Níccolo no se movió.
– Disculpe, maestro -suplicó.
– De acuerdo. En realidad esto es cosa mía -aceptó Bálder-.Al menos entra conmigo. Que no te note el miedo.
Volvieron a entrar en el coro. Bálder se dirigió sin preámbulos al espía.
– Alio -gritó desde la entrada.
– ¿Sí, maestro? -repuso el aludido, con cautela.
– No pienso decírtelo a voces.Acércate.
Alio dejó sus herramientas, se limpió las manos y se acercó sin apresurarse.
– ¿Tienes alguna buena excusa para tu retraso de hoy? -preguntó Bálder. Aunque había bajado la voz, usó un tono lo bastante alto como para que los demás, que estaban pendientes de la escena, oyeran sus palabras.
– Si no le importa, preferiría tratar esto en privado -sugirió Alio.
– Te equivocas de palabra, Alio.Yo no trato nada contigo.Yo soy el maestro y tú un simple operario.Yo te pregunto y tú respondes, rápido y lo mejor que se te ocurra. ¿Por qué te has retrasado?
– Maestro -vaciló Alio-, no creo que sea la mejor forma.
– Si me obligas a preguntarlo por tercera vez consideraré que no tienes una razón consistente.Y obraré en consecuencia.
– No me encontraba bien -ensayó Alio, sobre la marcha.
– ¿Qué te dolía, exactamente?
– El estómago.
– ¿Has ido al médico?
– Sí.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Una indigestión.
– Lo comprobaré. Ahora vuelve a tu trabajo. Y otra cosa. No quisiera enterarme de que un simple operario cuestiona la autoridad del jefe de cuadrilla. He ordenado a Níccolo que me tenga al corriente. Imagino que conoces las normas. A fin de cuentas, llevas en la obra más tiempo que yo mismo.
– Sí.
– ¿Sí qué?
– Conozco las normas, maestro.
– De acuerdo. Los demás, a vuestra labor. Níccolo, acompáñame afuera un momento.
Su segundo estaba más pálido que el mismo Alio. Tropezó consigo mismo mientras salía detrás de Bálder.
– Voy a ver al médico -informó a Níccolo-. Cuida de que todos hagan lo que deben.Y tranquilo -agregó, sonriendo-. Alio no intentará nada. Ha cometido su primera torpeza. Ahora es su cabeza la que está en juego.
La enfermería se encontraba en uno de los barracones contiguos al recinto de la obra. Era uno de los más pequeños y en apariencia de los más deteriorados. Cuando Bálder entró allí, un intenso olor a descomposición se apoderó de su olfato. Se internó a duras penas en la atmósfera pestilente, observando con escepticismo los útiles y frascos de presuntos remedios que se alineaban en estantes cubiertos de polvo y mugre. Tras un falso tabique de madera desventrada por la humedad, se tropezó a un par de hombres. Discutían en voz queda, uno de ellos imponiéndose sobre el otro, que se dejaba convencer de mala gana. Bálder adivinó una relación jerárquica entre ambos, y no erró. El que se sometía era el ayudante del médico; el otro, un hombre armado de anteojos sobre cuyo rostro las lentes no proyectaban sombra alguna de inteligencia, resultó ser el médico mismo.
– Buenos días -les interrumpió.
Sólo el médico le miró inmediatamente. El otro se demoró en rumiar para sí algún reparo a los argumentos de su superior, antes de dirigir hacia Bálder una reticente ojeada.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el médico, con cierta impaciencia.
– A mí nada.Venía a interesarme por el estado de uno de mis hombres. Soy el maestro tallista. Hago la sillería del coro.
– El de la lona -especificó el ayudante.
– ¿De quién y de qué se trata? -indagó el médico, deseoso de sacarse a Bálder de encima.
– De un tal Alio. Vino a verle esta mañana. Algo de estómago.
– Esta mañana no ha venido nadie con nada de estómago.
– Pudo ser ayer por la tarde.
– Tampoco. Conozco a ese Alio. Hace meses que no aparece por aquí. Desde que se le curó el pie o creyó que se le había curado, que viene a ser lo mismo.
– ¿Qué le ocurrió en el pie?
– No sabría decirle. Si me admite una apuesta, alguien le aplastó el tobillo con un pedrusco. El golpe parecía demasiado concienzudo para ser fortuito. Pero a mí eso no me atañe. Le curé lo mejor que supe, aunque temo que cojeará durante el resto de sus días.Y de sus noches -añadió el médico, con una risa desvaída.
Bálder meneó la cabeza. Fingió contrariarse y declaró:
– Es evidente que ha tratado de sorprender mi buena fe. El propio Alio me ha dicho que vino a verle por un problema de estómago. Para justificar un retraso, esta mañana.
– No dude de que pueda tener alguna otra buena causa, aunque le haya colado ese embuste -ironizó el médico-. Alio es un hombre discreto, acaso excesivamente discreto. Hable con él, déle confianza.Ahora, si nos perdona, tenemos un problema de cierta gravedad. Un artista con neumonía. Porque ya no nos cabe duda, ¿verdad? -volvió a atacar a su segundo, que permaneció en un silencio interpretable como asentimiento.
