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– Dejando a un lado su misión por un momento, ¿no le parece algo más bien indeseable tener que someterse a la voluntad de una niña malcriada?

Livius regresó de la ensoñación en que había caído.

– Por lo que conozco de usted -replicó-, apuesto a que piensa que hay tareas más gloriosas que hacer. Como la suya, por ejemplo: preservar contra viento y marea un puñado de cosas que no sirven y que traía envueltas en un hato, si no le he interpretado mal.Yo lo veo de otro modo: es más indeseable que a uno le suceda lo que le sucedió a Ennius. Lo que les sucedió a otros hombres que se sentaron en ese asiento antes que usted y a los que Náusica me ordenó primero proteger y después dejar de proteger.

Bálder se irguió.

– Esta conversación nuestra ha tenido momentos esclarecedores y otros que lo han sido menos -dijo-. Pero éste me parece que va a apasionarme.

– ¿Sí?

– Ahora es cuando me va a amenazar. Desde que trabajo para el Arzobispado, siempre llega el momento en que se me amenaza. Ennius no sacó nada. Otros a quienes sin duda conoce tampoco lo sacaron. ¿Qué le hace pensar al secretario del Arzobispo que él sí lo sacará? Tal vez el estar aquí instalado, en una habitación que tiene dos paredes con vidrieras y una inquietante mujer pálida de negros cabellos en la antesala.

– Veo que Eunice le ha llamado la atención.

– No más que otras.

– Ella es libre de equivocar su misión y usted de aprovecharse, pero le rogaría que se abstuviera. Me costaría encontrar otra colaboradora como ella.

– No entra en mis planes. De los de ella no respondo.

– En cualquier caso, no voy a amenazarle.

– ¿No?

– Sólo he tenido la deferencia de advertirle de lo que fue de otros. No profetizo nunca, así que no me comprometeré augurándole lo mismo. Pero por si le sirve mi intuición, no es ciertamente improbable que Náusica se canse de favorecerle.

Bálder alzó las cejas.

– ¿Y qué es lo que, según su intuición, debería hacer yo al respecto? No conteste si no puede.

– Por qué no. Goce del instante. Qué otro consejo podría ofrecerle.

– El instante no me resulta demasiado gozoso, Livius.

– Está en su mano cambiarlo. No sea tan renuente. Muchos le envidian.

– ¿Me envidia usted?

– Yo he hecho votos.

– No me venga con tonterías -demandó el extranjero.

– No alcanzo a concebirlo. Podría complicar demasiado mi misión -dijo Livius.

– Eso, al menos, es una respuesta.

– Pero su misión no tiene nada que ver con la mía.

– Ni con Náusica.

El secretario se encogió de hombros.

– No me es usted más ni menos agradable que los que le precedieron.Advierto en su conducta algunas peculiaridades notables, pero bien pueden no bastar para salvarle. Si alguna oportunidad tiene, no está en mantener esa pasividad. Acabará exasperándola.

– En eso confio.

– Es usted un individuo muy raro, Bálder. O está loco o lo estamos todos los demás.

– No soy yo. Es lo que traje en el hato. Si lo pienso dos veces, es posible que termine prefiriendo su suerte, la de usted y la de todos los que prescindieron de las cosas que no sirven.

Livius sonrió.

– No recuerdo ningún hato ni haber prescindido de nada. Siempre he estado aquí, cumpliendo mi misión.Algo debió haber antes, pero lo he borrado de mi memoria. Me sobraría, quizá.

El extranjero sonrió también.

– Quizá -se adhirió a la presunción del secretario-. Me ha enseñado unas cuantas cosas, Livius, y a través de sus ventanas he tenido el placer de admirar una bella mañana, pero no creo que cambie mi comportamiento.Ya se lo avisé al principio. ¿Hay algo más que deba hacer o decirme?

– Quiero que sepa que en adelante, y en tanto -aquí intercaló un breve carraspeo- yo no reciba otra orden, nadie va a molestarle. Puede hacer lo que le venga en gana, sin miedo a que Gracchus ni ninguno de sus subalternos le interfieran. Cualquier duda que le surja, podrá despacharla directamente conmigo, pero esto no quiere decir que vaya a supervisarle. Ésa es una fórmula para uso de Gracchus. No voy a meter las narices en lo que haga o deje de hacer. Ni tengo tiempo ni hace falta que representemos esa comedia. Si quiere ir a la obra, vaya a la obra. El capataz tendrá una sola y precisa instrucción respecto a usted: lo que pida, por costoso que resulte, debe serle proporcionado. Ninguna de sus solicitudes será sometida nunca más al arbitrio de un canónigo. Si no quiere volver a la obra, no vuelva. Si quiere trabajar en su celda, le llevarán allí lo que necesite. Si no quiere trabajar, es asunto suyo. Seguirá percibiendo su sueldo con regularidad, con los aumentos que le correspondan.

– Aumentos. ¿Por qué concepto?

– No sé. Por alguno que firme cualquier noche el Arzobispo.

– No me comprará con dinero.

– Yo no le compro ni le vendo, maestro. Haré lo que me digan. Bien, es usted libre como un pájaro. Como ningún otro empleado del Arzobispado. No tiene ninguna responsabilidad ni habrá de rendir cuentas ante nadie. Sólo debe vivir su vida como mejor le parezca.

