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El extranjero comprendió que no debía rebatirle. Sacó un pañuelo y le secó la frente.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– No tan mal como parece. Sólo odio este sitio. Es demasiado tenebroso.

Bálder recorrió nuevamente el cuarto en que se hallaba. Las paredes eran de un gris negruzco y sólo tenía un ventanuco, sucio de vaho por dentro y de antiguas lluvias por fuera.

– ¿Quieres que te saque de aquí?

– No creo que te lo permitan. Han decidido que soy un enfermo contagioso.

– ¿Qué pasará por la noche, cuando todos se hayan ido?

– El de la máscara se queda. Ha visto morir a todos. Es inmune al miasma.

– ¿Por qué lleva la máscara, entonces?

– Para que no le vean reír, imagino.

– ¿Reír?

– Lo he estado pensando. Necesariamente debe saber cuándo se acerca el final, después de haber visto morir a tantos.Y necesariamente debe alegrarle. Para él es el final del trabajo.

– Voy a sacarte de aquí.

– No te dejarán.

– Olvidas que a mí me permiten lo que no permiten a otros.

– No eres responsable de esto.

– No voy a abandonarte aquí.Voy a librarle a ése de su trabajo contigo.

Núbila suspiró.

– Ya que no voy a disuadirte, dejaré que lo sepas todo: es verdad, no quisiera que fuera aquí, con el de la máscara acechando mis crisis. Desde mi celda se ve un bosquecillo de álamos. Puede colocarse la cama de forma que pueda mirarlo con sólo girarme un poco. Si fuera de día, y si hiciera sol, podría irme tranquilo.

– Te llevaré allí -prometió Bálder.

El extranjero salió a donde estaban los otros. El médico, persuadido ya su ayudante, se extendía en instrucciones innecesarias para el de la máscara, que le observaba sin retirarse de la cara la tela que habríase dicho cosida a sus mejillas. Bálder se acercó.

– ¿Cómo está?

– ¿A qué se refiere? -dijo el médico, como si acabaran de interrumpirle en medio de una operación para preguntarle el nombre de una víscera.

– ¿Hay alguna esperanza?

– Depende.

– ¿De qué?

– De la esperanza de que se trate. Pasará la noche, seguramente, pero me extrañaría que llegara al final de la semana.

– ¿Le dan algo para aliviarle?

– No tengo nada que le alivie. Le vemos morirse, nada más. Es lo que hacemos siempre. -En este punto, el médico cambió el tono de indiferencia de su discurso-. No piense que soy una bestia. Es todo lo que puedo hacer.

– Bien. En ese caso me lo llevo.

– ¿Adónde?

– A su celda.

– No sea loco. A ese hombre ya no le queda nada. Ahora hay que ocuparse del resto. De usted mismo, si quiere empezar por alguna parte. No es difícil que contraiga el mal, si está demasiado con él.

Bálder dio la espalda al médico y regresó al cuarto donde estaba Núbila. Lo arropó, envolviéndole en las mantas que le cubrían.

– Ya está. Nos vamos.

– ¿No te lo han impedido? -susurró Núbila. -Más vale que no lo intenten.

Cogió al andrógino en sus brazos. Era ligero como una mujer y se había empequeñecido como un niño. Había sido siempre así o lo había hecho la enfermedad. Bálder no podía saberlo. Era la primera vez que le tocaba.

En cuanto hubo traspasado el umbral, el médico le cortó el paso.

– Está bien, no sea estúpido. No puede hacer eso.

El ayudante y el de la máscara presenciaban el episodio a distancia. Bálder previó que no iban a intervenir y escupió sobre los anteojos del médico:

– Si no te apartas por tu voluntad, te aparto a patadas. El médico retrocedió un par de pasos.

– Esto es una irregularidad -protestó.

– No te estoy pidiendo opinión. Voy a llevarlo a donde no tenga que morir como una rata. Quítate de mi camino.

Y echó a andar. El médico se retiró, como si no quisiera que le rozara el cuerpo infectado que Bálder sostenía en brazos. El extranjero avanzó hacia la salida del barracón dejando atrás a los tres hombres.

– Denunciaré esto al capataz -amenazó el médico a su espalda.

– Denúncialo al Arzobispo, si te apetece -le alentó Bálder, mientras abría de un puntapié la puerta del barracón.

A los treinta o cuarenta pasos se convenció de que no tendría fuerzas para llevar a Núbila en volandas hasta el palacio. Entró en la obra.Tras una búsqueda que siguieron con atención un buen número de operarios y artistas, dio con un carro pequeño que podía servir a sus propósitos. Dejó a Núbila sentado contra una pared mientras lo vaciaba y una vez limpio lo acomodó en él. Con un par de sacos improvisó una almohada.

– ¿Irás bien?

– Sí -agradeció Núbila.

En ese instante se presentó Aulo.

– ¿Qué haces? -le interrogó, circunspecto.

