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– Por Dios, ni se le ocurra preocuparse por eso. Hay un aposento en el palacio para usted. Todos los que trabajan en la catedral tienen techo y pan aquí. No hay nada mejor en la ciudad.

Bálder omitió expresar el comentario sarcástico que zigzagueaba por su cerebro. Aun a riesgo de parecer descortés, prefirió aguardar en silencio a que el otro diese por terminada la entrevista. Sin embargo, Ennius no debía de ser un hombre ocupado. Cerró el cuaderno, tapó el tintero, guardó la pluma y volvió a echarse hacia atrás en su asiento. Llevó nuevamente las puntas de sus índices junto al labio superior y observó a Bálder con una abierta afabilidad. El extranjero deseó con ardor que acabase. Pero Ennius comenzó a hablar sin prisa:

– Ahora que hemos cerrado las cuestiones de negocios, me gustaría que me confiara el resto de sus proyectos. Tiene una larga temporada por delante para vivir entre nosotros. Viene de muy lejos y no conoce a nadie. Me interesan los motivos que le llevan a emprender esta aventura. Cuénteme cómo cree que será su vida aquí.

– No he hecho un pronóstico, la verdad -se escabulló Bálder.

– No sea tan reservado. Lo plantearé de otro modo. Trabajará de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Después no hay luz. ¿Qué piensa hacer en las quince horas que le sobran?

– Me gusta dormir, sobre todo cuando he hecho esfuerzo físico.

– ¿Quince horas durmiendo?

– Necesito tiempo para averiguar qué otras cosas que me gustan se pueden hacer aquí. He llegado hoy.

– Un hombre sin prejuicios.

– Puede llamarlo así.

– No está mal, mientras tenga escrúpulos. Voy a darle un consejo, y haga con él lo que quiera. Aquí hay mucha gente, y el empeño que compartimos exige que buena parte de ella sea singular. Sea precavido y no olvide que al principio usted no sabrá la décima parte de lo que ellos saben.

– ¿Es que hay algo extraño que saber?

– Una pregunta llena de inteligencia. Siempre hay algo extraño que saber. Pero no le entretengo más. Estará cansado de su viaje. Ha sido un placer conocerle.

Ennius se puso en pie y tendió su mano blanquecina a Bálder. Éste se levantó también y, tras recobrar por un instante la tibia sensación de humedad que suministraban los dedos del canónigo, buscó el camino de la salida. Al abrir vio que Camila abandonaba lo que estaba haciendo y acudía con presteza.

– Camila -ordenó Ennius-. Haga el favor de acompañar al maestro a sus habitaciones. -Y dirigiéndose a Bálder, agregó-: No dude en venir a pedirme cuanto necesite. Espero ver esos planos y esos primeros bocetos. Pero no tenga prisa. Instálese a su gusto y haga su trabajo lo mejor que sepa.

Camila cerró la puerta de Ennius una vez que Bálder hubo salido, y esperó con las manos unidas sobre el vientre a que el extranjero recogiera su equipaje. Después, con una desconcertante sonrisa asomada al rostro, solicitó:

– Sígame, por favor.

Al contrario de lo que le sucediera con el muchacho que le había llevado hasta allí, habría podido caminar al lado de Camila, porque el ritmo de su marcha no era rápido. Sin embargo, durante el recorrido que emprendieron a continuación se mantuvo a media zancada de la mujer, lo bastante atrás para poder apreciar la agradable disciplina de su paso y lo bastante adelante como para no tener ocasión de cometer algún atisbo indigno. La tarde empezaba a caer, y de eso a la noche, en aquella época del año, no había mucho. La parca iluminación artificial de los corredores apenas si bastaba para ver el lugar donde poner el pie, pero Camila avanzaba con la seguridad de un ciego que se orientase en su alcoba por las distancias entre obstáculos. Subieron un tramo de escaleras y accedieron a otro corredor, más estrecho, que les comunicó con otra escalera. Al iniciar la ascensión Bálder creyó percibir un aflojamiento en la compostura de su guía. Sin deshacer su erguido continente, Camila se permitía ahora pequeñas variaciones en la cadencia de su movimiento, como subir dos escalones de un golpe, detenerse una décima de segundo en otro peldaño o desviar la mirada hacia los lados. Al final de esta segunda escalera les recibió un corredor todavía más pequeño que el de la planta inferior, casi un pasillo. Una vez allí, Camila se volvió hacia él y con su voz grave, que sin embargo apenas parecía la de antes, reveló:

– Ya estamos en el otro edificio.

Bálder percibió en su mirada un brillo cómplice. Comprobó por la ventana que, en efecto, se hallaban en un anexo del palacio, desde el que se veía el tejado del pabellón principal. Supuso que habían entrado en la zona de alojamientos del personal del Arzobispado, entre el que desde ahora se contaba. Pensó que tal vez Camila viviera allí también, y después que no tenía ningún objeto pensarlo. Ella caminaba todavía más ligera. De vez en cuando le vigilaba de reojo, o dejaba que sus dedos extendidos y abandonados golpearan al pasar en los picaportes y en los marcos de las puertas.

