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– No quiero que malinterprete esta conversación -trató de ordenarse Ennius-. No estoy haciéndole un examen de ingreso, porque ya ha sido aprobada su incorporación a la obra y no me compete revisar esa decisión. Intento conocerle y transmitirle el espíritu que anima el trabajo de todos nosotros. Se espera de usted que participe de ese espíritu, porque esto no es la mera ejecución de un proyecto arquitectónico. No podemos exigirle que capte a la perfección el sentido de la catedral nada más llegar. Nadie lo ha hecho. No obstante, confiamos en que pronto estará comprometido con ese sentido que nos impulsa a los demás. Si no es así, mi obligación será informar a quienes tienen atribuciones para evaluar su conducta, y no le oculto que recomendaré sin contemplaciones que se le expulse.

– Le agradezco su franqueza. Confio en que podré demostrarle que merezco la oportunidad que me han dado.

– ¿En todos los aspectos? -preguntó el canónigo.

– En todos. No he defraudado a nadie, hasta ahora.

– Es usted orgulloso, Bálder. Pero en la catedral no basta con la destreza en el arte. Hace falta una cierta convicción acerca del arte, y si no la trae tendrá que ganársela.

– Puedo sudar todo lo que haga falta.

– Tal vez no sea cosa de sudar. Tal vez no pueda tenerla nunca.

– Si le parece, ésa será nuestra apuesta.

Ennius aceptó en silencio el reto y, algo más relajado, se tomó la licencia de reconocer a su interlocutor:

– Me asombra usted. Nadie sale por donde usted ha salido. Estoy acostumbrado a que los recién llegados me mientan tan insensatamente como para aconsejar su despido inmediato, a que me mientan de una manera lo bastante razonable como para prever que podrán contribuir con provecho a la obra y a que me digan la verdad con más rutina que mérito. No acabo de precisar cuál de las tres actuaciones habituales ha desbordado usted, y eso me fuerza a esperar. Presiento que no vamos a aburrirnos con su presencia, aunque no debería desear notoriedad. Ésta es una empresa complicada. Tal vez no convenga que demasiadas miradas confluyan en uno. No me entienda mal, pero una de ellas puede ser la del diablo.

– Sinceramente, creo que se equivoca conmigo -protestó Bálder, inquieto con la dudosa distinción que el otro le auguraba-. Cuando dije que no le defraudaría no prometía tanto.

– Si no tiene inconveniente, sería oportuno que fijáramos ahora algunos detalles prácticos -observó Ennius, cambiando bruscamente de asunto.

Como guste.

Ennius sacó una especie de cuaderno de tapas negras y duras. Cogió entre el índice y el pulgar el cordón rojo que dividía en dos montones casi iguales las páginas del cuaderno, lo colocó trazando su diagonal y lo abrió ceremoniosamente, cuidando de no dañar la esquina de la hoja. Buscó en el otro extremo de la mesa una pluma larga y de apariencia ligera y se acercó un tintero de cristal algo aparatoso.

– Veamos -comenzó-. ¿Conoce su salario?

– No con exactitud. Planteé mis exigencias y nadie me dijo nada, así que me he atrevido a interpretar que pueden ser atendidas por el Arzobispado.

– Seguro que sí. ¿Cuatrocientos por semana son bastantes para satisfacer sus expectativas?

– No me conviene reconocerlo, pero resulta incluso generoso.

– No se preocupe. Me alegra que progresemos deprisa. ¿Qué otras cosas necesita?

– He estado viendo las obras. Por el estado en que están, creo imprescindible que se me habilite un taller para trabajar. No puedo hacerlo en el interior del templo.

– ¿Qué quiere decir? ¿Está sugiriendo acaso que la catedral se encuentra en malas condiciones?

– Para hacer mi trabajo sí -insistió Bálder, perplejo por tener que reiterar algo tan manifiesto.

– Explíquese.

– He podido observar que el coro está construido, e incluso bastante bien acabado. Pero la catedral no tiene techo, sus muros están a medio alzar y la labor de albañilería en una fase crítica. No puedo trabajar allí, salvo que quieran malgastar madera y tiempo.

– Si necesita que cubramos la zona ordenaré que le hagan un entoldado.

– No es sólo eso. La humedad entraría igual, y tampoco me soluciona el problema del polvo, del cemento, ni evita el riesgo de que todo se deteriore mientras terminan la nave.

– Le haré una nave de lona, aislaremos el coro del resto de la obra. Usted supervisará los trabajos para que no quede ningún resquicio por donde pueda estropearse su sillería.

– Con todo respeto, no me parece una buena idea.

