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Al tercer día tuvo una súbita ocurrencia. La talla de Náusica estaba en el coro, sólo cubierta por un lienzo que cualquiera podía retirar. Pensó en Aulo, en Horacio y en Níccolo. Del capataz no preveía semejante comportamiento, del escultor debía esperarlo, si es que tenía información y oportunidad, y de su segundo le costaba creer que si la tentación se mantenía durante el tiempo suficiente conseguiría vencerla. Resumiendo, calculó que era algo probable que Horacio la hubiera visto y muy probable que lo hubiera hecho Níccolo. En rigor, ninguna de las dos hipótesis debía preocuparle, aunque si Horacio había descubierto que había pasado las noches tallando a Náusica era previsible que algo ocurriese. Respecto al posible acontecimiento, Bálder sólo acertó a percibir una leve comezón.

Esa tarde llegó al coro cuando los hombres recogían. Por estricta perversidad, quiso averiguar si Níccolo había visto la talla. Lo llamó a su lado y le informó:

– He estado enfermo, con fiebre.

Níccolo asintió en silencio.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Bálder.

– Ninguna -repuso Níccolo. Desde que el maestro había perdido la disciplina, su segundo se había vuelto mucho más lacónico. Sin embargo, Bálder captó en su semblante que había mirado debajo del lienzo. Hacía semanas que Níccolo le tenía miedo. Lo que había ahora en sus ojos era más bien pánico.

– ¿Alguien se ha interesado por eso? -escarbó el extranjero, sin apiadarse, señalando la talla que se alzaba en su rincón.

– Nadie, que yo sepa -se aprestó a responder Níccolo-. Nadie ha entrado aquí en estos tres días.

– ¿A qué hora te has estado marchando?

– A la de siempre.

– Gracias, Níccolo. Mañana nos veremos por la mañana. Quizá debamos reorganizar un poco todo esto.

Su segundo encajó el anuncio con nerviosismo. Podía intuirse que estaba cada vez más escamado por lo mucho que tardaban en ajusticiar al extranjero. No obstante, con un hilo de voz, acató:

– Como diga, maestro.

Por la noche, Bálder descubrió la talla y la trasladó hasta el centro del coro. Dispuso las lámparas a su alrededor y se sentó frente a ella. Dejó transcurrir horas, debatiéndose entre dos sentimientos contradictorios. El primero era que amaba o habría amado o amaría a aquella mujer, ya fuera real o irreal, Náusica o el revés de Náusica. El segundo, formidable e imprevisto, era que estaba encarando, después de semanas de esconderse de sus más burdos bosquejos, el primer retrato detallado del monstruo. Observó la talla, sucesivamente, corno cada una de aquellas dos cosas imposibles de reunir en un solo objeto. Reprimió el impulso de hacerla arder, aquella misma noche, en el centro de la catedral. También trató de sofocar la atracción que aquella criatura surgida de sus manos ejercía sobre él. Era, desde luego, lo más sublime que había tallado desde que había llegado a la obra, y hubo de reconocerse incompetente para decidir su destino. Permaneció sentado ante ella, hasta que el cansancio o la incomprensión le forzaron a dormirse.

Un ruido le despertó en mitad de la noche. Se puso en pie y aguzó el oído. Lejos, fuera del recinto, sonaba algo que podían ser los cascos de un caballo. También creyó escuchar un carruaje. Iba a ir a investigar cuando en la abertura de la lona apareció alguien envuelto en un manto negro de pieles. El visitante echó hacia atrás la capucha que le ocultaba la cabeza y la plateada cabellera de Náusica se derramó sobre su atuendo. Bálder la miró, pero los ojos violetas se hurtaron a los suyos. Ella contemplaba, sonriente, la talla que en medio de las lámparas, detrás del extranjero, parecía la imagen de una deidad sobre el altar de su culto. La muchacha se acercó a la figura. Estuvo más de un minuto estudiando los pormenores de la talla, sin que el extranjero, tras barajar posibles alternativas, atisbara otra que dejarla hacer. Al fin, Náusica volvió hacia él la vista.

– ¿Por qué la boca así? -preguntó.

– Lo soñé.

– ¿Lo soñaste?

– Lo soñé todo. No eres tú -afirmó Bálder.

– Yo no lo creo -se opuso Náusica-.Y es extraordinaria. ¿Cómo pudiste hacerla sin tener el modelo delante?

– Me acordaba de mi sueño.

– Así que has estado soñando conmigo.

– No contigo.

– ¿Y cuál es la diferencia? -le desafió, señalando la talla.

– En mi sueño a ella la buscaba. A ti no te busco.

– Ah, es eso.

Náusica se encaramó sobre el banco de trabajo de Bálder. Cruzó las piernas y el manto se abrió, dejando ver un tobillo desnudo y un pie calzado con una sencilla sandalia. Estuvo pensativa durante unos instantes.

– Si yo fuera tú -dedujo-, me fiaría del sueño y de esta preciosa figurita de madera, y no de tus silogismos.

– ¿Por qué, si puede saberse?

– Los sueños los gobierna el corazón. Esta figura puede tocarse.Tus silogismos no son más que humo.

