Con el ánimo reacio penetró en el coro, donde sus hombres trabajaban más o menos como los que había afuera, resignados a dilapidar poco a poco sus fuerzas en algo que carecía de finalidad. Era como habían aprendido a trabajar y la progresiva ausencia de Bálder les había dejado deslizarse hacia los vicios adquiridos. Níccolo no era nadie para forzarlos, y Alio no poseía ni la investidura ni el interés precisos para hacerlo.
Al verle, su segundo, sin desprenderse de la reserva conque le trataba desde que había asistido al desplante de que Bálder había hecho objeto al canónigo Gracchus, se apresuró a acudir a su encuentro y darle novedades.
– Todo está en orden, maestro -aseguró-. Seguimos el plan de trabajo establecido.
El breve informe de Níccolo le pareció perfectamente absurdo, pero hubo de admitir que a su subordinado no le cabía dar otro. No podía preguntarle al maestro sobre las razones por las que había faltado la víspera o llegaba tarde aquella mañana, y aunque cada vez estaba menos claro el plan de Bálder con respecto a la sillería, siempre persistía una referencia: la rutina de acudir allí a cumplir el horario que cumplían los demás. A los subordinados del tallista sólo les favorecía la diferencia de que Aulo no entraba en el coro a intentar darle un curso a los acontecimientos.
Bálder no estaba seguro de lo que le incumbía ahora. Sí sabía lo que no iba a hacer. No iba a seguir las instrucciones de los canónigos ni iba encubrir más su desafección a la obra. No iba a construir o tratar de construir una sillería para el coro de su infausta catedral; ni siquiera iba a distraer el tiempo haciendo como que la construía. Tenía madera, herramientas y cuatro hombres. La madera y las herramientas podían servirle para algo. En cuanto a los cuatro hombres, prefería deshacerse de ellos, pero tampoco podía devolverlos sin más al lugar de donde habían venido. Asumía alguna responsabilidad al respecto, por infundada que fuera.Todos estaban inmóviles, observándole. Entre una especie de niebla veía a Níccolo, y más allá, más borrosos todavía, a los demás. De pronto, cayó en la cuenta de que había una excepción. Sexto, Paulo y Níccolo le miraban confundidos, sin atreverse a prever el próximo acto de aquel jefe que su destino les había deparado. Alio preveía y temía, y tenía razones para lo primero como para lo segundo. De un solo golpe Bálder resolvió dos problemas: encontró algo que hacer, aunque fuera una ocupación provisional, y comprendió que podía reducir en una cuarta parte, sin escrúpulo alguno, la población del coro.
Llevaba allí varios minutos y todavía no había abierto la boca. Níccolo le había dado su informe y ni siquiera le había respondido. Era hora de reaccionar.
– Gracias, Níccolo -dijo, recorriendo a todos hasta detenerse en Alio, a quien sin apenas solución de continuidad se dirigió pausadamente-: Ayer estuve hablando con el médico. No te ha tratado ninguna indigestión en los últimos meses.
Alio permaneció en silencio.
– La próxima vez que inventes un cuento -prosiguió Bálder, sin prisa-, cerciórate de que no puede comprobarse. No porque se te pueda tomar por idiota a ti, sino porque aquel a quien se lo coloques puede tener la sensación de que es a él a quien tú tomas por idiota.Yo tengo esa sensación, sin ir más lejos.A estas alturas, no me trastorna, pero me irrita hasta el punto de obligarme a tomar una decisión que te comunico ahora, en presencia de todos, como en presencia de todos tú me mentiste: de aquí en adelante, prescindo de tus servicios. Voy a pedirle al capataz que te envíe sin dilación donde considere oportuno. Recomendaré que se te sancione, pero esa cuestión ya no me atañe, ni me importa.
Los hombres, salvo el afectado, quedaron atónitos. Quien hasta el día anterior había sido el preferido, al menos en la composición de lugar de Sexto y Paulo, era ahora despachado sin contemplaciones y de la forma en que más pudiera humillarle. Bálder advirtió que ni siquiera Níccolo disfrutaba. Seguramente se imponía, sobre cualquier tentación de alegrarse de la caída de Alio, la aprensión que le suscitaba la conducta de Bálder. Incluso era posible que dudara de la capacidad del maestro para desembarazarse del carpintero. Pero el extranjero no compartía esa duda, y estaba dispuesto a disiparla. Sirviera a quien sirviese, Alio había tropezado y lo iba a pagar. No habría piedad para él, o mucho se equivocaba. Antes de liquidar la cuestión, concedió a Alio, por la simple curiosidad de ver qué hacía con ella, la misma oportunidad que le había dado en su día a Casio. Aquel otro la merecía. Con Alio tan sólo jugaba.
