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Bálder quedó meditabundo.

– Hasta luego, maestro -se despidió Aulo.

– Gracias.

– Yo no he hecho nada, no te he aconsejado nada. Re cuérdalo.

– Lo recordaré.

Consumido el almuerzo, Bálder regresó al coro. El clima que allí reinaba, al calor del mediodía, era acogedor, en términos generales. Por lo que se refería a Sexto y Paulo, el primero se afanaba y el segundo fingía afanarse, los dos con la misma paz de espíritu. Desde que Bálder se comportaba como uno más de los artistas, es decir, llevando adelante la sillería sin coraje ni esperanza, Paulo había atemperado drásticamente su fobia hacia él. Quizá el operario compensaba en su memoria el recuerdo desfavorable de la eliminación de Casio con el otro, para él gratificante, del escarmiento del industrioso Alio. El elemento discordante lo constituía si acaso Níccolo, a quien el paso del tiempo, y la paulatina sumisión del maestro al régimen establecido, no aliviaban por completo de los temores que habían hecho surgir en él las anomalías anteriores. Bálder había reducido al mínimo el contacto con sus hombres, y ni siquiera los saludaba al entrar. Las instrucciones las daba a través de Níccolo, con una frecuencia tan baja que le excusaba de hablar con él la mayoría de los días. Bajo la lona, aquel día como tantos otros, todo invitaba a la siesta.

A primera hora de la tarde salió del coro y caminó hasta el exterior del recinto. En el barracón de trabajo, casi al inicio del verano, todavía había bastante luz. Cuando Bálder entró allí, Pólux estaba sentado ante su tablero, con los ojos cerrados. En los párpados le daba la claridad de un rayo de sol. Su mano sostenía un vaso de vino carmesí. El ruido que hizo el extranjero le sacó de su pequeño éxtasis. Primero le miró con asombro, después con desagrado. Sin pronunciar palabra, se llevó el vaso a los labios y bebió aproximadamente la mitad.

– Perdona si interrumpo -dijo Bálder.

Pólux abatió otra vez los párpados y declaró gravemente:

– Me interrumpes.Y no te perdono.

– Me hago cargo.Aunque podrías reconsiderarlo. Ocurrió hace meses.Yo acababa de llegar. Me puse nervioso. No supe lo que hacía.

– ¿Y ahora sí lo sabes? -dudó Pólux, sin abrir los ojos.

– He visto cosas, desde entonces.

El estucador volvió a llevarse el vaso a los labios. Seguía plácidamente expuesto al sol vespertino, sin ninguna expresión en el rostro. Tras enviar el sorbo de vino rumbo a su hígado, preguntó:

– ¿Y te ha gustado eso que has visto?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no encaja con mi temperamento.

– ¿Tu temperamento? ¿Resulta acaso lo que has visto demasiado irregular?

– No es el adjetivo que elegiría.

– ¿Cuál elegirías? Habla sin miedo, sólo soy un alcohólico.

– No tengo miedo de hablar, aunque fueras Gracchus.

Pólux abrió los ojos y volvió poco a poco la cabeza hacia Bálder, que se había sentado junto a una mesa de trabajo, a diez pasos de donde el otro se hallaba.

– Ya me contaron lo de Gracchus -dijo el estucador-. No esperes que yo te admire por eso. ¿Qué adjetivo elegirías?

Bálder no tardó en escoger:

– Inicuo.

– Dios santo, inicuo -exclamó Pólux, con un silbido-. El extranjero ha progresado con el idioma. Va a resultar que no es tan botarate como parecía cuando llegó. Tampoco es mi primera lengua, pero diría que has afinado mucho -aprobó, ensimismado, y añadió-: Así que te has vuelto díscolo. Incluso habrás perdido la prisa por terminar el reposaculos de los canónigos. ¿Es por eso por lo que crees que ahora me vas a caer mejor?

– No lo creo.

– Haces bien. No me caes mejor por eso, sino porque husmeo que te falta esa seguridad de asno con que viniste. ¿Sigues sin beber durante el horario laboral?

– Me es indiferente. No hago nada que merezca la pena. No tengo motivos para cuidarme el pulso.

– Sírvete un vaso, entonces. Este vino es malo, como todo, pero cumple. Algo debe quedar claro, maestro, ya que te invito a que bebas de mi botella. Sigo sin perdonarte. Un día me golpeaste sin motivo, y si pudiera, te devolvería el golpe. No te acostumbres a venir por aquí.

Bálder fue hasta donde estaba la botella y se sirvió un vaso. Esta vez se sentó más cerca de Pólux.

No voy a convertirlo en una costumbre -dijo, tras tomar el primer trago-.Tampoco he venido para pedirte perdón. Hoy no te golpearía, pero entonces lo hice y antes de lamentarlo disfruté. Eso no puedo cambiarlo.

– Si no lo veo no lo creo. Deberías beber más, Fálder, te ordena la cabeza. ¿A qué has venido, entonces?

– A hablar de Náusica.

El estucador quedó en silencio, pero no se alteró.Vació su vaso y pidió a Bálder:

– Alcánzame la botella.

El extranjero hizo lo que le pedía y Pólux llenó su vaso hasta el borde. Mojó en él los labios para rebajar un poco el nivel y paladeó la bebida.