Bálder caminó hasta la talla. Se apoyó sobre su hombro y dijo a Náusica:

– No sabía que tú tuvieras corazón.

– Tú no sabes nada, porque no quieres enterarte.

– Me ocupo de lo mío. No tengo espías que se metan en los asuntos de otros.

– Te he dejado en paz. Has hecho lo que se te ha antojado. ¿O no? He cumplido mi compromiso.

– Horacio te contó esto. Te avisó de que yo estaba esta noche aquí. Corrígeme si me equivoco.

Náusica alzó los ojos. Al resplandor de las lámparas, Bálder reparó en que eran oscuros como el mar en invierno.

– No le pedí que lo hiciera -se zafó.

– Pero lo has aprovechado. Creí que nunca vendrías. Que aguardarías a que yo fuera a tus aposentos. Por eso me hiciste llamar y aprender el camino. ¿Te has vuelto impaciente o es que has empezado a dudar?

– Ni lo uno ni lo otro.

– ¿Entonces?

– Tenía curiosidad. Supuse que me halagaría ver esto.

– Pudiste venir anoche, o anteanoche. Ella estaba aquí y yo en mi celda.

Náusica se rió.

– Vine. Pero no vi lo que he visto esta noche. Ni las lámparas, ni tu silla frente a mi imagen. ¿Cuántas horas has estado sentado ahí?

– No eres tú -repitió Bálder, con fastidio.

– Lo seré -amenazó Náusica, radiante.

– Mientras tanto, vete -rogó el extranjero.

– No. Hay algo que quiero enseñarte.

– Si no has traído guardias para obligarme, vete.

– No necesito guardias. Te va a interesar. Ten fe en mí. Náusica se bajó del banco y echó a andar hacia la salida del coro.

– No te seguiré a ninguna parte -advirtió Bálder. Náusica no se detuvo. Mientras avanzaba, interrogó:

– Voy a las torres. Si no vienes, no tendré más remedio que pensar que te da miedo subir.

Náusica desapareció y Bálder se dejó caer sobre su silla. Transcurrieron quince minutos. El extranjero sabía que ella no se había ido, pero no se oía nada.Tomó una lámpara y salió a echar un vistazo. Recorrió el recinto sin hallar rastro de ella. Junto a una de las brechas en los muros del templo localizó el carruaje y el caballo que le habían despertado. Un hombre inmóvil estaba al pescante. Se dirigió hacia las torres. Ante la entrada de una de ellas estaba el manto de Náusica. No quería seguirle el juego, pero sólo tenía dos opciones. O bien volvía al coro, apagaba todas las lámparas, cubría la talla y emprendía el camino del pueblo y de su celda, o bien cogía aquel manto y se internaba en la torre. Si hacía lo primero, le esperaba la sensación del deber cumplido, y seguramente nada más. La segunda opción era inadmisible, pero de pronto le incitaba como le había incitado, en su sueño, el beso de la doble de Náusica. Ahora, sin embargo, no se trataba de deseo. Era la llamada de algo impredecible, frente al tenue reclamo de un desistimiento que ya había vivido y devaluado en su memoria.

Iluminado por la temblorosa luz de la lámpara, el interior de la torre era más opresivo de lo que recordaba de su primera ascensión. Durante los primeros tramos, no obstante, le fue fácil mantener el equilibrio. A medida que la subida fue haciéndose más complicada, Bálder se maravilló de que ella hubiera podido subir sin luz. Cuando llegó a la altura de las columnas sobre las que se alzaba el resto de la torre, a unos treinta metros sobre el suelo, gritó:

– Náusica.

No obtuvo más respuesta que el eco de su voz, rebotando hasta extinguirse en el ánima de la torre. A partir de allí el espacio se estrechaba acusadamente. Más arriba la pared exterior dejaba de ser un muro continuo, y un poco más arriba aún la pared que servía de eje a la escalera era sustituida por el vacío. La otra vez que había subido había necesitado bastante lentitud y las dos manos. Ahora llevaba en una el manto de Náusica y en la otra la lámpara. Estuvo a punto de arrojar las pieles e iniciar el descenso. Pero siguió adelante. Si aquella niña retorcida le retaba, no podía huir, demostrando que no era capaz de enfrentarse a ella. Iba a llegar hasta arriba, y una vez allí, le devolvería su manto y volvería a bajar. Entonces podría cubrir su talla e irse a dormir.

Bálder fue pasando de un tramo a otro, superando las penalidades con el auxilio de aquella orgullosa determinación. En un par de ocasiones estuvo a punto de caer hacia el interior de la torre. La primera vez estaba a sólo un par de metros de la plataforma sobre la que habría ido a estrellarse. La segunda, a más de diez. A pesar de ello, no dudó de su empeño. Aferró la lámpara y apretó el manto contra sí, aspirando con rabia el olor de Náusica, prendido en las pieles. Trepó por los escalones cada vez más altos, pegándose a la piedra. Porfió, despreciando el riesgo, hasta que la escalera se acabó y el aire helado de la cumbre bañó su frente.