– ¿Cómo te llamas? -preguntó maliciosamente Gracchus.
– Bálder, con be -repuso el extranjero, con deliberada simpleza.
– Me ha impresionado lo que has hecho.
– Gracias.
– No he precisado en qué sentido me ha impresionado, todavía -se burló el canónigo.
– Confio en que no haya sido en sentido desfavorable -fingió temer Bálder.
– No, por cierto. Tu talento es innegable y el esfuerzo salta a la vista. Es difícil traducirlo en palabras. Has planteado algo de veras brillante, pero da la sensación de que no te atreves a llevarlo hasta las últimas consecuencias. No careciendo de destreza, como es evidente que no careces, sólo se me ocurre atribuirlo a un vicio de la voluntad.Y eso sí sería muy reprobable.
– Hago todo lo que puedo. No hago lo que no puedo ni tampoco lo que creo que no debo -replicó fríamente Bálder.
Gracchus trazó una beatífica sonrisa. Mientras echaba a andar hacia el exterior del coro, declaró:
– No importa. Si no persigues la luz, ella te alcanzará a ti. La luz es inexorable. Ha sido un placer.
Los canónigos fueron saliendo tras Gracchus. Ennius se quedó rezagado y clavó en Bálder una mirada furibunda. Incluso Aulo se sustrajo por un instante a su nube para colocar la punta de su índice sobre la sien. Bálder permaneció inmóvil, y cuando todos se hubieron marchado, dijo a sus hombres:
– Fin del espectáculo.Todos al trabajo.
De todos ellos, sólo Alio reaccionó con prontitud. Sexto, del que Bálder había empezado a barruntar que vivía en un mundo diferente, le siguió poco después. Paulo no lo hizo hasta que el extranjero reclamó a Níccolo a su lado. El jefe de cuadrilla acudió receloso, como si lo que había sucedido pusiera en cuarentena la lealtad que debía a su maestro, hasta que alguien o algo le confirmara que debía continuar bajo sus órdenes. Bálder pasó por alto la tibieza de su segundo y se lo llevó a la salida del coro.
– Tengo un encargo complicado para ti -le reveló, con aire de confidencia-. Se trata de Alio. Hay algo que me da mala espina. Quiero que le vigiles, aquí y fuera de aquí.
– No creo que pueda averiguar nada, maestro -reculó Níccolo-. A mí tampoco me gusta, pero no es hábil sólo con la madera. No ha dado un solo paso en falso y temo que no lo dará.
– ¿Le tienes miedo?
– No.
– Entonces haz lo que te pido. Es tu ocasión de probar quién vale más.
– Con todo respeto, creo que esa prueba a que me somete es injusta. Siempre le he servido fielmente -lamentó Níccolo, debatiéndose entre la prevención que le desaconsejaba la misión que Bálder le había encomendado y el halago por la distinción que había anhelado durante meses y ahora le era inoportunamente concedida.
– Por eso recurro a ti.
– Haré lo que pueda, maestro.
– Está bien. Ve a despabilar a los hombres. Ya hemos perdido demasiado tiempo hoy.
Bálder se quedó a la entrada del coro, poniendo en limpio sus pensamientos. En ello estaba cuando Aulo vino junto a él.
– Ahora es cuando ya no entiendo nada -rió el capataz-. El gran canónigo me ha felicitado por el estado de la obra. Deben de haber perdido completamente el juicio: ese Gracchus y quien le ha nombrado para el puesto. Claro que es una epidemia.También tú estás infectado, ¿eh?
– ¿Por qué? -le enfrentó Bálder, con suavidad.
– Eres el único artista con el que el gran pájaro se ha dignado departir.Y tú vas y le sueltas una coz delante de todos.
– Él se metió en mis asuntos delante de todos.
– Quien se va a meter ahora en tus asuntos es Ennius. Antes de irse me ha dado un recado para ti. Quiere que te presentes ante él mañana, a primera hora.
– Bien.
– ¿Sabes lo que haces, maestro?
– Sí.
Bálder estaba tan sereno como nunca. Ni siquiera le urgía interpretar el cometido que Gracchus había cumplido hacía unos minutos. Manejaba un razonamiento a la vez funesto y apaciguador, el mismo que acaso, en una versión precoz, le había movido a vejar a Tullius la noche de su breve tránsito al otro lado: nada de lo que hiciera con aquellos hombres, por desmedido que resultase, cambiaría en un ápice lo que hubiera de ser de él.
