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Bálder recorrió el espectacular despliegue del proyecto, aquellas perspectivas innumerables que en el recinto de la obra no habían sido realizadas sino en una fracción minúscula, a pesar del gentío de operarios y artistas. Una vez que hubo examinado someramente todo, llegó a la conclusión de que la obra jamás podría llegar a igualar lo que aquel visionario había prodigado en sus esbozos y concretado, sólo como una de las alternativas posibles, en la reproducción de yeso que apabullaba al intruso.

En cuanto pudo salir del anonadamiento que causaba la visión de lo que debían de ser años de esfuerzo y obsesión, el extranjero buscó al autor del desproporcionado artificio. En la pared del fondo se abría un hueco del tamaño de una puerta, cubierto por una tela gruesa deshilachada en su extremo inferior.Vaciló entre llamar o tomarse la libertad de aproximarse y apartar la cortina. Como ignoraba el nombre del arquitecto y le pareció ridículo gritar algo por el estilo de si había alguien allí, optó por lo segundo. Cuando retiró la cortina, apareció ante él un cuarto más pequeño que la pieza desde la que se asomaba. El mobiliario era viejo y paupérrimo. Sentado sobre un camastro, junto a la ventana, estaba el arquitecto. Era un hombre de buena estatura, no más de diez o quince años mayor que él. Sin embargo, había encanecido enteramente. Tenía la tez grisácea y unas oscuras cuevas bajo los ojos. Observaba la mañana a través del cristal, sin ocuparse del recién llegado. Bálder se fijó en sus manos, largas y delgadas, vencidas sobre el vientre.Aunque vestía una especie de bata cubierta de inmundicia, transmitía una sensación de rara apostura.

El extranjero traspuso el umbral. Supuso que no le correspondía hablar a él primero, así que esperó. Al fin, la voz bien templada del arquitecto sonó, con apatía:

– De modo que eres Bálder y tallas madera.

– Sí.

– Livius me avisó de que vendrías. No me avisó para qué.

El arquitecto no apartaba la vista de la ventana.

– No le dije para qué venía -explicó Bálder.

– Comprendo.

Agotado aquel desganado inicio, no era presumible que el arquitecto reanudara la conversación. Bálder aceptó tomar la iniciativa.

– Hace unos cinco meses que deseo conocerle -mintió, con aplomo-. Poco después de llegar a la obra subí a una de las torres. Estuve contemplando desde allí el pueblo y el palacio. Me impresionó.

– ¿Qué le impresionó? -inquirió el arquitecto, dando a Bálder, atentamente, el mismo tratamiento que el extranjero le había dado a él.

– La idea de elevar aquellas torres en medio de la llanura, de hacerlas iguales al palacio sobre su colina, como si los dos edificios se enfrentaran en la distancia.

– No entendió nada -observó apaciblemente el arquitecto-. Si la catedral estuviera completa, desde aquellas torres no se vería el pueblo, sino las torres centrales.

– ¿Y desde las torres centrales?

– El cielo de día y las estrellas de noche. Mi proyecto no establece ningún vínculo sobre la tierra. ¿A qué ha venido a verme, maestro tallista Bálder? Dudo que sea para hablar de mi proyecto. Hace años que todos, incluido yo mismo, desistimos de él. En este momento sólo existe un engendro que traiciona todo lo que alguna vez pude concebir.

El arquitecto le medía ahora con sus ojos cavernosos, en los que una débil luz era todo el residuo de la antigua arrogancia que Pólux le había imputado.

– No tiene sentido dar rodeos -admitió Bálder. -Desde luego. Livius sólo puede tener una razón para ordenarme que le reciba.

– En ese caso imaginará por qué vengo.

– No, no lo imagino. No podría precisar los meses que hace que nadie entra en esta habitación, aparte de quienes me traen la comida y el material. Sospecho que en todo ese tiempo Náusica ha seguido entreteniéndose, pero el hecho es que no ha considerado oportuno enviarme a nadie hasta hoy. Esta es una situación totalmente novedosa para mí.Y en cuanto a mi imaginación, está, cómo diría, expoliada.

– No me envía Náusica.

– ¿Cómo es que está aquí, entonces?

– Yo pedí verle, por mi cuenta.

– ¿Para satisfacer su interés por las ideas que inspiraron o dejaron de inspirar mi proyecto?

– Su proyecto me interesa, sobre todo después de ver lo que hay en la habitación de al lado. Siempre me interesó, aunque sólo pudiera guiarme por la obra. Pero no he venido por eso.

El arquitecto se levantó de la cama y caminó con paso inseguro hasta una pequeña alacena. Tomó una botella de vidrio tallado y un vaso pequeño.

– ¿Quiere un vaso de licor? -ofreció.

– No, gracias. Es demasiado temprano.

– Yo apenas bebo -aseveró, mientras se servía-. Por eso puedo hacerlo a cualquier hora. Además, el licor es dulce y tiene poco grado. Iba a decirme por qué ha venido a verme.

– Estuve hablando con Pólux. Me contó su historia.

– ¿Quién es Pólux? -el arquitecto pronunció el nombre como si nada de aquello fuera con él-. ¿Y qué historia es ésa, la de Pólux o la mía? Con la segunda tengo alguna relación, pero no sé que pueda tenerla con la de ese sujeto.