– ¿Le gusta? -preguntó de pronto, extrañamente alegre.

– No sé qué decirle -repuso Bálder, dubitativo.

– Lo que sienta. No se lo contaré a Ennius.

– ¿Qué le hace imaginar que eso me importaría? Camila volvió la cabeza. Mirándole con perversidad, dijo:

– ¿Debo entender que no le tienes respeto, o que no abrigas malos pensamientos?

– Entiende como prefieras -se defendió Bálder, cada vez más atónito.

– Si es que no tienes malos pensamientos yo no tengo nada que añadir. Si es lo otro, no te preocupes, no me gusta Ennius. No me gustan las sotanas en general. Prefiero a los hombres que puedan hacerme temblar de placer. Las sotanas, aunque se afanen, sólo son hábiles para excitar el miedo.

Bálder recabó la condescendencia de Camila:

– No creo que sea yo el más indicado para recibir esas confesiones. Acabo de llegar. No puedo comprenderlas como es debido.

– Las comprenderás -prometió Camila, y agriando un poco su sonrisa, aclaró-: Pero entonces no te quedará curiosidad, y no podrán divertirte.

– No me estoy divirtiendo. Esto me resulta bastante embarazoso.

Camila adoptó un gesto compasivo.

– Tendrás que volverte un poco más insensible, maestro.

El pasillo se terminó y la mujer lo llevó por otra escalera que inexorablemente desembocó en un nuevo pasillo. Bálder no supo el número que hacía. Con humildad, consultó:

– ¿Está muy lejos mi alojamiento? Dudo que sea capaz de llegar solo desde aquí a la calle.

– Serás capaz. Hay una manera más sencilla de venir de la calle hasta aquí, pero no hay otro modo de venir desde el palacio. Es una precaución que beneficia a los canónigos y a todos los que no lo son.

Al fin, Camila se detuvo y le señaló una puerta.

– Fin de tus tribulaciones.

– ¿Mi alojamiento?

– Aquí se llaman celdas.

– No hay llave.

– Para que no cueste entrar.

– No me digas que debo temer por mis pertenencias.

– Quién sabe. No he visto lo que llevas en ese bulto. Camila le hablaba y observaba con dureza, y al mismo tiempo sin perder una maléfica ironía.

– Ennius dijo que también tendría pan aquí.

– Te traerán algo de comer por la mañana y algo por la noche. Si dejas la bandeja fuera cuando acabes, la retirarán. Si no, puedes coleccionarlas. Como posada esto requiere una cierta cooperación del huésped.

– Cambiarán las sábanas, al menos.

– Si dejas las sucias fuera te darán unas limpias para que tú las cambies.

– Creo que con eso cerramos los aspectos prácticos.

– Eres hombre de pocas necesidades.

– Gracias, Camila. Nos veremos por ahí, supongo.

– Es posible. La salida corta a la calle es bajando la escalera que hay al final de este pasillo. Espero que congenies con los vecinos. Adiós.

La vio irse, por el camino largo, balanceando pasmosamente las caderas.

Su aposento resultó ser una estancia extensa, bien iluminada y ventilada y bastante acogedora. El mobiliario constaba de una cama grande, un ropero, un aparador, una mesilla, un escritorio de mediano tamaño y tres o cuatro asientos. Las cortinas eran de un color verdoso y estaban separadas, dejando ver al otro lado del cristal el gris débilmente enrojecido que se ennegrecía a la velocidad del crepúsculo. Había una gran alfombra, y sobre el aparador, varios útiles de aseo. Una puerta al fondo daba acceso al retrete, cuyo aspecto era de bastante limpieza.

Prendió la lámpara y deshizo el equipaje. Comprobó el estado de sus herramientas, a las que destinó el mejor espacio dentro del aparador, y colocó en el ropero sus escasas vestiduras. Después se aseó y se puso ropa limpia.

Cuando completaba la última de estas operaciones, sonaron unos golpes en la puerta. Fue a abrir y apenas tuvo tiempo de avistar una figura que desaparecía al final del pasillo. A sus pies había una bandeja, y otras cuatro o cinco ante otras tantas habitaciones próximas. La comida, sin ser mala, tampoco movía a entusiasmo. La ingirió con gratitud a causa del viaje, aunque echó de menos algo de vino. Apenas serían las siete y media, pero le parecía que era mucho más tarde. Sacó la bandeja al pasillo y se tendió en la cama a meditar.

Sin embargo, unas dos horas después, cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que no había meditado nada en absoluto. Ya era noche más que cerrada y no se oía un ruido. Bálder se dijo que estaba solo, en lo más alto de aquel lúgubre palacio, en una noche de invierno y muy lejos de la tierra en la que había nacido. Aceptó que su tierra natal no era más suya que aquella sobre la que sus habitantes estaban levantando una catedral sin el cálculo de concluirla, y sin embargo la echó de menos. Agradeció, en cualquier caso, que en la habitación se estuviera caliente. Se propuso levantarse para desvestirse e introducirse en el lecho como correspondía, pero volvió a adormilarse antes de ejecutar su propósito.