– Lo llevo a su cama, para que descanse en condiciones.

– No puedes hacerlo.

– Eso cree el médico. Pero a menos que decidas emplear la fuerza te demostraré que sí puedo hacerlo. ¿Vas a tornar alguna medida?

El capataz le estudió durante unos segundos. Luego, adustamente, repuso:

– No voy a ordenar que te reduzcan y vuelvan a llevarlo a la enfermería, si es eso lo que preguntas.

– No esperaba otra cosa. Aunque no apruebo todos tus actos, nunca te has comportado como un imbécil. No te preocupes si falto algunos días. Estaré meditando sobre cómo continuar la sillería. Mis hombres tienen con qué entretenerse, de momento. Di a Níccolo que queda al mando, hazme el favor.

Y empujó el carro ante la incredulidad de los presentes y el silencio de Aulo, que le vio alejarse hasta que juzgó que el intermedio duraba demasiado y gritó a los que seguían parados, que eran casi todos:

– ¿Alguno no quiere cobrar esta semana?

Bálder impulsó el carro por el camino, por las primeras callejas, por la calle principal, por la plaza iluminada por el sol. Mientras atravesaban el vasto espacio bajo la calidez del mediodía, Núbila dibujó una sonrisa con sus labios exangües.

– No he tenido mala suerte.Voy a morir en primavera -repitió.

A la habitación tuvo que subirle en brazos. La pieza de Núbila, en la que nunca antes había estado Bálder, era semejante a la suya, aunque tenía mejor orientación, al sol de la mañana. También estaba más limpia y ordenada. En las paredes, clavados por doquier, había dibujos de la niña oferente, en posturas que apenas diferían de la que había esculpido en la piedra y representada desde todos los ángulos posibles. Sobre un aparador estaban los bocetos del túmulo, los del que había destruido y, también, según pudo comprobar luego, los que parecían ser el proyecto de la nueva versión, la que el andrógino ya nunca podría comenzar.

Acostó a Núbila, después de desvestirle y ponerle ropa limpia. Echó un par de mantas sobre la cama.

– ¿Tienes frío?

– Todo el que puedas imaginar.

La frente del enfermo abrasaba.

– No temas, no me separaré de ti -prometió Bálder.

– Voy a temer lo mismo, pero te doy las gracias. No es igual estar contigo que estar solo, o con el de la máscara. Contigo puedo hablar, y si hablo mido el tiempo y sé que estoy vivo. Así no tengo que dar esto por perdido, como si fuera una prolongación inútil.

– Habla cuanto te apetezca.

– Debo dosificarme. Cada vez me queda menos resuello. Sería divertido probar a levantarme. No creo que pudiera incorporarme siquiera.

– No te hace falta. Te traeré lo que quieras. Buscaré comida ahora, si tienes hambre.

– No tengo. Pero tú deberías tomar algo. ¿Dónde vas a encontrar comida por aquí, a esta hora?

– No te apures por mí. ¿De veras no quieres nada?

– Lo vomitaría. Me duele demasiado la cabeza.

– Voy a traer paños húmedos.

– Bálder.

– Qué.

Una lágrima resbalaba por la mejilla de Núbila. Aunque seguía sonriendo, como si los labios se le hubieran muerto ya en aquella sonrisa un poco amarga.

– Qué miserable es -dijo-. Hacemos bien rehuyéndolo mientras vivimos. Si pudiéramos ser como los animales, no darnos cuenta. Porque lo que duele no es entender. Lo que es entender, entendemos tan poco como los animales. Pero al contrario que ellos, nos damos cuenta y sabemos lo que está ocurriendo. Ésa es la maldición que alguien quiso para nosotros. Quizá el Dios en que creen los canónigos.

– Los canónigos no creen en ningún Dios. Creen en lo que pueden guardar en un cofre, como los tontos.

– Eso es lo más difícil de aceptar.Tú te vas y el cofre se queda, con lo que guardaste dentro, a merced del primero que lo coge. Y ese advenedizo puede ponerse tus ropas, usurpar tu trabajo, contarle a otros lo que no fuiste ni hiciste jamás.Y los otros repudian o alaban a alguien que nunca existió y lleva tu nombre hasta que también el nombre se olvida.

– Tú existirás mientras yo viva. Guardaré tu nombre para ti.

– No es un consuelo.Tú también morirás, y serás olvidado.

– Es todo lo que puedo darte.

– No. Lo que puedes darme son las horas que me quedan, a mí, a Núbila, que nací para ser breve y desdichado. Que hice mil veces lo que no debía y unas pocas lo que mi alma creyó necesario y noble. Me alegro de haberte conocido, pero para aprovecharlo ahora, no para que lleves flores a mi tumba. Me has traído a mi celda y has consentido en quedarte. Si no lo hubieras hecho, no habría pedido que te llamaran. Como estás aquí, te pido. Dame la mano.

Bálder le dio la mano. La de Núbila estaba completamente exánime.