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– Otras tenían la delicadeza de llamar -dijo Bálder, al fin.

– Procuro prescindir de todo lo que es prescindible -replicó Eunice-. Eso exaspera a Livius, que tiende a ser demasiado formulario. Pero me conserva en su antesala, a pesar de todo.

– ¿Y si estuviera ocupado?

– ¿Lo estás?

– Podría haberlo estado. No sé si me explico. Eunice frunció la nariz.

– Por el olor, apuesto a que hace más de un mes que no traes mujeres aquí.

– ¿Tienes tan buen olfato o te limitas a usar lo que te dije al respecto?

– Uso lo que el secretario sabe en todo momento de ti.Yo soy quien ordena y clasifica los informes.

Bálder se incorporó en el lecho. Se frotó los ojos y preguntó, afectando candor:

– ¿Acaso se me espía?

– Desde luego.A ti y a todos.Aunque desde hace tiempo la documentación sobre ti es especialmente voluminosa. -Comprendo. ¿Has venido a espiar tú también? -No. Sería demasiado evidente. Los espías han de pasar desapercibidos.

– En cualquier caso, ¿vienes a título personal o por encargo de Livius?

Eunice se abrazó los hombros.

– Livius no tiene ni idea de que estoy aquí.

– Supongo que eso significa lo que me pareció que significaba tu presencia desde que encendí la lámpara y te vi ahí, sonriendo. Sólo por terminar de situarme: ¿Debo sentirme halagado por esta visita?

La mujer arrugó el entrecejo y alzó la vista hacia el techo.

– Durante unos días confié en que averiguarías dónde duermo -reveló despaciosamente-. Pero has sido perezoso, así que he tenido que venir yo. Me has decepcionado un poco, la verdad. Creía que te gustaba infringir las normas.

– No porque sí.Y no veo qué norma habría infringido buscándote.

– ¿No te advirtió Livius que no debías mezclarte conmigo?

Bálder tardó un segundo antes de contestar:

– Al revés. Casi diría que me incitó. Quizá por eso no me interesa.

– Eres muy desconsiderado. Ningún hombre bien educado desaira así a una dama.

– Yo no… En fin, tú no eres una dama, exactamente.

– ¿Y qué soy?

– Qué importa.

– Me gustaría oír lo que escondes -le provocó ella.

– No escondo nada. Que diga que no eres una dama no implica que me haya formado un juicio acerca de lo que eres. Hace unos meses podría haberlo hecho. Pero todo ha cambiado mucho desde entonces. Hace unos meses, incluso habría averiguado dónde duermes.

– ¿Ah, sí?

– Sin entusiasmo. Sólo por la facilidad.

– ¿Y ahora?

– Nada fácil me sirve.

– Para qué.

Bálder se detuvo un instante antes de insistir:

– ¿Seguro que no has venido a espiarme?

– Puedo darte mi palabra. Seguro no podrás estar nunca.

– ¿Y qué ocurrirá si Livius se entera de que estás aquí? -Se enterará la niña.

– Y no te preocupa.

– Por supuesto que me preocupa. La niña es malvada.Y minuciosa. Eso es, con mucho, lo peor que tiene -añadió Eunice, pensativa.

– ¿Vienes por el peligro?

– Vengo, sin más. No te he pedido que te cuides de mí. Si quieres cuidarte tú, lo entiendo.

– Te equivocas. Estoy demasiado escarmentado para hacer las cosas sin un motivo. Ése es el único problema. Dame un motivo, si puedes, y no me cuidaré del mismísimo infierno.

Aquél era el momento que ella había estado esperando. Se despegó de la puerta y avanzó dos o tres pasos hacia la cama. Bálder mantuvo su gesto somnoliento.

– No te has dado cuenta -le recriminó Eunice-. Nunca has tenido una mujer como yo. Puedes olvidar lo que recuerdes de las bajas funcionarias con que distraías tu insomnio. Eso vale para Octavia y también para Camila.

– Camila llevaba ropa como la tuya, en las reuniones nocturnas de canónigos y otros trepadores en el salón de Náusica.Y no relataba con orgullo lo que solía hacer con aquella gente.

– Es probable que esta ropa te impida ver. Pero eso puede arreglarse. Quieres un motivo. Voy a dártelo, maestro.

La maniobra que emprendió a continuación Eunice para desvestirse resultó algo complicada. Hubo de desabotonarse la espalda y hacer un par de extrañas operaciones antes de que el ropaje amplio, en parte semejante al de los canónigos, se desprendiera de su cuerpo. Cuando cayó al suelo, se supo que Eunice no llevaba nada debajo. Su desnudez resultaba imprevista, pero no era nada que a Bálder, que conocía la piel translúcida de Náusica, al natural o en los dibujos de Pólux, pudiera impresionar de forma duradera.

