– En absoluto. Cuando algo me resulta oscuro, lo asumo y decido. Si luego averiguo algo, no tengo por qué cambiar de opinión.
Náusica se estiró sobre el diván. A través de la tela de su camisa, Bálder atisbó las formas puntiagudas del cuerpo de la muchacha. Era áspera pero incitante, más de lo que el extranjero habría deseado para despreciarla como debía. La aversión que Náusica le inspiraba producía un nebuloso impulso físico, un ansia de dañarla que implicaba el contacto, sin que le cupiera dilucidar qué placer soñaba en el acto de herirla y qué otro, inadmisible, en el de tocarla.
– Eso es una tontería y puede comprobarse fácilmente
– apreció ella-. Hazme tus preguntas. Contestaré con sinceridad.
– Lo dudo.Y lo sabré.
– Adelante.
– La primera es sencilla. ¿Quién eres y qué haces?
– Soy la hija del Arzobispo y eso es también todo lo que hago.
– ¿Y qué hizo tu padre con sus votos?
– ¿Es ésa la segunda pregunta?
– No. Es una curiosidad irrelevante. No contestes si no te apetece.
– Lo que hizo mi padre con sus votos fue hacerlos después de engendrarme.
– ¿Es viejo tu padre?
– ¿Segunda pregunta?
– Segunda curiosidad.
– Más que yo y más que tú. ¿Algo más sobre mi padre?
– No.
– ¿He mentido a tu primera pregunta? Has dicho que lo sabrías.
– Sí.
– ¿Sí qué?
– Sí has mentido.
– ¿De quién soy hija, entonces? Ah, tal vez de un operario.
– No. Qué haces.
– De modo que se trata de eso. Soy una niña malcriada y mi padre es dueño del destino de todas las personas que conozco. Usa el sentido común. ¿Tú harías algo en mi situación?
– Irme lejos.
– Supón que te quedaras.
– Yo no soy una niña malcriada. Me cuesta ponerme en tu lugar.
Náusica elevó sus ojos al techo. Algunos de sus cabellos se escaparon del recogido y cayeron sobre su nuca, abriéndose como un haz de hilos de plata. Fatigosamente, relató:
– Organizo reuniones, cuando me aburro demasiado.
Invito a gente que otra gente selecciona para mí. Si alguno me cae bien, sugiero a los secretarios de mi padre que sugieran a mi padre que no ostenta la posición adecuada a sus méritos. Si alguno me cae mal, bueno, hago más o menos lo mismo.A veces no es necesario que los secretarios sugieran nada a mi padre; se ocupan ellos. Es lo que pasa con los artistas.
– No he venido preparado para caer llorando a tus plantas, así que no te malgastes amenazándome. Preferiré que hables de mí con los secretarios de tu padre.
– Ni se me ha pasado por la cabeza, maestro. Otras veces, solo si el asunto vale la pena, soy yo quien le sugiere a mi padre, cuando viene a darme un beso antes de dormir. Así ha logrado Gracchus ser nombrado supervisor general de la obra, en sustitución de Tullius, a quien la edad y otras cosas habían incapacitado gravemente.
– ¿Ha venido ya tu padre a darte el beso esta noche?
– Todavía no. Pero tardará.
– Es lo mismo. Te haré la segunda pregunta. ¿Qué has hecho con Camila?
– Dios santo, qué horrible suposición.
– ¿Cuál?
– La de que yo pueda tener algo que ver con eso.
– No abrigo prejuicios contra ti. Estoy dispuesto a creer cualquier otra explicación. Si es que la tienes. Náusica se encogió de hombros.
– Algo sé, por pura casualidad. Por lo visto, uno de los secretarios de mi padre abrió una investigación.Ya comprenderás que el Arzobispo no debe ser apartado ni un segundo de sus preocupaciones para resolver sobre la disciplina de los funcionarios de bajo rango del Arzobispado. De la investigación resultó que Camila había cometido una serie de indiscreciones.Algunas de ellas eran tan severas como para hacerla acreedora a un correctivo ejemplar. Y las normas fueron aplicadas con rigor, como suele hacerse siempre.
– ¿Está muerta?
– Los hombres que ejecutan los castigos son violentos. Los médicos que atienden a los castigados han descuidado un poco su ciencia. A estas alturas, el desenlace que mencionas es tristemente verosímil. Quizá si alguien hubiera intercedido por ella en el momento oportuno. Pero no sirve de nada pensar en lo que ya no puede ser.
Bálder advirtió que la indiferencia de Náusica no era una actitud buscada para herirle. Era la calma con que un jugador suma la puntuación de los dados y ve que ha ganado o perdido una pequeña cantidad. Acaso quiso acordarse de la cara de Camila y acaso no lo consiguió, distraído por la ingenua sonrisa que llenaba de luz el semblante de Náusica.
– Te agradezco la sinceridad -afirmó el extranjero, sin énfasis-. Es lo único que puedes darme y yo no puedo darte nada a ti.Te ruego que los secretarios de tu padre tengan esto en cuenta antes de decretar el castigo de algún otro inocente. Estoy solo y siempre he pagado personalmente mis deudas.
