Выбрать главу

– ¿Y por qué se retiró Pólux?

– Si quieres saber eso tendrás que preguntárselo a él mismo. El es el único guardián de ese secreto. Por si acaso, no sientas la tentación de preguntar a Horacio. Aunque lo ignore, no tendría inconveniente en inventar alguna patraña un poco llamativa.

– ¿Qué significa eso de que era el rey?

– Todos iban donde él iba, rechazó una por una a las mejores mujeres, seleccionaba a quienes le apetecía y lograba que todos envidiasen a sus favoritos.Y sobre todo, a quien gozaba de su confianza lo acercaba al otro lado.

– ¿Qué otro lado?

Núbila recibió con regocijo la interrogación de Bálder.

– Así que Horacio no va muy deprisa, todavía -coligió.

– No entiendo.

– El otro lado es el señuelo preferido de Horacio.Ya suponía que no te había contado mucho, pero me extraña que ni siquiera te lo haya mencionado.

– No me ha mencionado nada, ni sé de qué diablos hablas.

– No te impacientes. Horacio va a acercarte allí. Pero dudo que él pueda lo que podía Pólux. Él es allí un intruso al que sólo toleran por su desfachatez. Pólux había entrado, era su terreno. Ten esto presente cuando tengas que valorar lo que te prometa Horacio.

Bálder asimilaba apenas las revelaciones de Núbila. Sin embargo, la propia facilidad con que el andrógino se le confiaba le animaba a avanzar deprisa, más de lo que le permitía su comprensión:

– Tú estuviste allí.

– ¿En el otro lado? Sí. Una vez. Y juré no regresar. Incluso dejé de tratar a Pólux, que me distinguía con su afecto.

– ¿Por qué?

Núbila respiró hondo.

– Por la razón más sencilla -declaró-. Temí que si regresaba acabaría conmigo.Y yo no buscaba acabar. Apenas estaba en el comienzo.

– No ha acabado con Horacio.

– Por ahora. Cualquier día le ocurrirá. Cuando se cansen de él.

El extranjero sacudió la cabeza.

– ¿Pero qué es el otro lado? ¿Qué hay allí?

– Apenas me enteré -confesó Núbila, encogiendo los hombros-. Lo único que vi con claridad fue el peligro. Si de verdad quieres averiguarlo tendrás que ir tú.

– No quieres hablar.

– No. Pero aunque hablase durante horas sería poco más lo que podría transmitirte.

– Por eso no volviste a salir por la noche.

– Después de rehuir el otro lado, la tierra de nadie tenía poco que ofrecer. Mi existencia es ahora coherente, al menos. Durante el día me enfrento con la piedra con toda la dignidad de que soy capaz. Por la noche medito sobre lo que haré al día siguiente. No hago daño a nadie y nadie puede hacérmelo a mí. Si fuera donde Horacio te lleva por las noches todo sería distinto, a pesar de mis intenciones. La tierra de nadie está llena de trampas. En unas se cae y en otras se hace caer a otros. Es ineludible.

Bálder estaba completamente perdido. No obstante, en medio del desorden que reinaba en su cerebro, arriesgó una suposición:

– El otro lado acabó con Pólux.

– Es patente que no vive su mejor momento -bromeó el andrógino-.Aparte de eso, no me consta si está acabado o no. Hace años que no cruzamos una palabra, y él ha vivido muy lejos de donde yo vivo, por así decir.

Núbila había terminado de comer y se levantó de la mesa.

– Por cierto -anunció, cambiando bruscamente de asunto-. Tengo algo para ti. He destruido el túmulo, a excepción de la cabeza. Cumplo mi compromiso. Puedes ir a cogerla cuando gustes.

El extranjero mostró con torpeza su gratitud:

– Ah, sí, la guardaré como merece. Enviaré a alguien para que la recoja, esta misma tarde.

El tiempo discurría y Bálder resbalaba hacia su destino o como hubiera que llamarlo. Una noche, mientras desenredaba los lacios cabellos de la muchacha de verde, la que Horacio le había enviado en su primer descenso a los subterráneos, Octavia hizo acto de presencia junto a su mesa. Llevaba ropas negras, brillantes. Entre ellas y la frondosa cabellera, su rostro y su cuello parecían estar hechos de yeso. También sus brazos, descubiertos hasta los hombros, eran de una blancura hiriente. Bálder jugó a sostener aquellos ojos tenebrosos, y auxiliado por la bebida que había tomado en cantidad inmoderada, tuvo algún éxito. La helada belleza de Octavia empequeñecía, hasta hacerla desaparecer, la escasa influencia que a aquellas alturas ejercía en el extranjero la muchacha de verde, cuyo nombre, por cierto, siempre olvidaba. Algo debió de captar ésta, porque enseguida alzó la cabeza, apartando sus cabellos del anodino agasajo de los dedos de Bálder. Al ver a Octavia, miró a Bálder y al fondo de la sala, desde donde Horacio vigilaba los movimientos de su pupilo, y se esfumó sin ruido.

