– ¿Me sugieres que vaya a ver a Horacio y le pida que me lleve a la próxima reunión? Me la han quitado, Núbila. Te engañaría si te dijera que la quería más de lo que quiero mi propio pellejo, pero se la jugó por mí. Algo tengo que hacer, cualquier cosa antes que volver allí como si nada.
Núbila apartó la vista de donde Bálder pudiera encararla.
– No deseo que vayas allí. Pero vas a tener que hacerlo, si ella lo desea.Yo soy un desertor y no puedo imponer mis deseos a nadie. Ella, en cambio, manipula los actos de los que caen en su red.
¿Y yo he caído en su red?
– A estas alturas, no veo cómo podría contestar que no.
– Así que me aconsejas que me rinda.
No te aconsejo nada. Temo que tendrás que ir. Lo que hagas allí, rendirte o lo que sea, dependerá de tus fuerzas, de tu astucia, de la suerte.
Me niego, Núbila.
Sólo por ahora. Irá más lejos, si le hace falta. A Núbila le temblaban las manos.
¿Tienes miedo? -escarbó Bálder.
Naturalmente. Lo tuve sólo con verla. Pero eso no debe importarte.
No tengo derecho a arruinarte lo que tienes. Vete, Núbila. Me las arreglo solo.
Cualquiera tiene derecho a arruinar lo que yo tengo -otorgó Núbila, con amargura.
– Si no me dejas alternativa, seré yo quien se aparte de ti -aseguró Bálder.
Eso no puedo evitarlo, aunque me entristecería. No lo comprendes, Bálder. Haber estado aquí sentado, mientras alguien sospecha lo que no me conviene, por utilizar la frase de Aulo, es un buen pedazo de lo poco que podré llevarme.
– ¿Llevarte adónde? No seas estúpido.
– Llevarme al momento en que el miedo lo llene todo. El tiempo es una ilusión.Ya te conté que al principio se me hacía largo y que después se me hizo demasiado corto. Con este tiempo que ahora me resbala entre las manos, tanto da atrasar o adelantar el final. En cualquier caso será pronto y será de noche y estaré asustado. Estoy peleando por tener algo que recordar. He desperdiciado los mejores años. No me fastidies cuando estoy tratando de corregirlo -y añadió, con calor-: No te cuides de mí. Cuídate tú, que todavía estás a tiempo.
Bálder asistía perplejo a la encarnizada retractación de Núbila, dejando por instantes de oír sus palabras. Veía sólo cómo arremetía contra su esmerada rutina, prescindiendo de todo miramiento para con el hecho de que aquella rutina había sido la defensa que él mismo se había procurado. Protestó contra esta insensibilidad, no contra los argumentos de Núbila:
– No puedes hablar en serio. Tú has estado aquí durante años, siguiendo tus reglas. Las que yo sigo, si existen, sólo me han servido para que en unos meses esté al borde de la catástrofe. Soy yo quien debería enmendarse. Si estoy tan loco como para no hacerlo, a ti no te corresponde más que desentenderte.
Núbila se puso en pie.
– Creo que la discusión está agotada. Si juzgas que eso es lo que debes hacer, siéntate mañana a comer solo.Yo me sentaré en esta misma mesa.
El andrógino echó a andar, pero a los dos pasos se detuvo.
– En otra cosa estamos en desacuerdo -dijo-. No creo que haya ninguna catástrofe rondándote, por ahora. Si así fuera, te habrían hecho desaparecer con la mujer. Quizá eso habría sido lo corriente. No te subestimes. No dejes que te vaticinen el futuro por las experiencias de otros.Tú vas a sobrevivir a lo que ninguno ha sobrevivido.
– Ignoraba que fueras aficionado a la profecía. -Soy aficionado a la conjetura, que es más humilde. Aun así, no erraré por mucho.
Durante los días que siguieron, Bálder no reunió el coraje o la integridad necesarios para irse a un rincón solitario a despachar el almuerzo. Siguió sentándose con Núbila, y éste lo recibió cada mediodía. Volvían a charlar sobre las cuestiones de que habían charlado antes de Horacio, antes del otro lado y de Náusica, antes de la conquista y la pérdida de Camila.