– Pues tendrá que atenerse a ella. Hay una cosa que debe anteponer a todos sus reparos. La catedral es una obra única, un conjunto indivisible de esfuerzos y voluntades. Si en ella hace ahora frío o golpea la lluvia, nada deseable puede hacerse sin lluvia y frío. Preferimos que sus tallas pierdan calidad a que se desvinculen del resto de la empresa.

Bálder no estaba en disposición de oponerse, pero se quejó:

– ¿Se da cuenta del precio que puede tener que pagar? Hablo de que todo se eche a perder.

– No se torture por las finanzas del Arzobispado. Tendrá madera y su salario aumentará regularmente.

– ¿Y el tiempo? Habrá que desmantelar lo que se arruine, rehacerlo.

– Lo repetiré en atención a su poca experiencia entre nosotros, Bálder. El tiempo que puede perjudicar a la catedral no empezará mientras la obra dure.

Bálder aceptó que debía reservarse u obviar sus reflexiones. De paso, quería entender lo que Ennius predicaba con testarudez, para dilucidar si más valía regresar a su tierra o si cabía buscar un modo de convivir con todo aquello. Pero si no le parecía sencillo, tampoco evitó recordar que la opción del retorno, después de un par de infortunios y algunas culpas, le estaba vedada, y acaso para siempre. Por el momento carecía de alternativa. Así que, aunque Ennius no necesitaba su asentimiento, se lo entregó:

– Si usted asume los riesgos, no veo qué objeciones me quedan -declaró, mordiendo las palabras.

– Tampoco se lo tome así, Bálder. Acéptelo como un desafío. Estoy seguro de que le gustará trabajar en la catedral. A todos acaba atrapándoles.

Bálder recordó los juramentos del capataz, pero antes de decidir si Ennius era un mentiroso o un idiota, reparó en el verbo que había empleado en su última frase y temió que fuese un canalla. De pronto le daba igual transmitirle adecuadamente sus necesidades de material y operarios, sólo quería salir de aquella habitación y perder de vista los hombros salpicados de caspa y la barba sucia, los ojillos pertinaces y la tez entre pálida y amarillenta. Disimulando a duras penas su disgusto, preguntó:

– ¿Cómo arreglo lo del entoldado?

– No se preocupe -dijo Ennius, con suficiencia-. Cursaré instrucciones urgentes al capataz. Paralizaremos los demás trabajos mientras le cubren el coro. Tendrá una lona impermeable y delimitaremos su área de trabajo para que los demás no le estorben. No ponga esa cara de incrédulo. Sólo queremos que esté en la catedral, no se trata de amargarle la vida. ¿Cuántos ayudantes necesita?

– Para empezar, es decir, para limpiar la zona y trasladar el material, me bastará con tres o cuatro. Luego querría disponer de unos diez. No es necesario que todos sean finos ebanistas, pero me servirá de poco el que no sea buen carpintero.

Ennius interrumpió el dibujillo que estaba haciendo en una esquina del cuaderno y soltó un breve soplido. Gravemente, explicó:

– Tendrá toda la madera que quiera, Bálder, pero por lo que se refiere al personal deberá moderar sus aspiraciones. Por fortuna, el Arzobispado dispone de recursos económicos abundantes. Con eso basta para el material. Pero las personas que podemos emplear en la construcción son un bien escaso. No podemos dejar que cualquiera entre en ese recinto. De un operario no se espera lo mismo que de usted, pero sí más de lo que puede esperarse de una persona corriente.

Bálder oyó aquello con cierto estupor, fresca como estaba en su memoria la imagen de quienes poblaban la obra. Renunció a protestar.

– ¿Cuántos me da, entonces?

– Cinco, desde el principio. Desde mañana.

– ¿Son carpinteros?

– Serán lo que haga falta.

– Ya veo.

– Tenga fe. Se trata de hacer una catedral. ¿Y la madera?

– Pídala directamente al capataz. La tendrá enseguida. Por eso no se preocupe. La archidiócesis posee muchos bosques.

– Tanto mejor. Si le parece hablaremos de otros detalles cuando tenga las medidas tomadas y los primeros planos. ¿Cuántos asientos ha de haber en el coro?

– Ciento treinta y cinco. En tres niveles.

– Tres por tres y tres y cinco -descompuso el extranjero, abstraído en la cuenta-. Podrá arreglarse, seguramente. Una última cosa. Llevo conmigo las herramientas más delicadas, pero necesito otras, para mí y para mis ayudantes.

Le diremos al capataz que ponga a su disposición nuestro almacén. ¿Algo más?

Bálder titubeó un instante. Aunque no le seducía recurrir a Ennius para aquello, tampoco vio qué podía perder. Al fin, dijo:

– Sólo querría pedirle ayuda para solucionar un pequeño problema de intendencia personal. Me refiero a mi alojamiento. Al menos por esta noche. Mañana puedo buscar más despacio.

El canónigo sonrió cálidamente.