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– Hombre, buenos días -medio gruñó-. ¿Qué tal la noche?

– No puedo quejarme -respondió Bálder, acordándose contra su voluntad de Camila.

– Yo no puedo decir lo mismo. Ayer me acosté con el presentimiento de que su llegada me traería complicaciones. Parece que desde que construyo catedrales Dios me ilumina más de lo que yo mismo quiero. Esta mañana me he desayunado con esas complicaciones.

– Lamento ser una molestia.

– Ah, no se preocupe. Voy a impedir a latigazos que esa idea que les ha metido a nuestros canónigos en la cabeza me arruine el ritmo de la obra. Le juro que en dos días tendrá instalada esa maldita nave de lona, como la llaman, aunque necesite llevarme por delante a la mitad de estos holgazanes.Tampoco les tengo demasiada estima, no sé si se ha dado cuenta.

– Lo de la lona no ha sido idea mía -explicó Bálder-. Yo pedí un taller.

– Ya. No quería pasar frío. Pero el canónigo ha querido que se vaya enterando de que no le pagan por su habilidad. Si me guarda el secreto, aunque sigo sin entender del todo para qué levantamos estas piedras, tengo la sospecha de que lo esencial es que suframos. Algo las impregna con nuestro sufrimiento, como una especie de unción para cuando vayan a consagrarlas. No se sienta responsable. Los canónigos han debido de recibir noticias de que todos estos malnacidos habían dejado de sufrir y por eso se les ha ocurrido lo de la lona. Ahora a mí me toca darle al látigo y tampoco pienso sentirme responsable.

– Lo lamento, de todas formas.

– No se esfuerce, nadie se lo agradecerá. Como parece que vamos a vernos bastante será bueno que sepa mi nombre. Me llamo Aulo, aunque todos éstos dicen siempre ese hijo de puta, se lo aviso para que no se despiste.

– Yo me llamo Bálder.

– No hay muchos extranjeros aquí. A los canónigos no parecen hacerles mucha gracia.

– No he observado en su trato hacia mí que tuvieran ninguna reserva por eso.

– Ya me contará cómo lo hace.Todavía no he conocido a un canónigo que no se reserve conmigo casi todo lo que piensa.

El capataz interrumpió la conversación para detener la maniobra de una cuadrilla que amenazaba ostensiblemente la estabilidad de una parte del andamiaje. Aprovechó para repartir algunas lindezas y, algo más calmado, regresó a Bálder

– Me han ordenado que le proporcione todo lo que me solicite -informó-, así que soy su esclavo. Pida y se le dará.

– No creo que hoy deba pedirle mucho. Me dijeron que me asignarían cinco hombres. Me gustaría conocerlos. También me gustaría ver las herramientas que podré utilizar, y la madera, si es posible. Con eso me sobrará, por el momento. Luego le agradecería que me proporcionara un lugar bajo techo, para preparar algunos planos y dibujos mientras cubren el coro.

– Por supuesto. Si le parece, a sus hombres me limitaré a presentárselos. Hoy y mañana los necesito para colocar la lona. Le dejaré a uno para que le lleve a ver el material. Sus planos podrá hacerlos en el barracón que hay al otro lado de la fachada Norte; quiero decir de lo que algún día será la fachada Norte, ya irá entendiendo la forma de hablar. Imagino que podrá encontrar algún sitio con luz suficiente.

Aulo llamó a un individuo de mediana estatura y complexión débil, que remoloneaba al pie de la estructura que elevaban sus compañeros. En teoría aseguraba el soporte de un andamio, pero no ponía la energía precisa para resultar convincente.

– Níccolo, ven aquí.

Níccolo miró a Bálder con unos ojillos maliciosos y se puso enseguida en pie. Se sacudió de la ropa un polvo inexistente y caminó con un cómico trote hacia ellos. Al llegar inclinó un poco la cabeza.

– Níccolo, desde hoy éste es tu jefe -anunció Aulo-. Se llama Bálder y tendrás que obedecerle, aunque te pida que trabajes.Tiene mucho que hacer, así que vas a estar entretenido. Mis condolencias.

– Me difama usted, señor -se quejó Níccolo, con una vocecilla silbante y aduladora-. Mi jefe no me juzgará con equidad, si le habla así.

– Procuro formarme mis propios juicios -declaró Bálder, en un tono menos amable de lo que pretendía. Níccolo se quedó un poco cohibido.

– Ve a buscar a los cuatro que te dije esta mañana -ordenó Aulo.

Níccolo partió veloz, como si quisiera impresionar a B Bálder. Aulo explicó:

– Níccolo es un granuja, como tendrá ocasión de apreciar por sí mismo. Pero posee una virtud escasa en este recinto: es inteligente. Espabila cuando las cosas van en serio y tiene la precaución de preguntar cuando no sabe. Nunca se fie de él, pero encomiéndele el mando de su cuadrilla.

– ¿Es una orden?

– Es una sugerencia. Se me ha aclarado con frecuencia que carezco de jerarquía sobre los artistas.Ya no me importa mucho si un escultor trabaja sin las medidas suficientes para evitar desnucarse. Cuando se caen me limito a recoger el cadáver y a hacer que limpien la sangre lo antes posible, para que los demás no se me impresionen.

– Haré caso de su sugerencia.

– Tampoco valore demasiado mi criterio. No es buena táctica para progresar aquí.

