En ese momento Bálder supo que Ennius no se contaría entre sus partidarios, pero también supuso que no se atrevería a atacarle de frente. Probablemente fiaba la suposición a la carta que había traído consigo y que sólo un sujeto sin responsabilidades había pedido ver. Desconocía qué instrucciones habían sido cursadas con motivo de su llegada, y desde qué instancias habían partido. Pero Ennius debía de estar al corriente de ellas y era significativo que no se condujera a su antojo. Más sereno, el extranjero se propuso guardar la prudencia que ya había descuidado un par de veces aquella tarde.