Por eso, aquella noche, cuando alguien golpeó la puerta de su celda, se limitó a recordar que estaba abierta y bastaba con empujarla. Por eso, cuando la hoja giró y Horacio apareció en el umbral, se limitó a darle las buenas noches. Y fue también por eso que cuando Horacio le comunicó que Náusica quería verlo, se levantó y dijo solamente: -Ve delante.Tranquilo, estoy desarmado.
Horacio le condujo a la parte alta del palacio, por un trayecto que el extranjero memorizó durante la marcha aprovechando el silencio que era todo lo que podía compartir con el escultor. Llegaron a una habitación en la que Horacio le confió a una mujer de corta estatura. Precedido por ella, subió al piso superior. Tras un par de corredores y un par de puertas, se le indicó que entrase en una amplia estancia. Tardó en encontrar a Náusica, entre la caprichosa decoración. Estaba recostada en un diván, al fondo, junto a una mesita en la que sólo había una cesta de fruta y una rosa blanca ensartada en el cuello de una jarrita de cristal.
– No te quedes ahí parado. Ven aquí -fue la escueta salutación de la muchacha.
Bálder avanzó hacia ella. Náusica vestía una camisa de dormir y tenía el pelo recogido. Sin la envoltura de sus cabellos, sus facciones eran más duras, aunque tenía unos labios desproporcionadamente carnosos. Cuando el extranjero se detuvo, le señaló una silla.
– Siéntate. Si te place.
– No imaginaba que aquí hubiera rosas -se sorprendió Bálder, sin moverse ni aceptar el asiento que le había sido ofrecido.
Náusica le observó con la helada, imposible humedad de sus ojos violetas.
– Hay un jardín lleno de ellas. Si te gustan haré que te envíen siete cada mañana.
– ¿Por qué siete?
– Porque eres el séptimo.
– ¿El séptimo a quien envías rosas?
– El séptimo a secas.
– No me gustan las rosas.
– En ese caso haré que me las envíen a mí. ¿No quieres sentarte?
– No estoy lo bastante relajado.
– ¿Te pongo nervioso?
– No es la palabra exacta.
Náusica no le rehuyó, y Bálder intuyó que no rehuía nunca cuando escuchó de sus labios:
– ¿Cuál es la palabra exacta? Me interesa aprender.
– En realidad son varias, las palabras exactas.
– Puedo aprender más de una cosa a la vez.
– Asco, náusea, hastío. Entre otras.
– Las dos primeras son la misma y la comprendo. Pero nunca creí que pudiera inspirarse hastío a alguien en tan poco tiempo.
– Me excusarás si no te veo por ti misma, sino como una especie de emblema de algo que me estorba la vida desde el primer día que puse los pies en esta tierra.
– ¿Qué es ese algo?
– Todo. La catedral o la obra, para abreviar.
– Yo ni siquiera he estado en la obra, y no he perdido más tiempo con ella que el que algunas noches me han quitado mis invitados contra mi voluntad -se exculpó Náusica.
– Da lo mismo.
La muchacha puso cara de enfado.
– No, no da lo mismo. Es la primera vez que me mezclan con la obra.Todos piensan precisamente lo contrario que tú.
– No hablo por otros. Tal vez dependa del lugar del que cada uno venga.Yo vengo de muy lejos. Para mí no eres distinta de la piedra de las torres.
– ¿Me estás insultando?
– No me privaría. Pero es sólo lo que siento.
Náusica aflojó el gesto. Encogiéndose y abrazándose las piernas, confesó:
– Hay algo en tu desfachatez que me cautiva, maestro.
– Disculpa si no puedo corresponderte. En ti nada me cautiva.
– No lo creo. Cautivo a todos.
– Insisto en que yo vengo de lejos. No hago lo que hacen los otros, y no me estoy elogiando: Me han enseñado todo lo que hay aquí y he visto dónde se acomodan los demás. La única comodidad que yo he conocido es la de la soledad de mi celda y la del ejercicio de mi arte, de lo que nadie aquí disfruta demasiado.
– Estás en un error. Te han enseñado muy poca cosa.
– ¿Dónde está lo que falta?
– Aquí, por ejemplo.
– Sigo eligiendo mi celda.
– ¿Por qué has venido, entonces?
– Para decirte esto. Para hacerte un par de preguntas y olvidarte.
– Eso dependerá de las respuestas que recibas, ¿no?