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En la atalaya, en efecto, estaba Náusica, sin inmutarse bajo el frío del que la protegía sólo una liviana vestidura. Bálder dejó la lámpara en el suelo y le echó el manto sobre los hombros. Después se apoyó sobre una de las troneras y mientras recuperaba el aliento se fijó en las luces del pueblo, que titilaban abajo, en la distancia.

– Has subido -murmuró Náusica, impasible.

– Vi el manto y temí que te enfriaras, o que resbalases -se mofó Bálder.

– No hay peligro. He subido cien veces. Siempre de noche, ahora y también en invierno.

– ¿Cien veces? En tu habitación casi me juraste que nunca habías estado en la obra.

– ¿Eso hice? Bueno, de noche esto no es propiamente la obra.

– ¿Y no traes nunca luz?

– Me guío con las manos. Es más seguro. Tú, en cambio, has podido matarte.

– Sí. Pero no me he matado. ¿Era eso lo que querías probar?

Náusica apartó la cara.

– Parcialmente -admitió-. Dos hombres murieron, en esta misma torre. Como tú, dieron demasiada importancia a traerse luz. En el momento decisivo, les faltó una mano.

– Quizá les sobró algo, más bien -aventuró Bálder.

– ¿Eso crees?

– Yo no he venido a reunirme contigo. No tengo ningún deseo de ti. He venido a librarme de ti.

– ¿Vas a tirarte? Ah no. Es a mí a quien vas a tirar.

– No. Primero he llegado hasta arriba, para que sepas que no puedes intimidarme. Ahora bajaré, para que sepas que puedo darte la espalda. Cuando te quedes sola, tenlo en cuenta. Quizá te venga alguna idea. Mientras baje tendré ocupada la mano derecha con la lámpara. Conoces la torre mejor que yo, y no dudo que podrás acercarte sin que te oiga. No voy a volver la cabeza.

Náusica se abstrajo en el paisaje nocturno. Estuvo así, callada, durante un buen rato. La brisa agitaba sus cabellos. Bálder, por su parte, aguardaba a que se espaciaran sus pulsaciones.

– ¿Y qué les faltó, en tu opinión? -preguntó ella, de repente.

– ¿Cómo?

– A los otros. Me da igual lo que les sobrara. ¿Qué les faltó y tú tienes, maestro?

Bálder no contestó enseguida.

– Quizá el recuerdo de algo mejor que tú.

– ¿Camila? -propuso Náusica, con sarcasmo.

– No sólo ella. ¿Quieres que te sea sincero?

– Por supuesto.

– Recuerdo algo que no ha existido jamás del todo, y que sin embargo se impone a todo lo que existe -dijo el extranjero, dejándose arrastrar por una súbita inspiración-. Asomó a veces, en Camila y en otros, aquí y antes.Asoma, todavía, donde menos lo espero. Creo que hace unas horas cometí un error respecto a la talla que está abajo, en el coro.Ahora siento que ella también es parte de mi recuerdo.Te parecerá raro, pero puedo rechazarte, en parte, porque recuerdo a una Náusica mejor que tú. Esa figura no es tu retrato, sino el de ella. Deberías hacer que la destruyeran. Pero ni siquiera me dolería. Puedo repetirla tantas veces como quiera y preferirla a ti. Mi recuerdo, en todos sus trozos, en todas sus formas, incluso la tuya, está aquí dentro, y nada de lo que hay en esta tierra puede borrarlo. Náusica le escuchaba con escepticismo.

– Derrotaré a tus fantasmas -prometió, altiva-. Mejor aún: ellos te derrotarán.Te irán consumiendo, mientras ellos se consumen, y cuando estés solo, vendrás a mí. Nunca haré que destruyan la figura. Si ahora no lo es, será mi retrato cuando ya no recuerdes eso de lo que tanto te precias. Has probado ser fuerte hasta donde nadie lo probó antes, pero también me has desvelado la debilidad que te rendirá a mí. Me gusta tu fuerza y me gusta tu debilidad, porque son infrecuentes y también porque son la misma cosa.

– Quizá no aguante siempre -dudó Bálder, pasando por alto la última frase de Náusica-. Pero puedo durar años. Apuesto a que no tendrás la paciencia.

– Adiós, Bálder -le despidió Náusica, arrobada-. Baja sin miedo. Yo me quedo aquí. La noche es demasiado bonita para irse tan pronto.Vuelve a soñar conmigo.

Bálder cogió la lámpara y se encaminó hacia la escalera.Antes de apoyar el pie sobre el primer peldaño, se dio la vuelta y maldijo:

– No lo comprendes. Jamás soñaré contigo.

– Eres tú quien no lo comprende, maestro. Tú puedes soñar lo que te plazca. Yo me ocuparé de ser lo que tú sueñes.

Esa noche, presa de un arrebato ignominioso e inexplicable, Bálder quemó la talla a los pies de la torre. Mientras las llamas descomponían la figura en una lluvia de brasas, el extranjero miró hacia lo alto. Náusica no se asomó. Sin ánimo para abrazar una versión que le fuera más favorable, sintió, como un desgarro, que aquélla era la primera derrota que le infligía la intrincada muchacha.