Níccolo apareció con otros cuatro hombres, todos mayores y más fuertes. A Bálder no se le ocultó que todos sus subordinados, Níccolo incluido, contaban más edad que él. Aquello era un obstáculo, al que tenía que sumar el de ser extranjero y recién llegado. Decidió empezar a contrarrestarlo tomando la iniciativa, esto es, relevando a Aulo de su papel de introductor.

– Me llamo Bálder y he venido a hacer la sillería del coro -se presentó, con brusquedad-. No sé si sabéis en qué consiste eso ni si habéis trabajado la madera alguna vez, y tampoco me importa demasiado. Sois la mitad de la gente que pedí pero tendréis que parecer diez de todas formas. Si soy capaz, os enseñaré lo que no sepáis. Si no soy capaz, tendréis que aprenderlo por vuestra cuenta y riesgo. La sillería no se va a quedar a medio hacer, ni por mi incompetencia ni por la vuestra. Me gustaría saber vuestros nombres.

Níccolo se adelantó:

– Son Paulo, Casio, Alio y Sexto, maestro. Buenos trabajadores, respondo por ellos ante quien haga falta. -Intercaló una sonrisa nerviosa y precisó-: Alio ha sido carpintero durante años, y los demás aprenderemos deprisa. Creo que todos preferimos la madera a la piedra.

– No lo digas muy alto, Níccolo, o me obligarás a sustituirte por otro -intervino Aulo-.Vosotros volved a la tarea. Tú ve a buscar al almacenero. Quiero que acompañes al maestro a ver nuestros recursos.

Níccolo salió brincando como un gamo, mientras los otros emprendían morosamente el regreso a sus ocupaciones. Bálder reparó en el gesto hostil de los llamados Paulo y Casio, dos sujetos fornidos de tez olivácea, calvo el primero y algo barrigudo el segundo. Sexto, hombre de gran estatura y rostro infantil, parecía más bien ausente, y en la mirada de quien había sido identificado como Alio, un individuo rubio de ojos azules, había un indudable desdén.

– Mala jugada, Bálder -sentenció fríamente el capataz.

Bálder percibía que el otro tenía razón, pero no quería admitirlo. En su disgusto, eligió demasiado deprisa a Aulo como interlocutor para su protesta:

– ¿No se supone que voy a ser su jefe?

– Hoy por hoy sólo se supone que acabas de llegar, maestro. Esos hombres llevan años sudando y helándose aquí. ¿Sinceramente crees que tienes algo que enseñarles?

– Sólo uno ha sido carpintero.

– Todos los nuevos se creen demasiado listos, pero acaban descubriendo que los más idiotas de los que ya estamos aquí sabemos más de hacer catedrales. Se te pasará pronto. Sólo tienes que procurar no meter mucho la pata antes.

Bálder observó a Aulo.Ahora parecía un hombre completamente diferente del que le había recibido la víspera, casi opuesto al que había estado injuriando a sus hombres hacía tan sólo unos minutos. Estuvo a punto de expresar su sensación en voz alta. Lo frenó la distancia sin compasión con que el capataz le sonreía. Nadie suele preferir el partido del extraño. Bálder lo anotó y se propuso medir mejor en adelante sus fuerzas.

Níccolo regresó con quien debía de ser el almacenero. Aulo le dijo:

– Que lo vea todo. Facilítale lo que te pida y lo que no tengamos lo encargas.

– Como usted diga -repuso el almacenero, sin entusiasmo.

– Ahora tengo que seguir con esto, Bálder -explicó el capataz, disculpándose-. Pero no dudes en acudir a mí si tienes cualquier problema que no te sepan resolver. Por si no te lo han dicho, se come a la una y media. Sonará una campana, cinco veces. Si te coge lejos no hace falta que corras para no perder tu ración. Siempre sobra.

El recorrido de Bálder por los almacenes no le ofreció otro aliciente que el de ver con qué medios y materiales podía contar para sus trabajos. Pidió más de la madera que le pareció más apropiada, cuyas existencias eran algo escasas, y diversas herramientas para trabajos de cierta precisión. Confiaba en poder encomendar a sus subalternos muchos de esos trabajos, para concentrarse en los que no consideraba que nadie pudiera ejecutar en su lugar. El almacenero tomó nota de sus pedidos y prometió breves plazos de entrega, siempre que no se decidiera a nevar, como amenazaba desde hacía un par de semanas. En ese caso, los plazos debían ser duplicados o triplicados. Bálder acató las condiciones sin protesta y agradeció al almacenero su cooperación. Le dio la mano y echó a andar de vuelta al recinto de la catedral.

Níccolo le siguió con la docilidad de quien acepta que el rumbo siempre es el que marca otro que responderá por ello. Por un momento, Bálder estuvo tentado de envidiarle. Níccolo tenía, sin dificultad, aquello que él no conseguía vislumbrar debidamente: una pauta indiscutible de comportamiento. Podía consolarse razonando que aquel saltimbanqui no dispondría nunca de un territorio propio como el que él ya soñaba para sí en los pormenores futuros de la sillería. La pregunta era, sin embargo, si Níccolo padecía necesidad de semejante cosa. Si él mismo, Bálder, la padecía en realidad. Sintiéndose presa de cavilaciones inoportunas, Bálder decidió ocupar su cerebro en otros asuntos.