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– Yo no lloraré cuando me lleven. Estoy preparado. Hace días que los espero.

– ¿Y después?

– No soy un héroe. Haré lo que se tercie. Excepto olvidar mi marca. Pase lo que pase, no me lo permitirá. Aulo reflexionó en silencio. Eligió las palabras:

– Habría estado dispuesto a creer que eras libre, o que luchabas por serlo. Ahora tengo la sensación de que vives bajo dos esclavitudes. La de todos y la tuya propia. Una golpea contra la otra y tú eres el campo de batalla. No te envidio, maestro. No quedará gran cosa de ti cuando acabe la pelea.

El extranjero asintió, con indolencia.

– Nunca lo había mirado así -reconoció-. Eres un sujeto lúcido, capataz. ¿Por qué sirves a los canónigos? Es más: ¿por qué te cuidas tanto de lo que ellos descuidan?

– Tengo mujer e hijos. Nací aquí y aquí moriré. Aunque he reunido algunos motivos para odiarles, no me cuesta dilucidar lo que me conviene.

– Gracias por la franqueza. Antes siempre me parecía que me esquivabas.

– Y te esquivo -aclaró Aulo-. No esperes que mueva un dedo en tu favor. Iré a Ennius y le contaré lo que me has dicho, sin atenuar nada.

– Te lo ruego.

– Luego, cuando vengan por ti, te entregaré a los guardias, y por lo que a mí se refiere, esta tarde no he hecho más que darte el mensaje de Ennius y recibir tu insensata respuesta. Negaré haberte dicho nada más y me creerán, así que no desperdicies el tiempo acusándome.

– Ni se me había pasado por la mente. Tampoco me da que desconfien de ti, ni que vayan a entretenerse en preguntarme nada, llegado el caso.

– Nunca se sabe.

– Desde luego, si me hacen demasiado daño y te mencionan y me ofrecen aflojar a cambio, no puedo prometerte que no te acusaré de maldecir al Arzobispo o de traficar con los suministros de la obra.

– Lo primero me lo perdonarían. Lo segundo es lo bastante extravagante. Manténte en esa línea.

Bálder retomó su tarea.

– Vete de una vez, Aulo -dijo-. No voy a rendirme. -De acuerdo. Que tengas una buena tarde -le deseó el capataz.

A la mañana siguiente, apenas entró en el recinto, Aulo le salió al encuentro. Su semblante era insondable.

– Te lo contaré tal y como ha sucedido -anunció, con voz átona-. Ayer, cuando informé a Ennius de tu reacción a su amenaza, me aseguró secamente que hoy mandaría a buscarte y que podía disponer de tus hombres. Hoy, antes de venir hacia aquí, me ha llamado a su presencia. También ha sido bastante escueto. Ahí terminan las coincidencias, y no me preguntes por qué. Esto es lo que tengo que comunicarte: tu solicitud de castigo para Alio ha sido aprobada. Enviarán a buscarle a él. Si tienes alguna necesidad de hombres o material, puedes plantearla, y yo debo, por indicación expresa de Ennius, hacer lo posible para satisfacerla. No entiendo nada, así que obedeceré, como de costumbre. ¿Quieres algo?

Bálder sonrió, pero al punto comprendió que no se trataba de una victoria. Había forzado la mano con las cartas de otro y había desplumado a un cándido como Ennius y fulminado a un peón como Alio. No había ni siquiera pretextos para disfrutar del instante. Era la ganancia de otro, el instante de otro. A Aulo le repuso, ya sin la sonrisa:

– No quiero nada.Ya te dije que tengo más hombres y material de los que necesito. Sólo lamento que no llegáramos a apostar. Al menos habría sacado algo de este estúpido incidente, aparte del ridículo de Ennius.

Contigo no me jugaría ni un puñado de arena -juró Aulo-. Nunca había visto a un canónigo recular de esa forma. No averiguaré cómo te las apañaste, pero es evidente que eres un jugador de ventaja.

– Sólo por ahora. No me sobrestimes. Me verás caer -le consoló Bálder, mientras echaba a andar hacia el coro, rumiando oscuros pensamientos.

Durante las jornadas que vinieron después, Bálder se asentó en su, gracias al episodio de Alio, demostrada impunidad. Repelió, con vaguedades abiertamente improvisadas, los intentos por parte de Níccolo de recabar órdenes acerca de lo que él y lo que quedaba de la cuadrilla debían hacer para continuar con la construcción de la sillería. De este modo, pronto estuvo más o menos claro para todos que aquello había dejado de interesar, y cada uno se agenció su peculiar modo de hacer transcurrir el día bajo la lona. Paulo fue quizá quien antes ingenió cómo pasar inadvertido, y también quien con más alborozo saludó la nueva situación. Hasta tal punto parecía contento que Bálder, en los contados instantes que dedicaba a observar a sus hombres, creyó notar que se aflojaba la aversión del operario por él y contempló la posibilidad, prontamente desechada, de efectuar algún acercamiento. Sexto, por su parte, se limitó a prorrogar por tiempo indefinido, con el apoyo tácito de Níccolo, la vigencia de la última instrucción recibida, de tal manera que fue acumulando, merced a su inagotable vigor fisico, ejemplares innumerables de la misma pieza de la estructura inferior de la sillería, que iba apilando junto a la pared en un singular monumento a la inutilidad de toda la empresa.

