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El sol bajaba ahora más deprisa. Su aureola ya casi lamía la sombra negra del palacio arzobispal, que en lo alto de la colina sobre la que habían construido la ciudad coronaba la linea del horizonte. Bálder, pese a la liviandad que le proporcionaba la bebida, percibía el horror de cuanto le había sido confiado.

– ¿Dónde oíste esa historia? -preguntó.

– Dónde dirías tú que la oí.

– Conociste al arquitecto.

– No lo he visto desde que vino por última vez a la obra.Y entonces él estaba entero y yo era demasiado diminuto para que se rebajara a dirigirme la palabra. Casi tan diminuto como lo soy ahora.

– ¿Dónde, entonces?

– Fue la propia Náusica quien me la contó, con su habitual desapasionamiento. Fue poco después de comunicarme, de acuerdo con su estilo, que un secretario de su padre, habiendo sido informado de mis sacrílegas andanzas, iba a enviar a los guardias a mi celda. Desde que fui verdaderamente consciente de lo que implicaba compartir su lecho, aguardaba aquel momento. Pero uno siempre hace por apartar ese tipo de pensamientos de la cabeza. Cuando me anunció que el momento había llegado, yo estaba desprevenido, y me derrumbé.

Pólux movió el vaso, que había vuelto a vaciar. Bálder acudió enseguida a llenarlo. Con voz pastosa después del largo trago, siguió narrando el estucador:

– Imploré de rodillas que me dejara vivir. Represéntate la escena.Yo, que hasta una hora antes me creía el amo del mundo, allí postrado ante una muchacha que se mordisqueaba la punta de las uñas. Yo, a quien todos temían sólo una hora antes, sollozando y reducido a la nada más perfecta. Ante mi indigna insistencia, Náusica alegó que le sería difícil disuadir al secretario de que aplicara unas normas que determinaban de modo inequívoco lo que debía hacerse de mí. Sólo había, simuló recordar de pronto, una posibilidad para mi petición, un precedente que habría que aducir ante el secretario, aunque no me podía garantizar nada. En cualquier caso, estaba convencida de que yo no aceptaría aquella solución, así que le parecía inútil perder el tiempo detallándola.

Antes de continuar, Pólux tomó más vino. Apenas podía controlar su lengua cuando arrancó otra vez:

– Le dije que aceptaría lo que fuera con tal de vivir. Sonrió y repuso que no estuviera tan seguro. Entonces me refirió el precedente. Era la historia del arquitecto. Así la supe, Bálder.Y así sobreviví. Si aceptas un consejo de quien está lo bastante borracho como para haberte entregado su secreto a cambio de nada, cuando te llegue la hora, no elijas vivir.

Bálder asistió en silencio al llanto de aquel hombre, que se mezcló con el vino del vaso que por enésima vez apuraba.

– Luego -explicó-, he empleado buena parte de mis interminables jornadas en recapacitar acerca de aquel dilema. He pensado mucho en los otros, a quienes también debió de planteárselo. Puede que no tuvieran valor para elegir lo que yo elegí. Puede que tuvieran valor para elegir lo otro. En todo este tiempo, no he llegado a dilucidar si fui o no un cobarde. Lo que no dudo es que elegí desatinadamente.

– Sería una ligereza acusarte de cobardía -murmuró Bálder.

El sol ya caía por detrás del palacio. Pólux enjugó su llanto y apartó el vaso lejos de su mano.

– Hoy no beberé más -resolvió-. Así esta noche soñaré con Náusica, para colmar mi vergüenza.

– ¿Y el Arzobispo? -se interrogó Bálder, en voz alta.

– El Arzobispo -le hizo eco Pólux.

– ¿Qué hace? ¿Dónde se mete?

– En alguna parte del último piso del palacio. Ni yo ni nadie que yo conozca, a excepción de su hija y alguno de sus secretarios, le ha visto jamás. En alguna ocasión he llegado a sospechar que no existe. Pero esto son especulaciones. Confórmate con la certeza de que no se puede llegar hasta él.

Durante un largo espacio, ninguno pronunció palabra. Pólux estaba ausente y Bálder tenía reparo en perturbarle. Finalmente, habló el extranjero:

– Hay otra cosa que me intriga. ¿Cómo se las arregla ella para no quedar preñada? Eso daría al traste con todo. ¿Por qué?

– Porque no quedaría limpia, como hasta ahora.Y no podría ocultarlo a su padre.

– Haría que le limpiaran las entrañas. Pero no le des vueltas. Con el arquitecto debió de favorecerle la suerte. Con los demás tomó ciertas precauciones. Sólo el diablo sabe de dónde lo sacó y en qué consiste, pero el método es infalible.