– Si tienes algo que alegar, es el momento -le propuso-. Puedes opinar que soy un hijo de perra y puedes expresarlo con toda franqueza.Ya no tienes nada que temer de mí.Tu suerte deja de estar en mis manos.
Alio reunió el coraje necesario para arrojar al suelo la herramienta que sostenía y enfrentarle la mirada a Bálder.
– ¿Qué quiere que diga, maestro? ¿No le parece indigno usar de esta ventaja?
– ¿Qué ventaja?
– Que estén éstos aquí, escuchando. Debió darme verdadera ocasión de replicarle.
– Te estoy dando esa ocasión.
– Sabe que no lo haré mientras ellos escuchen.
– Creo que no lo harías en ninguna circunstancia.Tienen derecho a ver de qué eres capaz. Lo que no puedas hacer delante de ellos, es basura para engañarte. Si tienes valor, demuéstralo aquí y ahora. Ellos no me van a defender.Y aunque lo pretendieran, yo no lo consentiría.
– No prolongue más esta mascarada, maestro -rogó Alio, apartando la vista.
– Aquí no hay más máscara que la tuya. Quítatela y deja que te veamos la cara -le instó Bálder, con desdén. Alio se irguió.
– Haga lo que tenga que hacer -le retó-. Es el jefe. -De acuerdo. Entiendo que no tienes nada que alegar en tu descargo.
– Entienda lo que le plazca.
– Vosotros sois testigos -proclamó Bálder-. Este hombre no tiene nada que decir contra su expulsión. Que nadie le compadezca. Lárgate, Alio. No quiero verte más por aquí. Mientras arreglo las cosas con el capataz, métete donde puedas. Ya irán a buscarte.
El carpintero desfiló hasta la salida del coro Mientras avanzaba con los ojos bajos, apretando los dientes, Bálder insistió mordaz.
– Antes de que cruces esa lona hay tiempo. ¿No tienes una sola palabra de protesta o una palabrota? Hasta un perro haría algo. ¿No vas a soltar ni un gruñido?
Alio salió sin romper su vergonzante silencio. Bálder podía negarle muchos méritos, pero había dos que había acreditado sobradamente: su competencia como carpintero y su profesionalidad como infiltrado. Por más que lo había intentado, no había logrado que quebrantara la discreción que requería su oficio.
– Voy a hablar con Aulo -informó a Níccolo-. Continuad con el plan de trabajo establecido. Antes haz que limpien un poco. Esto está más bien descuidado.Vivimos gran parte del día aquí. Hay que adecentarlo de vez en cuando. Ya que no tenemos mucha libertad, no seamos encima como los cerdos, que se pudren sobre su propia porquería.
– Disculpe, maestro. Limpiaremos ahora mismo -prometió Níccolo, como en sueños.
Halló a Aulo despotricando cerca del altar. No identificó el blanco de sus improperios, ni se detuvo a hacerlo. Tomó del brazo al capataz.
– ¿Tienes un momento para mí?
Aulo dio un par de voces más y se dejó arrastrar, con cautela, hasta una capilla vacía.
– ¿De qué se trata ahora? -preguntó, a la defensiva.
– Algo sencillo. Es un problema de simple administración.
– Me gustaría saber qué entiendes por eso.
– Nada extraño. Otro hombre de los que me asignaste se ha revelado, cómo puedo calificarlo; inidóneo.
– Te estás convirtiendo en un sutil usuario de este idioma -se admiró Aulo-. Esa palabra es la que emplearía un canónigo.
– Al principio me costaba expresarme en vuestra lengua por falta de utilizarla. Pero la había estudiado meticulosamente -reveló Bálder, con inmodestia-. Con la práctica, aquel estudio da su fruto.También el trato de los canónigos y de otros que no lo son.