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La mujer no vestía como el común de las funcionarias del Arzobispado. Bálder, sin embargo, conocía aquella indumentaria. La había visto en la reunión nocturna donde también había conocido a Náusica. Pronto reparó en que la mujer era una de las que habían asistido a aquella reunión. Estaba arrellanada en el sillón de Ennius. No había nada sobre la mesa. Los estantes del despacho estaban vacíos.

– Puedes sentarte, si te apetece -indicó la mujer, sonriente-. Ponte a gusto. Nadie va a venir a amonestarte.

– Cuando dices nadie, quieres decir Ennius -supuso Bálder, procurando rehacerse. El despacho, decididamente, había sido limpiado a conciencia de cualquier rastro del canónigo.

– Quise decir nadie. ¿Sorprendido?

– Quizá. ¿Quién eres tú?

– Eunice -gorjeó la mujer.

– ¿Y qué es lo que quieres de mí? Si es algo a lo que no puedan forzarme esos dos que se han quedado ahí afuera -titubeó-, me veo en el deber de advertirte que no accederé.

La mujer entornó los ojos. Era muy pálida y lucía una melena negra y ensortijada. Cuando alzó los párpados, dejó al descubierto unos iris de color amarillento.

– Los guardianes no se han quedado afuera -explicó-. Han ido a atender otras obligaciones.

– En ese caso, no importa lo que quieras de mí. Pierdes el tiempo.

– Personalmente no deseo nada de ti. Se me ha encargado que te buscara y te enseñara esto -y señaló con un movimiento de su nívea mano toda la extensión del que había sido el despacho de Ennius.

Bálder reflexionó durante un par de segundos.

– Me has encontrado y me has enseñado esto -resumió-. Si el propósito era que sacase alguna conclusión, no se me ocurre nada que merezca la pena. Creo que es hora de que me vaya a la obra, si no tienes inconveniente.

– Hay algo más. Debo llevarte a presencia de alguien.

– Eres algo flaca y no pareces muy fuerte. Sin la ayuda de los guardianes dudo que puedas obligarme.

Eunice dejó escapar una risa maliciosa.

– Mis instrucciones son persuadirte, no obligarte -aclaró.

Bálder se había repuesto casi por completo del efecto que la aparición de los dos guardianes a la puerta de su celda le había producido.

– Es demasiado temprano y demasiado tarde a la vez -declaró, con hastío-. No digo que no puedas resultar atractiva, pero en los últimos tiempos he perdido en buena parte el apetito por las mujeres. Sólo me asalta algunasnoches, cuando me harto de estar solo. Prueba entonces.

– No se me ha pasado por la cabeza recurrir a esa forma de persuasión -se escandalizó Eunice-. No soy una prostituta.

– ¿No? -se extrañó Bálder-. Es curioso. Creí que todos aquí éramos prostitutas. El Arzobispado paga y nosotros abrimos de par en par el alma. El Arzobispado derrama su simiente y todos concebimos y abortamos un pedazo de monstruo. La suma de todos los pedazos es lo que llaman la obra. Disculpa mi manera de hablar. No suelo hacerlo más que conmigo mismo la mayor parte del tiempo.

– Puedo entender lo que dices. Estoy informada de tus andanzas.

– Todo esto es completamente estúpido. Me han traído aquí para que vea que a Ennius le ha pasado algo malo. Lo he visto y no tengo ganas ni necesidad de conocer los detalles, así que no hay por qué dedicarle al asunto más tiempo. Con tu permiso, me voy.

– Si lo haces, tal vez envíen de nuevo a los guardias -fantaseó Eunice, acariciándose una sien.

– ¿Es una amenaza?

– Es una posibilidad. No podría asegurarlo.Yo no soy quien daría la orden.

Bálder se dejó caer sobre el asiento que había ante la mesa de Ennius.

– Voy a serte franco, Eunice, quienquiera que seas -admitió, con cansancio-. No me ha agradado que esos dos hombres vinieran a buscarme esta mañana. Por un momento he temido que mi integridad corría peligro.Y no soporto el dolor fisico.

– Una reacción razonable.

Quiero decir que si mi opción es entre ir voluntario a visitar a quien sea y obligarte a que esos hombres me obliguen, no estarnos donde creía estar. Si lo que se me pide puede ser arreglado por los individuos de los guantes, descuida; les ahorraré gustoso el trabajo.A menos que quiera verme cierta persona, ante la que sólo compareceré por la fuerza.

Eunice se aproximó. Con voz susurrante, repuso:

– No es exactamente como lo pintas. En principio, aquel a quien obedezco prefiere no tener que recurrir a ninguna clase de violencia. Nadie quiere que sufras el más mínimo daño.

Bálder arrugó la frente.

– Pongamos entonces que me has persuadido -concedió-; no discutamos por la palabra. ¿Ante quién has de llevarme?

– Su nombre no te diría nada.

– ¿En qué se ocupa?

– Es uno de los secretarios del Arzobispo. Yo soy su ayudante.