En cuanto a su segundo, no habría debido serle difícil habituarse a un estado en el que podía mantenerse sin embarazo en una relativa inactividad. Sin embargo, ya fuera por la excesiva facilidad con que ahora podía ejercer su vocación de holgazán, ya fuera por la desconfianza que el maestro le inspiraba, Níccolo no era feliz.Temía que aquello fuera a derrumbarse de un momento a otro, cogiéndolos a todos debajo. Había conocido épocas de calma similares, en sus anteriores puestos, pero siempre bajo el mando y protección de hombres que se atenían a las reglas, muy distintos de aquel extranjero que fijaba y exigía las suyas y, lo que era más increíble, tenía éxito al exigirlas. No era un estado de cosas natural, y cuanto más se prolongara, más contundente podía ser el restablecimiento del orden. A veces Níccolo trataba de aproximarse al maestro, con la intención de sonsacarle respecto de sus propósitos. Lo único que obtenía era el ruego de Bálder de que limpiaran un poco, lo que al menos servía para ocupar a Paulo y Sexto durante unas horas en algo que les desplazaba de la rutina cotidiana, y permitía al propio Níccolo el ensueño transitorio de no estar aislados en medio del vacío, pendientes del capricho de un hombre que había perdido la ilusión y acaso también el juicio.

Mientras tanto, Bálder, resignado a acudir al coro cada mañana, por un lado, y agradecido, por otro, de disponer de aquel refugio, tomaba sus herramientas y se entregaba, sin recato, a perseguir en las entrañas de la madera sus obsesiones personales. Al cabo de un buen número de ensayos, hubo de convenir en que de las facciones de Camila quedaba un rastro demasiado incierto en su recuerdo, lo que lamentó con la misma intensidad con que añoraba su piel desaparecida. La efigie de Núbila, por el contrario, pudo repetirla con cierta solvencia, y hasta se atrevió a inventar a su madre, recurriendo a la artimaña de extremar las insinuaciones femeninas de la fisonomía y el cuerpo del propio Núbila.Aunque no pasaba de ser un divertimento, cuando la tuvo ante sí, juzgó que aquella mujer sólo probable era hermosa contra toda reserva.

Otros días, menos luminosos, ensayaba formas para el monstruo. Sus primeras tentativas partieron de la cabeza del canónigo que Núbila había esculpido, pero pronto sus indagaciones tomaron un curso inseguro. No podía darle un cuerpo, así que sólo le cabía ahondar en la arriesgada región de su rostro, y en ella el hallazgo inicial de Núbila se complicaba rápidamente con otros elementos que le eran dictados a Bálder durante las pesadillas que padecía con alguna frecuencia. El resultado eran apuntes de rasgos que se apresuraba a destruir, como destruyó, presa del terror, la expresión que un mal día acertó a enredar en aquella cara. Lo único que conservó del monstruo fueron diversas representaciones de las torres, que tallaba de memoria, guiado por la impresión que le habían causado la tarde de su llegada a la catedral. Inexplicablemente, no tenía dificultades para convivir con ellas. A veces incluso se detenía a mirar las reproducciones que iba coleccionando, como si creyera en la posibilidad de encontrarles una armonía.

Una noche en que su descanso era por excepción sosegado, soñó algo que le conmovió de forma profunda y duradera. El sueño comenzaba mientras Bálder deambulaba por uno cualquiera de los subterráneos, con una ración de alcohol en la mano y sorteando desconocidos. Estaba de buen humor, y aunque nada debía moverle a ello, en su espíritu había un presentimiento de sucesos favorables. Al cabo de un rato de vagabundeo entre la concurrencia, se acomodaba en un lugar apartado, en el que se disponía a apurar el asqueroso bebedizo. Sin embargo, apenas tenía tiempo de echar un par de tragos.A los pocos minutos, un emisario se inclinaba junto a su oído para susurrarle que la que tanto deseaba le aguardaba abajo, en una sala del sótano inferior. Sin oponer resistencia, se dejaba guiar por unas escaleras y desembocaba en una estancia en la que sólo había una mujer, de espaldas. Al girarse, la identificaba. Era Náusica, le sonreía y a él le confortaba verla. Algo oscurecía la escena durante un tiempo y cuando la luz regresaba su boca estaba a pocos centímetros de la boca de Náusica, que le observaba con dulzura. El violeta de sus ojos resplandecía y era más claro de lo que en el sueño recordaba de la realidad. Intercambiaba con ella unas palabras que sugerían que él la había cortejado y que Náusica le había eludido. Tras pedirle que la perdonase por aquel supuesto pasado, la muchacha se mostraba dispuesta a acceder a sus proposiciones. Sin mediar nada más, le cogía la cabeza con ambas manos y le besaba con energía. Bálder notaba cómo la lengua de ella penetraba en su boca. Estaba fresca y era áspera, no como la de Camila, entibiada y suavizada por el afecto o la costumbre, y tenía un rotundo sabor de depravación. Ahí era donde el extranjero intuía que estaba infringiendo algo, pero le inundaban el deseo y el placer y dejaba que el beso se prolongara, tropezando entre sus brazos con el cuerpo flexible de Náusica. Sentía que pecaba, ya no le exculpaba la falta de noción con que había llegado allí, y a pesar de todo se dejaba hacer hasta que Náusica cedía. Luego veía la cara de ella, los ojos todavía dulces y claros, y entonces volvía a oscurecerse todo. Retrocedía de nuevo al momento en que bajaba por la escalera, precedido por el emisario, apenas unos segundos después de que éste le levantara de su mesa. Se abría la puerta tras la que esperaba Náusica. Ahora la habitación era más pequeña y ella estaba acompañada por tres hombres que vestían el atuendo gris de los servidores de la catedral. Náusica le sonreía de la misma forma que antes. Sus ojos resplandecían otra vez, y casi con toda certeza eran igual de claros. Bálder sentía el deseo y anhelaba el placer, pero daba media vuelta y subía corriendo las escaleras, comprendiendo que escapar así no era lo que quería, comprendiendo que era lo que debía hacer, sin que esto le compensase.