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– No te valdrá rechazarme.Vendré mañana por ti, esperaré toda la noche y si no consientes te seguiré hasta tu alojamiento. Forzaré tu puerta y entonces me suplicarás que te perdone. Pero no te perdonaré.

– Yo no vendré mañana, y todo arreglado -se zafó la mujer, aburrida.

– Te seguiré esta noche.Todo será esta noche. El mundo se te ha acabado esta noche. ¿Entiendes? -gritó.

Leda se arrugó como una florecita minúscula a la que le hubiera caído encima, de golpe, toda la fuerza corruptora de un furioso otoño. Bálder comenzó a acariciarla, apretó su cuerpo, violó sus labios, hasta que notó o soñó que ella se entregaba. Entonces se separó de golpe y la conminó:

– Vámonos de aquí.

Salió con Leda de la mano, y al pasar a la altura de Alio se percató de una mínima variación en su mueca permanentemente escéptica. Durante toda la noche, mientras se afanaba por lisiar a aquella muchacha que nunca le había ofendido, no pudo sacudirse de la cabeza el gesto de su dudoso subordinado, aquel segundo en que el escepticismo había descendido hasta la conmiseración.

Al día siguiente, temprano, Aulo fue a anunciarle:

– Ennius quiere verte otra vez.

– ¿De qué se trata? -inquirió Bálder, con la desgana de la falta de sueño.

– No me dijo. Está nervioso. Todos están nerviosos. Me han pedido que limpie. Como si pudiera limpiarse esto. Algo nefasto va a pasar. Quizá contigo sea más explícito.

Bálder recogió sus últimos dibujos. Contra lo que había hecho hasta entonces, la mayor parte de ellos estaban tomados, o sea, copiados, de lo que había tallado previamente en la madera. Era un recurso para no ir con las manos vacías.

Leda, al verle entrar en la antesala de Ennius, tuvo un sobresalto. Luego debió de caer en que el canónigo la había advertido de que él se presentaría y se aprestó a cumplir con el procedimiento introductorio. Ennius tampoco se entretuvo.

– ¿Qué es eso que trae ahí? -le espetó apenas Bálder se acomodó ante su mesa.

– Son los últimos dibujos. Los traje por si tenía interés en echarles un vistazo.

– Sí, claro. Démelos.

Mientras examinaba los dibujos de Bálder, con menos parsimonia que la otra vez, le fue refiriendo:

– Le he hecho venir porque ha ocurrido algo imprevisto y bastante poco común, por otra parte. Se ha organizado una visita de inspección a la obra. Como ya le anticipé, yo quería haber ido, solo, para que pudiera mostrarme con calma lo que ha hecho hasta ahora. Pero se nos han adelantado: mañana, una comisión encabezada por el canónigo Gracchus girará una inspección general. Es improbable que se proceda a una revisión meticulosa de todos los trabajos, pero la sillería les es desconocida a todos y no descarto que se tomen un especial interés en ella.

– Si lo desea puedo enseñarle todo hoy mismo. Aunque los hombres están trabajando y puede haber algo de suciedad, el coro está en condiciones de ser visitado -propuso Bálder, sorprendido por las noticias y por la inusual agitación de Ennius.

– En otras circunstancias, podría ser una buena idea. Pero hoy prefiero no robarle ni un segundo de más. Precisamente le llamaba para que me informase de cómo estaba todo y para rogarle que despeje aquello hasta donde sea posible.

– Haré que interrumpan la labor y que todos se pongan a limpiar.

– Que lo tomen con ganas. Gracchus ha asumido en fecha reciente la supervisión general de la obra. Eso significa que todavía tiene intacto el entusiasmo.

– Yo creía que todos los canónigos tenían intacto el entusiasmo -alegó Bálder, con imprudencia.

Ennius no concedió importancia a la ligereza del extranjero. De pasada, al tiempo que profundizaba en los pormenores de uno de los dibujos, le reprochó:

– Reserve sus sarcasmos para otra ocasión, Bálder. ¿Qué diablos es esto?

– Qué.

– Esto.

Ennius le tendió una hoja de papel en el que marcó dos puntos con sendas percusiones de su dedo índice. Bálder observó lo que el canónigo le señalaba. Seguramente había sido un descuido imperdonable traerse aquello. Sin alterar el semblante, inventó:

– El murciélago es un motivo muy usado, por la simetría y por la peculiar combinación de líneas curvas. Representa la noche, el reverso del resplandor divino, la sombra que atenaza al pecador. Lo otro es una doncella que se mira al espejo. Simboliza la vanidad humana.

– El murciélago flota airosamente sobre la escena. La doncella es hermosa. Parece algo confusa la finalidad ejemplarizante de la composición.

– Le puedo jurar que los he tallado sin ninguna simpatía por lo que representan.

– ¿Ha tallado esto ya?

– Bueno, sólo una prueba.

– Destrúyala -impuso Ennius, sin contemplaciones, devolviéndole el resto de los dibujos.

– Está bien -asintió Bálder, sin el menor propósito de obedecer a Ennius.

– Vuelva a la obra y encárguese de que todo esté como es debido. Quien mañana va a inspeccionar su tarea tiene facultades para complicarnos mucho la existencia a ambos. Hasta aquí nuestras relaciones han transcurrido por una senda de concordia y ayuda mutua. Espero fervientemente que continúen así.

Pero no hubo fervor en el modo en que estrechó la mano de Bálder, rehuyéndole los ojos y apremiándole a que se fuera.

Cuando entró otra vez en el recinto, reinaba en él una actividad frenética. Se fue directamente a donde estaba Aulo.

