El estucador tomó otro trago.
– Pero cuando a ella se le pasó el antojo -prosiguió-, todo voló. Tuve que suplicar para poder terminar aquí, arrinconado y miserable. Tuve que arrancarle su clemencia, ¿te das cuenta, maestro? Entonces, todos, aunque a ninguno hice mal, que yo recuerde, se rieron a mi costa. Subí un par de veces a la torre, en busca de dignidad. Sólo encontré el camino de vuelta hasta esta botella que me mantiene en pie. ¿Para qué? Para que llegue cada año el verano y me dé el sol en la cara, como esta tarde. Para ver la luna en primavera. Para ser una basura, pero viva. Maldita sea, nunca había confesado esto a nadie. ¿Por qué a ti?
Pólux le miraba como si hubiera olvidado dónde y con quién estaba.
– He dicho que no la toqué, nada más -le socorrió Bálder.
– Ah, sí. ¿Cómo pudiste?
– Cómo no pude, más bien.
– No te entiendo.
– Para tocarla habría tenido que traicionar todo lo que tiene algún valor para mí. O tenía.
– ¿Y qué?
– No pude. Eso es todo.
– Estás atontado, Bálder. Ésa es la razón. Cualquiera de los que sirven al Arzobispo traicionaría a su madre por ella, si fuera necesario.
– Mi madre está muerta.
– ¿Cuál es tu escudo, entonces?
Bálder no deseaba repetir a Pólux lo que ya le había contado a Camila, a Núbila, a Ennius, a Livius y a la misma Náusica. Improvisó para él un resumen distinto:
– Precisamente eso, mi madre muerta. Murió cuando yo era un muchacho. Por casualidad, pasé junto a la habitación donde la estaban amortajando. Me asomé. Todavía no la habían vestido. La habían dejado tendida, desnuda, sobre una larga mesa de mármol. Era alta, como Náusica, y la enfermedad la había dejado esquelética. Cuando la hija del Arzobispo apartó sus ropas, tuve la sensación de que el instante se repetía. Pensé que si la tocaba borraría el recuerdo de mi madre y lo sustituiría para siempre por ella, por Náusica. Tal vez cualquiera de los otros traicionaría a su madre, como aseguras.Yo no pude.
Pólux dibujó una tenue sonrisa.
– Ya veo. Todo es un cuento.
– Todo es cierto. Si no lo comprendes es otra cuestión. Hay quien no tiene nada de lo que renegar y quien carece de escrúpulos si la contrapartida es suficiente. Creo que obré por escrúpulo, pero si te resulta increíble, pon que la contrapartida no era suficiente.
Pólux frunció el ceño.
– Si todo esto no es un embuste, me he dado demasiada prisa en formarme una idea acerca de ti.
Bálder vació su vaso y se sirvió más vino. Invitó al otro, que le tendió el vaso como un autómata. Mientras escanciaba, el extranjero ofreció:
– Tómate el tiempo que quieras. Aún quedan un par de horas de sol.
Pólux bebió tres o cuatro sorbos seguidos. Deshaciéndose del tono condescendiente que había empleado hasta entonces, apostó:
– Si no la has tocado, es que estás enfermo o que no te gustan las mujeres.
– He tocado a otras, demasiadas -objetó Bálder.
– ¿Es posible que seas inmune? -se cuestionó Pólux, como si no le hubiera oído.
– No lo soy. Náusica me atrae. Sueño con ella.
– ¿Sueñas con ella? -regresó el otro.
– Sí.Y he llegado a tallarla.
Pólux pareció regocijarse con la última revelación del extranjero.
– Entonces no eres inmune.
– Quemé la talla, a los pies de la torre, mientras ella estaba arriba.
– Eso no importa. Yo quemé todos los retratos que hice de ella. Y luego los repetí, uno por uno. ¿Quieres verlos?
Antes de que Bálder dijera nada, el estucador se fue hacia un estante y cogió una carpeta grande. Sus dedos se enredaron mientras desanudaban las tapas, las manos le temblaban cuando descubrió la imagen de Náusica. El primer dibujo era un busto. La mirada de la muchacha se perdía en el vacío, la nariz recta bajaba hasta casi tocar los gruesos labios, entreabiertos, dejando ver los dientes. Fue pasando las láminas. Náusica de pie, con la cabeza baja; Náusica de espaldas y de frente, Náusica tendida; Náusica abrazada a sí misma, Náusica de perfil, Náusica inclinada, cubriéndose los pechos con sus manos afiladas como puñales. Había al menos veinte dibujos, todos realizados con la prodigiosa exactitud de la plumilla de Pólux, y en todos Náusica aparecía desprovista de otra vestidura que no fuera su piel, el blanco del papel entre los trazos devotos del artista.
– Eres un magnífico dibujante -apreció Bálder.
– Soy un magnífico desgraciado -rectificó Pólux-. Yo también sueño con ella. Cada noche que no consigo emborracharme lo suficiente. La recuerdo milímetro a milímetro, como si todavía la tuviera entre mis brazos. Por lo que tú desprecias, yo daría el alma, aunque sólo se me brindara una vez. Ahora ya has visto lo que soy. Qué puedo hacer por ti.