– Te aburres -estableció Octavia, con la inapelable dureza de su voz.

– ¿Qué te hace pensarlo? -repuso Bálder.

– No te han dado lo que te hace falta.

– Estás en lo cierto. ¿Tienes alguna idea?

– Algunas.

Bálder largó un buen trago a su jarra. Porfiando por que no se le trabase la lengua, dijo:

¿Puedo saber qué he hecho para merecer tu atención? Disculpa si parezco un poco atontado. No te halagará si menciono que eres la mujer más formidable entre las que hay por aquí.

– Nunca sobra oírlo. He tardado en arreglarme.

– También lo pregunto porque la otra vez que te tuve tan cerca no me hiciste abrigar más esperanza que la de que algún día me escupieras.

– Soy arisca con los extraños. Sobre todo con los que vienen con Horacio y es la primera noche que me ven y creen que soy una pieza más de su colección. Porque te habrá dejado caer que soy una pieza más de su colección.

– No ha sido tan explícito al respecto.

Octavia se acomodó junto a Bálder. Su olor era intenso, un perfume áspero y sin dulzores.

– Horacio colecciona muchas cosas.

– Ya lo he oído.

– Colecciona hombres y mujeres. A los hombres los apunta cuando ha conseguido meterles en la cabeza sus delirios.A las mujeres cuando ha conseguido meterles, bien, no es preciso que sea grosera para que lo cojas.

– Y a ti te ha…

– Claro que sí. Varias veces, y las primeras de buena gana, porque al principio Horacio se las arregla para caer efí gracia y yo tengo una juventud que gastar. Luego pierde su atractivo. Ahora sólo me consigue cuando tengo ganas y me da igual quién lo haga. Pero eso le basta para alimentar su ilusiófí. Tampoco me importa, si le ayuda a vivir.

Bálder asintió, empujando hacia su estómago, como una bocanada de fuego, otro sorbo generoso del brebaje que aún quedaba en su jarra.

– ¿Qué es lo que más te gusta de mí, maestro? -le provocó Octavia, echándose hacia atrás y dejando que la puntiaguda solidez de sus pechos mantuviera alzada la tela de sus vestiduras.

– Lo cierto es que me faltan elementos de juicio -balbució Bálder-. Tienes unos bonitos ojos, ahora que me dejas contemplarlos.

– No me refiero a eso.

– Si te refieres a otra cosa, me gusta todo lo que puedo adivinar.

– ¿Y qué es lo que no adivinas?

– Lo que no te adivino es el alma.Y no voy a empeñarme.

– Me defraudarías. Durante el día tomo al dictado las interminables masturbaciones teológicas de un canónigo decrépito acerca del alma. En los descansos me aprieta los pezones con sus manos temblorosas, tirándome pellizcos que no puede controlar. Ha llegado a hacerme sangre, el muy puerco.

– ¿Son así todos los canónigos?

– No es cuestión que me atormente. Soporto al mío y punto. Las preguntas a Horacio.Yo no insinúo a nadie lo que tiene que pensar.

– No me quejaré porque no lo hagas.

Al llegar a este punto, Octavia escrutó minuciosamente a Bálder, completando en silencio su diagnóstico. Acaso para redondearlo, consultó:

– ¿Eres escultor?

– No.Tallista.

– ¿Y eso qué es?

– Tallo madera.Voy a hacer la sillería del coro.

– Ah, los asientos para los canónigos. ¿Tanto mérito tiene?

– Tanto como qué.

– Tanto como para que no des la sensación de ser uno más de estos imbéciles.

– Soy extranjero. Quizá te choca el acento.

– A mí no me preocupa nada lo que hablas. Nunca te había escuchado hasta hoy, y habría podido sobrevivir sin ello.

Bálder había introducido la mano bajo la falda de Octavia y exploraba la suave firmeza de sus muslos desnudos.

– ¿Me permites sólo una pregunta, Octavia?

– La última.

– ¿Te da igual quien lo haga esta noche?

– No. He soñado contigo. Me dolía. Y te confesaré algo: hace años que no me duele.

– Gracias -farfulló Bálder, al azar.

Octavia detuvo su mano y le clavó una mirada de ménade, al tiempo que exigía:

– Eso no basta. Gánatelo.

Algunas horas después, cuando salia de una habitación que se hallaba en alguna parte del edificio anexo al palacio, llevando aún en la retina la impresión de la larga y musculada desnudez de Octavia y en sus oídos la ferocidad de sus susurros, Bálder se topó con Horacio, que aguardaba en la oscuridad del corredor.

– ¿Cómo ha ido? -interrogó el escultor.

– Como lo preví, en líneas generales.Tal vez más violento -resumió Bálder, exánime.

– A Octavia le sobra la fuerza. Es una enfermedad que mata a muchos y que a ella la matará también.

– Está totalmente desquiciada. Una lástima.

– Yo he llegado a acariciar la posibilidad de cortarle algunas partes del cuerpo. Por desgracia, se pudrirían separadas de ella. La naturaleza se permite caprichos incomprensibles.