– Mañana viene una comisión de canónigos, a inspeccionar la obra -le comunicó.

– Ya me lo han notificado -bramó Aulo-. ¿Sabes cuánto hace que no viene un canónigo a la obra? Será unatragedia. Si me prestaran atención les constaría que el estado de la cátedral es indecente, pero prefieren no pensar en ello. Ahora que lo van a ver con sus propios ojos se escandalizarán. Hasta eso voy a tener que aguantarles. ¿Qué quería Ennius?

– Que limpiara.

– Pues hazlo. Si me disculpas, hoy no me siento conversador.

Cuando cayó la noche sobre la catedral, los escombros habían sido recogidos y estaban más o menos delimitados los sitios donde había algún peligro: zanjas, muros en construcción, el pie de los andamiajes. Más no podía remediarse en un día. Por lo que al coro se refería, los hombres lo limpiaron y trasladaron todo lo que dificultaba la visión del tramo de sillería que estaban levantando. Sobre algunos asientos se veían las primeras tallas de Bálder. Las restantes, ensayos en su mayoría, hizo que las dispusieran a lo largo de una de las paredes. Exceptuó las que le disgustaban y la del murciélago y la doncella con el espejo, que ocultó donde nadie pudiese encontrarla.

Por la mañana vio venir la comitiva desde la entrada del recinto. Allí estaban todos los artistas, arremolinados en torno a un irritable Aulo. El capataz, enfundado en un impoluto uniforme azul que no era ninguno de los que vestía habitualmente, golpeaba a intervalos regulares el suelo con su pie izquierdo. Al parecer el protocolo prescribía que los artistas debían recibir a sus superiores a la puerta de la catedral. Bálder en un principio lo acató, por imitar sin más lo que hicieran los otros. Pero cuando avistó los ropajes de los canónigos cambió de opinión. Se abrió paso entre los demás y caminó hacia la abertura de la lona que cubría el coro, resuelto a aguardar allí con sus hombres. Desde aquel emplazamiento presenció los movimientos de la comitiva por la obra. A la luz del día, ataviado con las galas propias de su investidura eclesiástica, Gracchus tenía un aspecto avasallador. Los demás canónigos quedaban oscurecidos ante su magnificencia. Sobre todo Ennius, que cerraba el grupo, encorvado y descolorido. Detrás de él, sin mezclarse, como Ennius no se mezclaba con el canónigo sin duda de mayor jerarquía que iba explicando a Gracchus el recorrido, marchaba Aulo.

Primero visitaron las capillas y la zona del ábside. Gracchus paseó por toda la obra un aprobatorio gesto de satisfacción, lo mismo cuando le señalaron las capillas apenas empezadas como cuando le hicieron reparar en los trozos más adelantados de los muros que rodeaban el altar mayor.Antes de dirigirse hacia el coro, la comitiva se detuvo a contemplar, por lo que Bálder dedujo de la gesticulación del canónigo-guía y de los rostros vueltos hacia arriba, la perspectiva que desde el corazón de la nave sin cubrir se obtenía de las torres. También aquello pareció ostensiblemente gustarle a Gracchus. Se demoraron allí un buen rato, intercambiando comentarios y recabando de Aulo un par de aclaraciones que éste les proporcionó con no demasiada desenvoltura.

Al fin, avanzaron hacia él. Eran unos diez canónigos. Cuando llegaron ante la abertura en la lona, Bálder y sus hombres se desplazaron a un lado para franquearles la entrada. Gracchus los rebasó sin mirarles, como el resto de los canónigos, salvo Ennius. Aulo pasó sumido en una especie de bruma. Poco después, desde detrás de todos ellos, Bálder oyó cómo el guía ilustraba a Gracchus y en segunda instancia a los demás:

– La sillería tendrá tres lados y tres niveles. El diseño es audaz, asimétrico. Cada asiento será una pieza única. Hace pocos meses que llegó el maestro tallista, pero los trabajos van a buen ritmo.

Gracchus se acercó al tramo de sillería que se extendía al fondo del coro. Se inclinó ante los asientos que ya estaban terminados y luego, sin prisa, ante las demás tallas de Bálder alineadas junto a uno de los muros laterales.

– ¿Y dónde está el maestro tallista? -preguntó, una vez finalizó su inspección.

El guía buscó a Ennius. Éste acudió enseguida a su lado y le identificó a Bálder. El guía invitó entonces al extranjero a que se aproximase. Gracchus le esperó sindejar que asomara a su rostro la más insignificante señal de reconocimiento, aunque a Bálder le constaba que cuando había estado en el otro lado se había fijado en él, como el resto de los súbditos de Náusica. El canónigo que ahora tenía ante sí era desde luego muy diferente del que había conocido en el palacio. Quien al amparo de la noche había instigado borrosas rebeliones contra la dirección de la obra, era ahora el representante de esa dirección, o la dirección misma. Bálder no podía dirimir si su visita era un signo de que la propuesta rebatida por Tullius había sido asumida posteriormente, en cuyo caso Gracchus estaba desempeñando un papel depravado aquella mañana, o si el canónigo se había vendido al precio de desistir de sus veleidades, supuesto en el que no había nada de qué extrañarse. Tampoco disponía del desahogo necesario para adivinar la razón por la que Gracchus hacía que le llamaran. Qué mensaje, qué amenaza o qué exigencia quería transmitirle. Lo que percibía, con desagrado, era el olor del canónigo. Bajo sus vestiduras resplandecientes, olia como el papel abandonado durante años a la acción del polvo.