– ¿Y no hay nada que Náusica le haya encargado que me prohiba?

– Nada.

– ¿Podré ir con otras mujeres?

– Con las que desee. De cualquier rango.Ya ve, ni siquiera estoy autorizado a impedirle que duerma con mi ayudante.

– ¿Qué les pasó a los otros que durmieron con otras mujeres?

– Veo que la cuestión le apura más de la cuenta. Náusica es una muchacha bastante abstrusa. No se pondrá histéricaporque duerma con mil mujeres, si eso le apetece.Y acaso me ordene que le haga asesinar por acariciarle el lomo a una gata callejera que se le cruce alguna noche.

– Naturalmente -aceptó Bálder, con un nudo en el estómago tras la brutal frase de Livius-. Lo cierto es que no me apetece dormir con mil mujeres. Ni siquiera con una.Y distingo mal los gatos de las gatas.

Livius extendió ante el extranjero las palmas de sus gigantescas manos.

– Eso es cosa suya.Venga por aquí siempre que le plazca. Si no le caigo bien, puede olvidarse de que existo. Seguiré velando igual por que nada le falte.

– Gracias.Aunque sólo cumpla con su misión. ¿Puede hacerme un favor?

– Si está en mi mano.

– Eso creo. Cuando vea a Náusica, dígale que no se me ocurre nada que hacer con esa libertad que me regala. Que seguiré madrugando y yendo al coro a ver pasar el tiempo, hasta que se harte.

Bálder se interrumpió. El secretario aguardaba, atento.

– Dígale también -siguió el extranjero-, que he estado pensando en la talla y en el sueño que tuve. Ella sabrá a qué me refiero. Que ella tenía razón. Que era ella.

– ¿Algo más? -intervino Livius, tras unos segundos de silencio de Bálder.

– ¿Lo recordará todo?

– Palabra por palabra.

– Pues dígale, finalmente, que si la sueño cien veces, cien veces la quemaré.

– Cuente con ello -prometió el secretario, sin inmutarse.

Bálder se levantó y caminó hacia la salida. Antes de abrir la puerta y abandonar el despacho, se dio la vuelta y dijo:

– Me ha distraído charlar con usted, Livius.

– Igualmente -le despidió la voz firme, que quedó vibrando en el aire hasta que Bálder la extinguió bajo un tenue portazo.

Al pasar junto a Eunice, el extranjero le dedicó una sonrisa.

– No vengas -le pidió-. La niña podría tomarte por una gata callejera.

– ¿Qué? -se desorientó la mujer pálida.

– -Pregunta a Livius. Él sabe todo, o casi todo.

Cuando estuvo en la calle, Bálder aspiró con fuerza el aire tibio de la mañana, hasta que le dolieron los pulmones. Aunque el sol daba en su frente y según le acababa de asegurar el secretario del Arzobispo era libre e invulnerable, sintió que hasta la más pequeña brizna de hierba le compadecía. No era más que un pobre insecto al que habían encerrado en una urna de cristal. Podía ver el alba, el mediodía y todas las estrellas de la noche; podía ir y venir de una punta a otra de la urna, en cualquier dirección y a la velocidad que se le antojase; podía zascandilear en un rincón, o mejor, en cuatro. Pero volvió a respirar fuerte y se hizo todavía más daño. El aire de la urna estaba empezando a agotarse.

Capítulo 12 PÓLUX

Bálder apuraba su tercer vaso de un alcohol apenas rebajado con agua, en el que manos incapaces o pérfidas habían macerado frutos de repugnante sabor. Estaba solo, lejos de cualquier luz, dejando dócilmente que a la oscuridad de la sala se fuera superponiendo la de su mente, espesándose, esperaba, hasta que no pudiese ver nada y la conciencia huyera de él. Pero por el momento veía, y sabía dónde estaba. La fiesta de aquella noche, si merecía ese nombre, estaba muy concurrida. No había fallado nadie, entre todos los nadies que solían acudir a aquellos acontecimientos. Horacio iba y venía, repartiendo sus gracias en cada uno de los corros y espiando a hurtadillas la presencia de Bálder en su rincón. Los artistas que le eran afines también estaban por allí, incluidos los que gozaban del supremo privilegio de ser invitados a las reuniones de Náusica. Estos últimos se movían entre los habitantes de la catacumba con la arrogancia que se les echaba a faltar cuando les rodeaban las sotanas de color púrpura. Si eran desdeñados por las mujeres recónditas que estaban reservadas al solaz de los altos canónigos, a las hetairas del subterráneo las trataban, en desquite, con displicencia de príncipes. Entre las mujeres, distinguió el grupo de Octavia, siempre secundada por su estridente escudera. Desmadejadas en los brazos de un par de funcionarios localizó a la morena del vestido verde a la que Horacio le había confiado la primera noche y a la rubia que solía acompañar a Alio. Pero Alio no estaba, y tampoco Leda, que gratuitamente, acaso por aplicación de algún decreto de los que Livius hacía firmar al Arzobispo por las noches, había debido seguir la suerte de Ennius. La música sonaba con la desgana de siempre y el extranjero volvió a preguntarse, y podía ser la décima vez desde que se había sentado en el rincón oscuro, qué era lo que había ido a hacer allí.