Eunice se irguió y mientras le retaba confundió el silencio de Bálder con alguna clase de admiración. El extranjero, en realidad, sopesaba si debía rogar a aquella mujer que volviera a vestirse y le dejara dormir en paz o si, por el contrario, podía existir alguna razón para sostener con ella un simulacro. Previó meticulosamente el hastío que habría de suceder a la simulación, cuando lograra que ella se fuera y volviera a estar solo tratando de recobrar el sueño.Acaso pudiera cumplir el trámite sin prodigarle palabras que no deseaba pronunciar, sin que sus manos la estrecharan más allá de lo que quisiera el viejo hábito prensil. Mientras enfrentaba la dorada mirada de Eunice, halló de pronto un pretexto para no rechazar la oferta. Livius le había solicitado que se abstuviera de hacer aquello a lo que Eunice le invitaba. Si la solicitud era veraz, desoírla era tanto perjudicar al secretario como a aquella mujer, a la que, por lo demás, no debía ninguna compasión. Recorrió de arriba abajo a la ayudante y admitió que era hermosa y que aquello excitaba su maldad. Una maldad que a aquellas alturas sólo podía tener una destinataria. Intuyó que demorarse en aquella ninfa inútil, de uno u otro modo, no podía dejar de ofender a Náusica.Y si se trataba de alguna prueba tramada por el propio Livius, confiaba en exhibir la indiferencia suficiente para que nadie pudiera sacar la sensación de que el experimento tenía el menor éxito.

– Puede que eso sea un motivo, y puede que no -juzgó Bálder, mientras Eunice seguía allí, altiva y convencida-. No pretenderé que no me atraes. Pero hoy he bebido más vino del que conviene a lo que pudiéramos hacer tú y yo esta noche.

– ¿Es eso una negativa? -interrogó la mujer.

– Es una duda que acaso quieras intentar disipar. Si no te sientes con ánimo, no te guardaré rencor. En realidad, yo estaba durmiendo.

Eunice reaccionó con ira:

– Te permites el lujo de insultarme, cuando no has conocido más que los trucos de un puñado de furcias que se arrastrarían ante el más insignificante canónigo. Los canónigos más influyentes se arrastran ante mí. Sin ir más lejos, Livius me suplicó que esta noche fuera a sus aposentos. Los otros secretarios lo hacen a menudo. Yo voy con quien me place y cuando me place. Ésa es una diferencia que deberías valorar.

– No voy a pedirte perdón, Eunice. Tampoco voy a llamarte furcia, si es eso lo que persigues.Ven aquí o lárgate.

– ¿Cómo?

Si vienes, haré lo que pueda, y no voy a obsesionarme si no puedo hacer nada. Si te largas, para mí será más o menos lo mismo, pero me cansará menos.

– Me iré, entonces.

Bálder meneó la cabeza.

– Me juego un brazo a que no vas a irte -se burló.

– No he venido a que me humilles -masculló Eunice, recogiendo su ropa.

– Vamos, Eunice. Eres tú quien quiere humillar a Livius. Nadie te ayudaría a eso, excepto yo, si me excusas de inventar que te deseo. Sólo deseo olvidar y ser olvidado. Entre otras razones, porque ya no me conmueve que una mujer bien hecha como tú se desnude a los pies de mi cama. Medítalo. Es un juego limpio. Tú consigues lo que buscas y yo me ahorro mentir.

– Tú no tienes ni idea de qué es lo que busco. ¿Hace falta que la tenga?

– No -concedió la mujer, dejando caer la ropa al suelo-. Pero preferiría que no te apiadases de mí.

– Yo ya no me apiado de nadie -afirmó Bálder, aviesamente-. Llegas a destiempo, es todo. Supongo que alguna vez tuve las manos cargadas de guirnaldas para esparcirlas sobre el vientre de las muchachas que se aviniesen a acogerme. No lo juraría, tampoco. El caso es que ahora sólo me quedan las herramientas y la costumbre. No soy mejor que los canónigos. Nada va a sorprenderte.

– Seré yo quien te sorprenda a ti -porfió la mujer.

Eunice distó de sorprenderle. Bálder asistió con desasosiego a los afanes de la ayudante del secretario, y cuando todo hubo concluido, sin dejarla reposar, sin trámites innecesarios, interpeló a la mujer:

– ¿Podrías arreglarme una entrevista con el arquitecto?

– ¿Eso es todo lo que se te ocurre en este maldito instante? -protestó Eunice, con más reticencia que asombro.

– Perdona. Dentro de un minuto te habrás ido. Si no lo pregunto ahora tendré que subir mañana, y no me apasiona hablar con Livius.

– No tienes que subir a verle. Envíale un mensaje por escrito y él lo arreglará.

– ¿No podrías hacerlo tú, sin que él lo supiera?

– Imposible. Lo sabrá.Y yo no haré lo que me pides a sus espaldas. Si lo de esta noche ha sido con ese cálculo, has calculado bastante mal, maestro. Envíale un mensaje. Me ocuparé de que tu petición se tramite enseguida.