– No lo sé. Alguien me aconsejó que viniera a verte. Alguien que no se ríe nunca de ti y que desearía librarse de mí. Hace tiempo que dejo que los días vayan pasando sin más, sintiendo que todo se me va de las manos y que ella está cada vez más cerca de salirse con la suya. Venir aquí no me pareció mejor ni peor que seguir donde estaba. Aunque me temo que quien me dirigió hacia ti no desea mi bien.
Pólux inspiró largamente.
– ¿Aulo? Le malinterpretar.
– No he mencionado ningún nombre.
– Me has dado demasiadas pistas.
– Está bien. ¿Qué es lo que intenta, en tu opinión?
– Aulo es el único constructor auténtico que hay entre estos muros, aunque probablemente no se haya dado cuenta. Quiere que no le eches abajo lo que ha conseguido levantar hasta ahora.Tu mal no le es indispensable para eso, o al menos prefiere no provocarlo. Ha creído que yo podría moderar tus impulsos que le asustan. Pero se equivoca.Yo no puedo cambiar nada de lo que decidas hacer. No podría aunque fueras como yo. Menos puedo si hasdesplantado a Náusica. Eso es algo que ni siquiera puedo concebir.
– A pesar de todo -afirmó Bálder-, con nadie tengo en común tanto como contigo.
– ¿Tú crees?
– Con nadie tengo nada en común. Contigo la tengo a ella.
– ¿A Náusica? Si ése es tu criterio, no soy el único.
– Pensé que eras el único artista que había tenido relaciones con la hija del Arzobispo y vivía para contarlo.
– Soy el único artista. Pero hay al servicio del Arzobispado otro que gozó de los peligrosos favores de Náusica y vive, como yo, para callarlo.
– ¿Un canónigo?
– No, Náusica no es una viciosa. Tiene un extraño sentido de la rectitud.
– ¿Algún funcionario?
– Demasiado vulgar para ella. El otro superviviente es el arquitecto.
– Nunca le he visto.
– Ni tú ni nadie, desde hace años. Desde que ella terminó con él. Yo le conocí cuando todavía venía por la obra. Era un hombre arrogante, totalmente poseído de su genialidad. Náusica era entonces muy joven, poco más que una niña que acababa de despertar.Y lo primero que vio fue al arquitecto. Sírveme más vino, por favor.
Bálder reparó en que el estucador había vuelto a vaciar su vaso. Con el cálculo de soltarle la lengua, accedió a su ruego. Para ello tuvo que abrir otra botella, que encontró en un aparador repleto de ellas que Pólux le señaló previamente.
– Aulo se encarga de que esté siempre lleno. Es un buen tipo, aunque juraría que él sólo cree cumplir la orden que Náusica hizo que le dieran cuando conmutó mi pena.
Bálder echó también vino en su vaso. Se complacía en acompañar a su interlocutor en su embriaguez, como si esto fuera lo mínimo que le debiera a cambio de su inesperada, quizá involuntaria generosidad.
– Como decía -reanudó su relato el estucador-, Náusica despertó al mundo y divisó, luminosa e imponente, la estampa del arquitecto. Esto es, de quien ostentaba el privilegio de haber urdido a partir de la nada y su inteligencia el proyecto que se había convertido en la piedra y el barro con que bregábamos los demás. No lo dudó un instante. Me figuro que cuando el arquitecto vio acercarse a él a aquella larga niña escuálida, cuando la tuvo entre sus manos y cuando, al fin, quebró su virginidad, experimentó la culminación de su destino. Había ideado la catedral, donde los canónigos pretendían encerrar a Aquel a quien adoraban, y mancillando la carne de la hija del Arzobispo, había, en cierta forma, profanado su más precioso sagrario. Por dos veces, había doblegado a Dios. Pudo vivir en esta ilusión, que hacía coincidir a Dios con los ínfimos avatares de sus servidores, durante bastante tiempo. Náusica necesitó algunos meses para hacerse a sus nuevas experiencias y para pulir su tortuoso carácter de mujer. Al mismo tiempo, se hizo con las riendas, utilizando astutamente a su padre hasta que sus más estrechos colaboradores comprendieron que los designios de aquella déspota adolescente serían, antes o después, las órdenes del Arzobispo. De tal manera les hizo temer por su propia integridad, que pronto la voluntad de Náusica suplantó sin dificultades a la de su padre. Sólo cuando estuvo segura de haber conseguido esa fuerza, dio instrucciones para demoler de un plumazo la vanidad y los ensueños del arquitecto. Entonces, éste se enfrentó con la verdadera faz de Dios, encarnado en la saña de aquella muchacha. Náusica o Dios, que inspiraba su mano para castigar la soberbia del arquitecto, consideró innecesario quitarle la vida. La penitencia fue mucho más atroz. Lo gracioso del asunto es que hasta el día en que los guardianes irrumpieron en su cámara, lo sacaron a rastras y lo llevaron de nuevo a ella, un par de horas después, despojado de aquello con lo que había creído completar su gloria, el arquitecto habría jurado que la muchacha lo amaba por encima de todas las cosas. Desde aquel día, vivió recluido en susaposentos, purgando sus pecados y su antigua fortuna. Desde aquel día, nadie ha emitido pautas precisas sobre cómo debe ejecutarse el proyecto de la catedral. Va creciendo por sí sola, abandonada a la incuria de los artistas y los operarios, que sólo a duras penas y con poderes insuficientes Aulo trata de encauzar. Nunca sabremos si lo quiso así, pero es lo cierto que Náusica inició, indirectamente, el caos de la obra.