– ¿Qué te hace pensar que yo quiero hablar de Náusica? -inquirió.

– Supongo que no quieres.

– Entonces podrías ahorrarme la molestia.

– Necesito orientarme.

– ¿Para qué? ¿Para volver a dormir a pierna suelta? Olvídalo, maestro.

– Me da igual dormir o no. Quiero acabar.

– Sube a una torre, no hace falta que llegues hasta arriba. Desde la altura de las columnas bastará, sobre todo si caes de cabeza.

– No quiero acabar así.

– Llamas a la puerta equivocada. Sube a ver a Náusica. Ella sabe cómo acabarlo de otra forma.

– Tampoco quiero que sea como ella me ofrece.

– ¿Cómo lo quieres, Fálder? ¿Sin que duela? Lo siento, no soy mago.

– Tú lo acabaste de otra manera.

Pólux le contempló con lástima. Bebió un sorbo de vino, y después otro.

– Eres un imbécil -estimó, sin énfasis-. Lo acabó ella. ¿Y te parece glorioso estar aquí, mientras todos se ríen a tu espalda? ¿Quieres ser como Pólux, el borracho, a quien el último mierda que llega puede derribar impunemente entre el jolgorio general?

– No. Cada uno tiene su propio camino. Quiero dar con el mío.

El estucador sonrió sombríamente.

No has comprendido nada.Te avisé entonces, cuando nadie imaginaba qué sería de ti.Yo sí lo imaginé, y te previne contra el orgullo. No eres mejor que los otros, sólo tenías lo que hacía falta para llamar su atención. Pude verlo antes que nadie porque sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo: recordar cómo era yo cuando llegué. No te odié sólo por ti; te odié, sobre todo, por mí. Luego te vi con Horacio, y adiviné que enseguida estarías delante de ella. Lo grande es que a estas alturas sigas en el limbo. Mírame y tiembla, maestro. Esto es lo mejor que puede pasarte, y no depende de ti, ni yo ni nadie podemos ayudarte a evitarlo.

– Mi historia no tiene por qué repetir la tuya -rechazó Bálder.

– ¿Por qué? ¿Porque tú eres extranjero? Yo también era extranjero, Fálder.Y no estoy diciendo que vayas a repetirla. Digo que te pasará lo que a ella le dé la gana. ¿Captas la diferencia?

– La capto, Pólux. A eso me refería. Quiero ser yo el que decida.

– Sube a la torre, entonces. Pero ni siquiera así podrás estar seguro de que lo estás decidiendo. Antes de saltar, atravesará por tu mente la duda. ¿No te habrá acorralado ella hasta allí? Y cuando tu cara de listo se deshaga contra el suelo, estarás convencido.

– No debí venir aquí esta tarde.

– No si quieres seguir viviendo en la inopia. También te dije que no metieras a nadie, que aguantaras solo. ¿Te alegras de no haber seguido mi sugerencia? Núbila era un hombre inocente, casi feliz, el único que había aquí dentro. Ahora se pudre bajo una lápida.

– Traté de impedirlo.

– Si es así como te consuelas.

Bálder bebió más vino. El sol bajaba despacio, inundando el barracón aun a través de las ventanas mugrientas.

– No me consuelo, pero tampoco voy a atormentarme. Hice lo que pude y no bastó. La vida es eso, casi todo el tiempo.

– Eres duro. Náusica debe de estar encantada. Al fin alguien semejante a ella. Dudo que te sirva para salvarte, en cualquier caso. Te largará lo mismo, cuando empiecen a aburrirle tus caricias y lo demás.

Bálder detectó la fisura en la coraza escéptica de aquel hombre. Sin apiadarse, hundió allí su aguja:

– Nunca la he tocado, Pólux.

Su interlocutor quedó anulado.

– ¿Qué?

– A Náusica. Ni una vez siquiera.

– Tratas de engañarme.

– ¿Qué ganaría con eso? Es la pura verdad. Apartó su ropa y miré su cuerpo, no lo discuto. Pero no la toqué. Ni entonces ni la otra vez que tuve ocasión, una noche, en lo alto de una de las torres. Puse su manto sobre sus hombros y me fui. ¿Tú sí la tocaste?

Pólux apuró su vaso y se sirvió otro, del que tomó inmediatamente la mitad. Estuvo callado durante un buen rato. Al fin, reconoció:

– Por supuesto que la toqué. Quién habría podido resistirlo, después de las mujeres de los subterráneos, después de verla maltratar a los canónigos. Me invitó, con la dulzura que no tenía para nadie. Me prometió todo: sería el dueño y los demás, todos, estarían a mi servicio.Y yo, hundiéndome para siempre, la toqué. No ambicionaba nada, nunca me valí del poder que ella me dio para dominar a nadie. Sólo quería que nadie me dominara a mí. Así fue como me hice esclavo, su esclavo. Mientras tuvo lo que quería, no me pesaron las cadenas. Todos me respetaban, hacía lo que me apetecía, cuando me apetecía y como me apetecía. Incluso obtuve mejoras en las condiciones de trabajo en la obra. Sin proponérmelo, reiné sobre los demás artistas. Gracias a Náusica, intimidaba a los canónigos, y sus altivas concubinas se cuidaban de darme el trato que daban a los otros.