– Se trata de la historia de usted.

Al oír la respuesta, el arquitecto declamó, con un ímpetu exiguo:

– ¿Cuál de ellas? ¿La del brillante joven que deslumbró a todos, con su sueño de una catedral grandiosa como ninguna que se hubiera construido? ¿La del asalariado que vio cómo se iba disolviendo su sueño en una combinación de desconfianza y presupuestos insuficientes? ¿La del desengañado que continúa retocando el proyecto irrealizable para no enloquecer con el paso del tiempo?

Bálder no respondió enseguida. Ajustó las palabras de forma que sacudieran lo justo a su interlocutor.

– Ninguna de ésas. Pólux me contó la historia de alguien que pagó un alto precio por conocer la intimidad de Náusica.

El arquitecto mudó al punto su gesto. Casi sin fuerza, repitió:

– ¿Quién es Pólux?

– Alguien que pagó el mismo precio.

– ¿Y quién eres tú? -volvió a tutearle el arquitecto, nerviosamente.

– Yo podría ser el próximo, por lo que ella tiene previsto.

El arquitecto dejó sobre una mesita su vaso vacío y se acercó a la ventana. Permaneció ante ella, encorvado, con las manos en los bolsillos.

– ¿Qué diablos quiere, después de tantos años? -se quejó-. Habría jurado que se había olvidado de mí. -Puede que sea así.

– Si Livius me ordena que te reciba, es que no es así.

– Te equivocas -le tuteó también Bálder-. Ella ni siquiera me dirigió hacia Pólux.Yo voy de un sitio a otro y ella tolera que me mueva a mi albedrío. No hace más.

El arquitecto se giró hacia Bálder.

– Pongamos que todo lo que dices es cierto, que ella no tiene ninguna responsabilidad, aparte de permitir que un lunático vaya husmeando por ahí. ¿Qué esperas? ¿Que te cuente cómo duele o cuánto duele o por qué duele? Contesta. Me ayudaría descubrir cuanto antes si estoy charlando con un idiota.

– Quiero saber por qué lo hiciste.

– ¿Por qué hice qué?

Ceder.

– ¿Ceder?

– Tenías un proyecto. Todos estaban a su servicio, y era tuyo.Tu alma pertenecía al proyecto y el proyecto pertenecía a tu alma. ¿Por qué se la entregaste a ella?

El otro se dejó caer de nuevo sobre su lecho.Abatió los párpados y restregó las yemas de sus dedos índice y pulgar contra su tabique nasal.

– Al menos, idiota no eres -juzgó, extenuadamente-. Sólo te precipitas al sacar tus conclusiones. Mi alma ya no pertenecía al proyecto, maestro tallista Bálder. El hechizo se había roto. Seguía dibujando, puliéndolo, yendo a la obra a despotricar contra las desviaciones que se cometían. Acababan de levantar las torres, y cuando había tenido ante mí, casi terminado, aquel ensayo de las torres mayores que habrían de erigirse más tarde, había estado a punto de abrigar esperanzas. Era joven y disponía de tiempo para vencer dificultades. Pero mi optimismo fue pasajero. Pronto hube de averiguar que no sería capaz de consagrar toda mi vida, con el mismo coraje, a vigilar cómo se materializaba con aquella lentitud lo que mi cerebro había ingeniado. Aquí, en mi estudio, el proyecto crecía día a día, o noche a noche, mientras abajo, en la obra, se avanzaba casi tanto como se retrocedía en cuanto relajaba mi vigilancia. Yo había proyectado una catedral magnífica, y de pronto me encontraba empozado en una empresa tediosa, infinita. Me evadía de aquella maldición en mis dibujos, y en mis cada vez más esporádicas visitas a la obra. Pero lo cierto es que ya me había rendido.

Al llegar a este punto, el arquitecto se interrumpió, acaso para ordenar sus recuerdos.

– Fue entonces cuando conocí a Náusica, o más bien, cuando ella se manifestó -reanudó su relato-.Antes sólo la había visto ocasionalmente, siempre de lejos, en alguna ceremonia. Al principio era una niña huidiza y luego no pasaba de ser una adolescente retraída. A aquellas ceremonias no asistía toda la curia; sólo el Arzobispo, sus secretarios y algunos altos canónigos. A mí se me invitaba por mi alta responsabilidad como autor del gran proyecto, aunque era más bien poco lo que entendía de lo que allí tenía lugar. Matando el aburrimiento que me producían los ritos, me había fijado en la extraña presencia de aquella niña rodeada de sus preceptoras. Salvo por el hecho de ser la única de su edad que asistía a las ceremonias, nunca me había llamado mucho la atención. Me había chocado, claro, que fuera hija del Arzobispo, según me había susurrado al oído el canónigo al que un día había preguntado quién era y qué hacía en el palacio. Pero alguien, tal vez el mismo canónigo, me había aclarado que el Arzobispo la había engendrado antes de hacer sus votos y que la madre había muerto poco después de nacer ella. Así que no tenía razones para preocuparme especialmente por aquella rubia y escuálida criatura.