Náusica le midió sin pasión.
– No me queda nada más que preguntarte -terminó Bálder-. ¿Hay alguien ahí fuera que me lo vaya a impedir si intento marcharme ahora mismo?
– No. Eres libre.
– Adiós entonces.
– ¿Nada más? Supuse que ibas a odiarme.
– Nunca te he odiado por ti misma y ahora te odio menos que nunca. Las serpientes muerden para vivir. Mejor o peor, es lo que perseguimos todos. Nadie debe ser odiado por eso. Uno elige su camino, y encuentra una serpiente. Es mala suerte, no culpa de la serpiente. Si uno puede matar a la serpiente, la mata y en paz. Si matarla está fuera del alcance o de la habilidad de uno, basta con evitar que muerda. Si eso es inevitable, hay que sacarse el veneno. Si uno no puede o no sabe, hay que enfermar, o morir.Y eso nacemos todos listos para hacerlo. No tendría que asombrarte. Te dije que tus respuestas no iban a hacerme cambiar de opinión. He asumido tu oscuridad.
– Aquí no hay nadie más que tú y yo. Nadie está espiando. Nada te impide matar a la serpiente -le retó Náusica.
– No soy tan estúpido como pareces sospechar. La serpiente ya me ha mordido. Cualquier esfuerzo que dedique a quitarle los dientes es inútil. Me da igual que tú vivas o mueras. Una víbora rabiosa más o menos, en qué alterará el mundo.
– Ahora sí me estás insultando. Desde hace un rato, en realidad.
– Es probable.
– ¿Te das cuenta de que has tenido la descortesía de hacerme tus preguntas y pretender largarte sin darme ocasión de decirte para qué te he llamado?
– ¿Es indispensable que me lo digas?
– Sí.
– ¿Será largo?
– Será mejor que te sientes. Estoy harta de verte ahí de pie como un poste.
– Sólo por hacerte el favor -se plegó Bálder.
Náusica se echó hacia atrás en su asiento. Cruzó las piernas y dejó apuntados hacia el extranjero sus pies descalzos. Tras asegurarse de que poseía toda la atención de Bálder, arrancó a hablar:
– No sé si tengo que avisarte, en primer lugar, de que no suele ser ésta la forma en que se me trata. Tampoco suelo condescender como lo estoy haciendo contigo, esta noche y antes.
– Eso no es asunto mío.
– Lo es. ¿No te has preguntado por qué dejo que me trates de ese modo?
– No daría el dedo meñique por saberlo.
Náusica suspiró.
– Mi vida no es especialmente divertida, aunque dispongo de todos los esparcimientos que puedan comprarse. Hay días que me traen cosas dignas de ser admiradas, pero cada vez me dura menos el interés. Cada vez me dura menos todo, en general. Sé que Gracchus se volverá incompetente en menos tiempo del que le ha llevado aTullius. El sexto, tu antecesor, me duró la mitad que el quinto. Hasta hace poco no me había detenido a pensar en las causas de que todo fuese tan insatisfactorio. Pero después del sexto se me ocurrió que podía estar cometiendo algún error. Repasé la lista completa y encontré que a todos, en un momento u otro, los había comprado. Con favores, con poder, con miedo. Fue entonces cuando me propuse que con el siguiente fuera distinto. Sólo tuve que esperar a que tú aparecieses. Si mi comportamiento iba a ser otro, el elegido debía merecerlo. Apenas te vi, intuí que eras quien esperaba. Luego, cuando abordaste a Tullius, cuando te marchaste dando la mano a aquella pobre infeliz, estuve segura.
– ¿Por qué? -la atajó Bálder-. Ni veo para qué puedo servirte ni tampoco aspiro.
– Porque no pides permiso para moverte en terreno extraño.Yo soy una persona extraña, o eso me achacan, al menos. Siempre he sentido que todos me pedían permiso y eso me ha llevado al desencanto.Te elegí porque adiviné que no ibas a pedirme permiso para hacer lo que deseo de ti.
– ¿Y si no hiciera eso que deseas?
– En el supuesto de que aquellos a quienes corresponde decidir esas cosas dieran en hacerte lo que le hicieron al sexto, no me opondría -imaginó Náusica.
– ¿Es una amenaza?
– Es una simple posibilidad. Nunca te amenazaría. Quiero que tú lo elijas; si te amenazara te estaría comprando como compré a los otros. Mientras no me convenzas de que me defraudarás, podrás hacer lo que quieras. No interferiré. Me quedaré aquí, contando los días y las noches, sin impacientarme.
Bálder se puso en pie.
– Con tu permiso, estoy harto de incoherencias.Ya veo que a ti te entretiene, pero no he venido a ayudarte a matar el rato.
– ¿A qué incoherencias te refieres? -protestó Náusica.
– No he podido apuntarlas todas. Estoy cansado y sería una tarea infinita. Tampoco te recrimino. Supongo que es por la vida que llevas. Ser coherente debe de parecerte una disciplina completamente inútil.