– Ya veo. ¿Y no habría sido más sencillo que me llevaran los guardianes ante él?

– Quiso que pasaras por aquí antes. Pensó que acrecentaría tu interés por verle.

– Han sido los guardianes quienes me han impresionado. No me asombra que este despacho esté vacío. Hace siglos que no sé de Ennius. Casi le había olvidado.

– Pues ayer mismo estaba aquí, dictando el último memorándum en el que pedía tu expulsión de la obra. Un memorándum apasionado, pero reiterativo. Ennius debió haber sopesado el silencio que encontraron sus anteriores peticiones. Sobre ciertos particulares, la dirección de la obra tiende a pronunciarse por omisión.

Bálder se echó hacia atrás en su asiento y colocó el pie derecho sobre el filo de la mesa.

– Lamento profundamente la torpeza de Ennius -deploró, nostálgico-.Ya no podrá esparcir su caspa por esta habitación y en su sillón se sienta ahora una mujer que se burla de su diligencia. ¿Hay algo más en lo que debas instruirme?

– Es probable que no te hagas cargo de la trascendencia de este día.Vas a entrevistarte con 9uien redacta órdenes que el Arzobispo firma sin mirar. Ordenes que a veces nadie, salvo él mismo y quien haya de ejecutarlas, conoce. Ordenes que se cumplen sin rechistar.

– ¿Te encargó que trataras de apabullarme contándome esas cosas?

– ¿Y si lo hubiera hecho?

– Me ayudaría a formarme un criterio sobre él.

– ¿Y?

– Seguirían asustándome los guardianes. Pero no me asustaría tu jefe. Creo que nunca temblaré ante él. No tengo temor de Dios, sino de sus criaturas. Cuanto más intentan parecerse a Dios, menos me preocupan los canónigos. No importa el emboscado que da la orden. Hay que preocuparse del que pone los dedos sobre tu garganta. No existe nada entre uno y el que da la orden. Con el verdugo, por el contrario, existe una especie de intimidad.

Eunice le dedicó un gesto de estupor.

– ¿Eres siempre así?

– ¿Cómo?

– Tan poco disimulado.

– ¿Ganaría algo ocultándome?

– Nadie se desnuda con el primero que se encuentra.

– Tal vez sea que he perdido el gusto por las mujeres, pero no el de estar desnudo ante ellas.

– ¿Es por mí?

– Si me hubieran enviado a un canónigo en tu lugar, me desnudaría menos.

La mujer le miró con sensualidad.

– Puede que debiéramos coincidir en algún otro momento y algún otro sitio.

– Puede, según para qué.Yo no arriesgo nada, pero tú ayudas al que decide por el Arzobispo. Es una posición que te entristecería perder.

– Es mi ventaja.

– Sabes dónde duermo -dijo Bálder-. Nunca iré donde duermas tú. No es que resista la tentación, me limito a cumplir mi penitencia. Siempre podría no estar a la altura. Por eso no persigo a nadie.

Eunice no hizo más comentarios. Se levantó y caminó despacio hasta la puerta. La abrió y le indicó al extranjero el camino:

– Nos esperan.

Cuando estuvo en el corredor, la mujer le rebasó y le invitó a que la siguiese. El tallista fue tras Eunice, abstraído en la ondulación de su cuerpo al caminar. Mientras ascendían hacia los pisos superiores del palacio, Bálder salió poco a poco de la abulia en la que había vivido durante las últimas semanas. La obra volvía a reclamarlo. Siempre que reanudaba el enfrentamiento tenía la sensación de que sólo había de servirle para acabar sufriendo una derrota más costosa que la de los demás, pero su instinto no le permitía doblegarse. Subió las escaleras que le conducían hacia el secretario, si Eunice no había mentido, con la resucitada intención de defender, contra las nuevas asechanzas de la obra, la sustancia interior que ya nunca podría salvar o restituir, sino, como mucho, conservar en una fracción cada vez más difusa.

La antesala del secretario, en la que había una amplia mesa sobre la que Eunice reorganizó unos papeles con soltura de propietaria, era bastante más espaciosa que el despacho de Ennius. El mobiliario era de mayor calidad y el paisaje que se contemplaba desde su ventana mucho más extenso que el que se contemplaba desde la del malogrado canónigo. Al fondo, apuntando sus cuatro brazos hacia el cielo, se veía la catedral en construcción. Eunice cogió un vaso de fino cristal tallado y se sirvió agua de la jarra que reposaba sobre una bandeja de plata.

– Se acerca el verano. ¿Tienes sed? -consultó la mujer después de apurar su vaso.

– No -contestó Bálder, desconcertado por los lujos de que ella disponía.

– En ese caso te anunciaré. Quédate aquí.

La ayudante del secretario salvó con su andar armonioso la relativa distancia que había entre su mesa y la puerta de madera oscura que se abría en la pared frontal. Golpeó un par de veces con los nudillos y entró sin demasiada ceremonia.