En ese instante sonó la campana que marcaba el final del día de trabajo. Pólux se puso en pie y recogió sus útiles.

– Todavía no entiendo por qué te he atendido esta tarde, maestro.

– Te agradezco que lo hicieras.

– Debería haberte engañado, haberte inducido a hacer algo que lamentaras. No me he vengado de tu ofensa. Pero creo que estás fuera de mi alcance. Tus razones y tu conducta escapan a mi comprensión. Habría sido un esfuerzo ingenuo.

– Lamento haberte golpeado, de verdad. Fue un abuso que cargaré siempre sobre mi conciencia. Si alguna vez hay algo que pueda hacer por ti.

– Nadie puede hacer ya nada por mí. Hazlo por ti. Si has resistido hasta ahora, sigue resistiendo. No te dejes coger. Cuando lo haces, perteneces para siempre al Dios para el que proyectaron esta catedral, el mismo que permite que Náusica imponga su ley. Niégalo, quédate fuera, si es que todavía puedes hacerlo. Cuando te dejas coger, acatas su recompensa y su castigo. La recompensa se esfuma pronto y el castigo es infinito.

– Ya estoy bajo la ley de Náusica, Pólux. Si me rindo como si resisto, hará lo que le plazca, salvo que haya algo más de lo que ahora está a la vista.

– Yo no te he escondido nada.

– Acaso merezca la pena rendirse, después de todo. Si he de caer bajo la espada, que sea llevándome el recuerdo de Náusica gimiendo debajo de mí.

– No te llevarás ese recuerdo. No hace ningún ruido, nunca.

– Pero será placentero.

A Pólux le brillaron los ojos.

– Es algo más que placer. Es, en el fondo, lo que, en la historia que te conté antes, sintió el arquitecto. No fue Náusica quien lo describió como lo hice. Intercalé mi propio sentimiento. Fue justamente así: como si violara el sagrario. Mucho más intenso que el placer.

A través de las ventanas, Bálder contempló el ocaso.Ya casi no quedaba nada, entre él y Náusica. Un último resto de su vieja indocilidad, de la sustancia interior que se escurría entre sus dedos, le obligó a porfiar aún:

– Tengo que agotarlo todo. ¿Dónde puedo encontrar al arquitecto?

– Si no ha muerto, en algún lugar del palacio.

– Le buscaré.

– Bálder -le retuvo Pólux. Notó cómo temblaban los dedos que aferraban su antebrazo.

Qué.

– Quisiera pedirte algo.Vaya por delante que no creo demasiado probable que tu suerte sea distinta -aclaró-. Te lo pido sólo por si mi presagio no se cumple.

– Estoy en deuda contigo.

El estucador le susurró al oído, rápido y brutaclass="underline"

– Si te salvas, mátala.

Bálder no respondió enseguida. En los ojos vidriosos de aquel hombre, abrumados por el dolor y el oprobio, vislumbraba de repente un destino portentoso, irreal.Arrebatado por aquella visión, musitó:

– Así sea.

Capítulo 13 EL SUEÑO DEL ARQUITECTO

Esa misma noche, cuando apenas acababa de sumirse en una inconsciencia aturdida por el vino compartido con Pólux, un ruido le despertó. Había alguien en el pasillo. Al momento su puerta se abrió y en el umbral apareció una silueta envuelta en una holgada vestidura. No había luz suficiente. Mientras prendía la lámpara que tenía junto a la cama, el visitante cerró la puerta tras de sí. Cuando la luz se hizo, Bálder comprobó, con cierto alivio, que se trataba de Eunice.

Estaba recostada sobre la puerta y le contemplaba con suficiencia. Todavía medio adormilado, Bálder pensó en cómo trataría Eunice a los altos canónigos, cuando los acompañara a sus aposentos después de las reuniones del círculo de conspiradores. Había imaginado que en tal circunstancia Camila, aun siendo como había sido la ayudante de un canónigo de poco rango, no se conducía con excesiva reverencia. Eunice, que tomaba al dictado las órdenes del casi omnipotente Livius, debía de complacerse en hacer sudar bajo la púrpura a quienes se atrevieran a llevársela. Lo que para Camila había sido una imposición acatada de mala gana, para Eunice era un placer voluntario, morbosamente inferior.Y ahora aquella mujer estaba allí, apoyada en su puerta. Bálder no era un alto canónigo, de los que la rutina de Eunice estaba colmada. Por el momento estaba fuera del alcance de los altos canónigos. Mañana podía estar abandonado a la crueldad del último guardia.Aquella dualidad debía de estimular a la ayudante del secretario. El hombre consumió un buen rato de silencio en encadenar estas reflexiones. A la mujer no le costó nada aguardar, vencida contra la puerta.