– ¿Una neumonía, con este tiempo? -se extrañó Bálder.
– No se fie del sol. La neumonía depende principalmente de un miasma, y los cambios de temperatura que hay ahora le ayudan.
A Bálder le asaltó un negro presentimiento.
– ¿Quién es el enfermo? -preguntó.
– La enferma es Núbila -bromeó el ayudante, con brutalidad.
Bálder se entretuvo en dudar que la burda mentira de Alio hubiera sido sólo una evasiva deficientemente meditada. Quizá se había tratado, en realidad, de atraerle hacia la enfermería. La sola idea le causó una desesperanza que se sumaba a la que le producía averiguar que también Núbila había sido alcanzado. Si eran tantos los que ya trabajaban en su perjuicio, sujetándose al plan que Náusica había trazado contra él, no podía esperar poner el pie en tierra libre de trampas.
– ¿Puedo verle? -dijo al fin, saliendo del breve ensimismamiento que el médico y el ayudante habían estado contemplando sin interesarse.
– A su riesgo. La neumonía la trae el miasma y su amigo lo tiene -advirtió el médico.
– El miasma no me hará daño hasta que no se lo manden -aseveró Bálder.
– ¿Cómo dice?
– Nada, no haga caso. ¿Dónde está?
– Ahí, detrás de esa puerta -indicó el ayudante, alzando a medias el brazo y señalándole el lugar a Bálder. El extranjero tomó aliento antes de abrir. En una habitación infecta, sobre un jergón, yacía Núbila. Estaba pálido, tenía los ojos cerrados y sudorosa la frente. Un individuo de aspecto poco caritativo, protegido con una máscara de tela sucia atada sobre la nariz y la boca, le tomaba el pulso.
– ¿Está consciente?
– Más o menos -concedió el otro, tras la tela parda.
– ¿Puede dejarnos solos?
– Con mucho gusto.
El hombre de la máscara se retiró, pero antes de que cerrara la puerta el médico apareció en el umbral y recomendó:
– No se acerque mucho. Con uno tenemos suficiente.
Bálder no contestó. Estuvo allí quieto durante un minuto, viendo aquel cuerpo estremecerse con el sufrimiento y sabiéndose culpable. Después se inclinó sobre el enfermo y le tomó la mano. Estaba ardiendo.
– ¿Me oyes, Núbila?
– Claro -murmuró el andrógino, con un hilo de voz.
– ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora?
– Para darte la oportunidad de marcharte. No tienes que estar aquí. ¿Has hablado con el médico? Es un miasma.Y no soy el primero.Todos los años caen varios. Querrás sentirte responsable. Pero no debes.
– No trates de engañarme. Eres tú quien no me debe esa piedad.
Núbila tosió. Lo hizo sin fuerza, apenas para despejar durante un momento lo que le impedía respirar.
– ¿Cómo crees que lo hicieron? -murmuró, risueño-. ¿Envenenando el desayuno? ¿O quizá la fruta que ponen con la cena?
– No tengo idea. Pero lo hicieron.
– Eso parece. Me avisaste.Y yo lo sabía, no por ti; antes de ti. Puede que haga un año, o más. Uno puede oler estas cosas. Tú también lo olerás, y es porque no lo has olido todavía por lo que te auguro una vida larga, tal vez más de lo que deseas.
– Tienes fiebre. Estás delirando -opinó Bálder, colocando su mano sobre la frente de Núbila.
– Sí, tengo fiebre. Y deliro. Por la cabeza me pasan cosas absurdas que no sé detener, que se aceleran y se revuelven contra mi voluntad. Pero ahora domino lo que pienso y lo que digo. Hace meses que lo intuía, antes de conocerte. Por lo menos -celebró, con un amago de ahogo- he llegado a la primavera. Desde que comprendí que iba a morir descubrí en mi interior una atracción, algo que me impulsaba a acercarme deprisa, en lugar de resistir. Procuraba apartar la vista, pero el otro, el que lo quiso, va a conseguirlo.Te lo cuento para que no te equivoques, para que no creas haber sido tú. He sido yo. Ahora no distingo si te tendí la mano por ayudarte, porque llegué a quererte, o porque él, el otro, vio que convenías a sus propósitos. No sientas la culpa, y entonces yo podré ganarle, creer que ésta ha sido una buena amistad que me redime.
Bálder había escuchado el alud de palabras de Núbila sin interrumpirle, porque se daba cuenta de que hablar le llevaba todas las fuerzas que le quedaban. Pero ahora que había cesado, no quiso rebajarlo callándose lo que le pasaba por la mente:
– Te estás contradiciendo.
– Tonterías.
– Si yo no asumo la culpa, tendrás que admitir que ha ganado ese otro.
– Me queda poco tiempo de usar el cerebro -le rehuyó Núbila, con una sonrisa-, y quien habla es mi corazón. No discutas con un músculo que se acaba.