Sin embargo, a medida que transcurrían las jornadas de trabajo en la obra y las noches de soliloquio en su celda, el extranjero fue perdiendo pie. En el coro mantenía la compostura, abstrayéndose en la labor y el gobierno de sus hombres. Su arte había regresado a la monotonía, pero no hasta el extremo de avergonzarle. La cuadrilla le prestaba el apoyo suficiente y le planteaba las dificultades justas. Pero por la noche empezó a corrompérsele en el pecho el odio que no había desahogado cuando estaba en sazón, y aunque su propósito de no regresar al otro lado era firme, por su cabeza rondaron tentaciones de abordar a Horacio y obligarle a que lo llevase ante Náusica. Una vez que estuviera frente a ella, vacilaba al tratar de establecer qué era lo que debía hacerse. Unas noches apartaba a puñetazos a los canónigos, espantaba a sus cortesanas y le tiraba las manos al cuello para estrangularla. Otras se aproximaba por detrás y dibujaba con uno de sus útiles de tallar un relámpago rojo en su garganta. Algunas, más aturdidas, la asediaba con paciencia y lograba ultrajarla como a una res, aullando de perversión.Todas estas fantasías deambulaban por las regiones más tenebrosas de su mente sin que él fuera capaz de sujetarlas, como el esparcimiento incontrolable de la bestia que había reprimido cuando había tenido el pálpito de Horacio entre sus manos ávidas de seccionarlo. Soportaba las alucinaciones con estoicismo, degradándose mientras las daba a luz y luego al sofocarlas en la humareda de sus renuncias. Cada noche, tras dilapidar todas sus energías en aquel involuntario ejercicio, tenía menos claro qué era lo que la razón aconsejaba. Había abierto una tregua, había consentido un repliegue, con el solo objeto de rearmarse.Y ahora se encontraba tendido de bruces en medio del vacío, sintiendo aquellas ínfimas secreciones de su conciencia fluir como una baba que le colgara de la boca.
Finalmente, una noche, optó por vestirse y echarse a la calle con el cálculo de sumergirse en alguno de los subterráneos. En la ciudad siempre desierta le esperaba una fría y calmosa noche primaveral. Caminó por la plaza sin volverse a contemplar la masa negra del palacio a su espalda y se internó por las callejas. Hubo de darse con dos puertas cerradas antes de hallar una que respondiera a su llamada. Al otro lado del umbral apareció un hombre barbado que le identificó y le franqueó el paso. Mientras descendía hacia la sala, recordó que aquél era el lugar al que Horacio le había conducido la primera noche, cuando había iniciado su envenenada cadena de encantamientos y decepciones. En la sala había la moribunda animación de otras veces. La noche estaba avanzada y abundaban los borrachos desplomados sobre las mesas. Los músicos obligaban a sus instrumentos a expulsar unos gemidos que no eran música, sino la lamentación por haber olvidado lo que la música había podido ser alguna vez. La mujer gorda que administraba el alcohol creía la noche lo bastante gastada como para vaciar en su estómago una de las garrafas, con el objetivo indudable de caer derribada ella también sobre el mostrador. Bálder la interrumpió para proveerse de su ración de tóxico y ascendió hasta una mesa vacía. Desde allí observó el panorama. No localizó a nadie. No estaba Horacio, ni Octavia, por quien acaso había acudido allí, en ominosa solicitud de alguna sucia escaramuza de imposturas recíprocas. Inconsciente y con la boca abierta vio a la amiga de Octavia que había preguntado quién era Bálder la primera noche, la que esa primera noche y ésta tal vez última era con distancia la más inmunda de todas las mujeres que había allí. Por un segundo, aprovechando un nublamiento pasajero debido al alcohol, sopesó la idea de ir a despertarla y averiguar hasta qué abismos podía bajar con ella. Pero le detuvo un doble descubrimiento. En lo más alto de la sala, solo ante su jarra y pendiente de lo que él hacia, estaba Alio. Abajo, también sola a causa de la capitulación de su acompañante, que roncaba sobre la mesa, vio a la mujer que había reemplazado a Camila en la antesala de Ennius. Levantó la jarra en dirección a Alio, que no brindó, y se encaminó hacia la mujer. Cuando llegó a su mesa retiró el cuerpo del hombre y se sentó junto a ella.
– ¿Cómo te llamas? -balbució, sin mirarla.
– Leda -titubeó ella.
– Muy bien, Leda. ¿Cómo te trata Ennius?
– No me quejo.
– ¿Es sórdido?
– ¿Cómo?
– Nada. De repente me acordé de algo. ¿Te gusta esto?
– ¿Y a ti?
– ¿Tú qué dirías?
– Yo no diría nada -se encogió de hombros Leda. Tenía unos hombros estrechos, mates, sin el relumbre turbador de los de Octavia. Era una mujer recta, mal vestida, pintarrajeada como un jilguero. Podía poseer alguna especie recóndita de belleza, como cualquier mujer si es que lo era en realidad. Pero Bálder no estaba dispuesto a esforzarse por desenterrarla. La aceptaba así, grotesca e indeseable, escasa y desabrida como su fortuna.
– No te cansas en balde -apreció el extranjero.
– Nunca.
– Y si merece la pena, ¿te cansas?
– ¿Por ejemplo?
– Imagina que alguien te ofreciera su vida.
– ¿Eso vas a hacer?
– En determinado sentido.
– Y olvidándose de ella, agregó-: Que probablemente no comprenderías.
– Pues no acaba de atraerme.
– Te lo enseño fuera -prometió Bálder, apurando la miseria del momento.
– Estoy bien aquí.
Aquello era la culminación de algo.Aquello: que aquel espantajo le despreciara. Podía sentarse allí y mirar alrededor, comprobando la lodosa consistencia del suelo. Podía plantarle cara, ganarla con el sudor que no derramaría para salvarla de ninguna muerte. Por alejarse de estos pensamientos, la acorraló: