Cuando despertó de nuevo, al principio no fue consciente de haberlo hecho más que por un reflujo del sueño. Pasaron algunos segundos antes de que oyera nítidamente un tenue tamborileo en la puerta, y cerca de un minuto antes de que resolviera ir a investigar.
Al abrir reparó al punto en dos cosas: la primera, ínfima, casi absurda, que la bandeja había sido retirada; la segunda, no ínfima y mucho más absurda, que Camila estaba allí, con el pelo suelto, sin lentes, en camisa de dormir. Acaso había estado soñando con ella, porque sintió, con remordimiento, que verla le asustaba pero no le sorprendía.
– ¿Qué haces aquí? -susurró.
– ¿Te importa que pase?
– ¿Qué haces aquí? -insistió, dejando de susurrar.
– No alces la voz y déjame pasar al cuarto. Tal vez no te convenga que alguien me vea medio desnuda delante de tu puerta, el mismo día de tu llegada.
– Maldita seas. Entra -autorizó Bálder, apretando los dientes.
Camila se escurrió como un gato y se fue derecha hacia la cama. Se sentó sobre ella, apoyó los brazos y se puso a dar golpecitos en el suelo con la punta del pie. Bálder se quedó contemplándola con la boca abierta, como un retrasado.
Camila, no entiendo nada, pero me parece que quieres comprometerme -se dolió-. ¿Te importaría explicarme por qué?
– No pretendo comprometerte, maestro. Vengo a ver si eres capaz de divertirte, antes de que empieces a entender.
Bálder vaciló. Aquella mujer podía ser una desquiciada. Y lo fuera o no, sobraban motivos para alarmarse y no veía qué podía hacer para conjurar el peligro, salvo implorar:
– Quiero que te vayas, Camila. Quiero dormir. Quiero despertarme mañana y tratar de centrarme poco a poco. No pido mucho.
– No quieres que me vaya.Ven.
Sus palabras, su voz, sus ojos, poseían una fuerza hipnótica. El extranjero se acercó, notando que no iba a tener brío para oponerse. Camila, que se había soltado el pelo, que era hermosa y llevaba demasiado abierto el escote de la camisa, le invitaba con el brillo de sus ojos a consumar una infracción cuyo cariz era imposible confundir. Atrapado en el abrazo de la mujer, mientras se desprendían de él la cautela y la conciencia, Bálder conservó sin embargo la certidumbre dolorosa de que todo sucedía en una noche de invierno, en aquella tierra en la que no había nacido. Y a la vez que se sometía siguió, irreparablemente, estando solo.
Capítulo 2 LA NAVE DE LONA
Por la mañana, cuando la luz que las nubes dejaban que el sol proyectase sobre la tierra entró por la ventana y le sacó del sueño, Bálder vio que Camila se había ido. Había dejado un olor que tal vez fuera perfume de jazmines y una herida revuelta en zonas profundas de su alma, pero a aquellas horas no era descartable que estuviese ya en la antesala de Ennius, con las lentes sobre la nariz y los cabellos dispuestos de modo que nadie pudiera adivinar su verdadero temperamento, si lo que Bálder recordaba de lo que había ocurrido durante la noche no había sido una forma todavía más laboriosa de ficción.
Estaba cansado, entontecido. En aquellas circunstancias, la idea de tener que levantarse y desplazarse hasta la obra, bajo una gélida mañana invernal, no podía sugerirle más que un tormento intransitable. Si además había de recapacitar acerca de lo que había hecho unas horas antes, no existía ninguna probabilidad de que acertara a reunir ánimos. Para ayudarse, pactó consigo mismo una tregua, que esperó ser capaz de ir justificando a medida que fueran pasando los días, si nadie lo llamaba para fulminarle. En uso y aplicación de esa tregua, resolvió que quedaba relevado de pensar en Camila y saltó de la cama.
El ambiente de la habitación había perdido una parte de la agradable templanza de la noche. En cuanto al agua con que hubo de lavarse, al principio le pareció imposible que a aquella temperatura siguiese fluyendo, pero en seguida cobró una calidez reconfortante. Finalizadas sus abluciones, envuelto ya su cuerpo por la ropa de trabajo gris que halló en el ropero, se asomó al pasillo y vio a sus pies el desayuno. La bandeja, de aspecto espartano, contenía no obstante el aporte alimenticio suficiente para iniciar una jornada de faena con cierta garantía de sobrevivir hasta el almuerzo. En un campanario muy próximo, que debía de ser el de la torre que coronaba el palacio arzobispal, dieron las ocho. Bálder intuyó que nadie le reprocharía no llegar, pronto el primer día. Cogió su prenda de abrigo y salió silbando al corredor.
Siguió las instrucciones que Camila le había dado y alcanzó sin dificultad la salida. No encontró a nadie en la escalera, ni durante el trayecto por las calles cubiertas de escarcha. Si no fuera porque iba tarde, y porque había comprobado que en las puertas de algunas de las habitaciones cercanas a la suya había tráfico de bandejas de cena y desayuno, habría podido concebir que nadie se desplazaba por las mañanas del palacio a la catedral. Aquella ciudad dormida bajo el helor del invierno, vista a una luz más clara que la de la tarde anterior, porque el día, aunque nublado, estaba más nuevo y limpio, le pareció un triste sitio para vivir, tan lejano de lo que alguna vez hubiera podido apetecer como Ennius lo estaba del patrón a cuyas directrices había previsto ajustarse. Sin embargo, debía reconocer que él mismo había buscado estar allí, y que su alma se había sentido incluso reconfortada cuando había leído la carta del Arzobispo aceptándole. Por medio de aquella carta, que era tanto como decir por medio de Ennius, la ciudad y la catedral destartalada, había hallado una razón para recobrar la confianza en sí. Ahora que tenía un sitio en el mundo, quizá fuera ingrato apresurar un juicio sobre sus bondades y miserias. Nunca había participado en la construcción de una catedral, y en cierto modo, ignoraba cuántas de las cosas que le incomodaban eran imprescindibles y qué tipo de compensaciones podría recibir más adelante. De todas formas, nunca le había gustado el frío. Imaginó con odio hacia Ennius un amplio taller cubierto y bien caldeado, y recordó que debía resignarse a trabajar bajo lo que dieran en prepararle en el corazón del templo atravesado por el cierzo. Apretó el paso, para tratar de volver a sentir las piernas. Obtuvo un éxito reducido.
Bajo el cielo gris, las enormes torres de la catedral atraían oscuros presagios sobre la confusión de la labor que progresaba lentamente a sus pies. Aquélla era acaso la mejor perspectiva de la construcción de que Bálder había disfrutado hasta entonces. La tarde anterior, cuando había ascendido por aquella pendiente en dirección al palacio, no se había vuelto a mirar la obra que dejaba atrás. Si lo hubiera hecho, pensó, tampoco habría podido contemplar lo que ahora contemplaba, porque la luz del atardecer era mucho más tenue. La forma imperfecta de la catedral, tendida ante sus ojos, le intimidaba y le subyugaba a un tiempo. Él iba a hacer una parte insignificante, que apenas llamaría la atención de quien la visitara o la de aquel en cuyo homenaje se erigía.Y sin embargo formaría parte de las entrañas, la parte menos áspera, más cercana a la carne. Pudo deberse a que era temprano y también a que Bálder era joven: mirando el templo desde aquel promontorio, sintió que sobre él recaía una distinción que elevaba su destino sobre el de los otros que participaban en aquella empresa. No sólo trabajaba una materia singular, menos fría y más dócil que la piedra con la que los demás tenían que medir sus proyectos y ambiciones. Disponía de un espacio infinito, porque en el interior, en su sillería, las dimensiones podían reducirse a la millonésima parte de las que legislaban la existencia de la nave y las torres, a la diezmilésima de las que obedecían los escultores y los constructores de arcos. Y era libre como los demás nunca podrían serlo, porque tenía la posibilidad de escapar a la atención de cualquier juzgador. Sobre los respaldos que cubrirían las blandas espaldas de los canónigos, bajo los asientos que ocuparían sus traseros tibios, Bálder podía ensayar catedrales enteras, iguales o distintas, incluso contrarias a la que cobijaría su obra. Sus ojos y sus gubias podían descender a un detalle inaccesible a 19s ojos del resto. Y podía consagrar su obra al Dios para el que construían el templo o a la duda o al desprecio de ese Dios, sin que en la elección pesara la coacción ejercida por quienes le pagaban para que cumpliera otros fines. Era por la mañana, había dormido en una cama caliente y el viento soplaba puro y estimulante sobre su rostro. También podía influirle el recuerdo de la piel suavísima de Camila, en la que había dejado enredarse una melancolía que de otro modo le habría podrido un poco el corazón.
Cuando llegó al recinto advirtió que en torno al coro había una actividad febril. Operarios más diligentes y ceñudos que de costumbre, si la costumbre era lo que había visto la tarde anterior, levantaban a marchas forzadas una estructura de andamios alrededor de la zona central de la nave. El capataz, más aseado que la víspera, de peor humor y con un milímetro más de cueva negra bajo sus párpados inferiores, dirigía la operación entre insultos y blasfemias que ni todos los canónigos juntos debían tener la potestad de absolver. Bálder supuso que no era conveniente manifestarle su presencia, pero comprendió que tampoco podía dejar de hacerlo. Se acercó a él y produjo un leve carraspeo. El capataz se volvió como un tigre dispuesto a arañar y al verle se amansó repentina pero incompletamente.