Capítulo 11 HUNDIMIENTO DE ENNIUS

Pasaron los días, amontonándose unos sobre otros como Bálder, tras quemar la talla de Náusica al pie de las torres, fue amontonando contra la pared, sobre el suelo, en cualquier parte, los trabajos en que sin ninguna fe ocupaba las jornadas.Ya no tallaba nada que tuviera que ver con lo que alguna vez le había importado: se limitaba a reproducir fragmentos que tomaba al azar de los primeros bosquejos que había realizado para la sillería de la catedral. Apenas cruzaba palabra con los otros, pero a la vista de aquellas piezas inútiles, Bálder había de reconocerse tan rendido y adocenado como el resto de los habitantes de la obra.Y a pesar de todo, insistía.Trazar con sus herramientas aquellas formas ya sin significado era también una manera, dañina pero accesible, de medir el tiempo. El extranjero sostenía una espera, y aunque no sabía qué era lo que aguardaba, no podía dejar de gastar cada uno de los instantes. Hacer que sus hierros siguieran hiriendo la madera, sin dirección, sin propósito, era dejar que la costumbre le relevase del esfuerzo de decidir, permitiéndole deslizarse sin poner nombre a la nada que sucedía dentro y fuera de su espíritu.

Tan encallado y estragado se sentía que en ocasiones daba en desear que Ennius fuera autorizado a llevar a término las amenazas que le había manifestado en su última entrevista. No descartaba que algún día, cuando Náusica se aburriese del juego para el que había elegido a Bálder, el canónigo obtuviera los poderes necesarios para desquitarse. Posiblemente éste era el desenlace que esperaba y a él sólo le correspondía mantenerse en aquella atareada inacción durante el espacio suficiente. Pero después de haber sometido a prueba a Ennius y haberle visto claudicar, le costaba poner alguna esperanza en el canónigo. Entonces su inmunidad le pesaba como un bloque de piedra que le hubieran echado a la espalda; como si no fuera, en definitiva, otra cosa que la argucia con la que Náusica le tenía prisionero. En cuanto al hecho de que la hija del Arzobispo le distinguiera con su atención y con su inusitada paciencia, principalmente tendía a achacar ambas cosas, sobre todo la paciencia, a algún antojo no demasiado vehemente. Otras veces, en cambio, imaginaba que la muchacha alimentaba, en realidad, una enfermiza obsesión. Bastaba evocar, no obstante, el hielo violeta de su mirada, para sospechar que cualquier palabra que ella hubiera pronunciado y Bálder hubiera podido interpretar en tal sentido no pasaba de ser un espejismo.

Tal vez habría muerto sin ruido, en aquel estado de anonadamiento, pocos o muchos años después, si cierta mañana una desusada visita no hubiera acudido a arrancarle de su letargo. Salía de su celda, después de desayunar, cuando dos hombres de imponente estatura y negros atavíos se interpusieron en su camino. Reparó en las manos enguantadas, en los bastones también negros y relucientes que les colgaban de la cintura, y sólo se atrevió a alzar la vista al rostro de uno de ellos cuando oyó la comprobación, o la orden:

– Eres Bálder, el tallista.

– Sí -repuso u obedeció.

– Debes acompañarnos -informó, cortésmente, el otro guardián.

– ¿Adónde? -preguntó, sin la ilusión de que le contestaran.Absurdamente se acordó de haberle prometido al capataz algo para el momento en que fueran a buscarle, pero no pudo juzgar si cumplía o no con su promesa. Era como un enfermo incurable que recibía al fin la visita de la muerte, cuyo horror había creído infundadamente aceptar. Aquello era nuevo, y Bálder se notó tan débil como nunca lo había estado ante la obra.

El guardián que había hablado en primer lugar se apiadó:

– Se nos ha encomendado que te llevemos al despacho del canónigo Ennius. Es todo. No debes temer.

– Comprendo -dijo Bálder, sin poder dejar de temerles.

Caminó delante de los dos hombres por escaleras y corredores, recorriendo en sentido inverso, aproximadamente, el mismo itinerario por el que meses atrás le había guiado una todavía desconocida Camila. Meditó sobre el tiempo transcurrido y sobre las cosas que habían pasado, se habían corrompido o desvanecido desde entonces.Vio en un segundo las horas de labor en el coro, las noches con Camila, las conversaciones con Núbila, su iniciación al mundo oculto con Horacio, las fugaces apariciones de Náusica. Con el rostro de ésta inundándole el pensamiento, traspuso el umbral de la antesala, que le franqueó uno de los guardianes. No estaba allí, por cierto, la gris mujer llamada Leda a la que pertenecía un trozo insignificante de su recuerdo. Uno de los guardianes abrió la puerta del despacho y le invitó a pasar. Bálder, como en sueños, entró. La puerta se cerró tras él. Tardó un poco en darse cuenta de que quien allí le aguardaba no era Ennius.