– Lo que te dejo estará muerto antes del amanecer.
– ¿Eso crees? No te has enterado de nada -observó, risueña.
Vacilante, Bálder anduvo hasta la puerta. Cuando salió, antes de que pudiera encajar otra vez la hoja entre las jambas, una mano de hierro asió su brazo. El guardia cerró la puerta por él, sigilosamente, y le apartó hasta el centro del pasillo. En ese instante Bálder advirtió que tras él había otro guardia. Le paró con la punta del bastón, que le hizo correr un escalofrío por el espinazo. Alzó la vista y reconoció al que le había aprehendido. Era el gigante de rostro aniñado que dormitaba sobre su mesa hacía unas horas. El otro, al que miró de reojo, aparentaba más edad. Sin embargo, fue el gigante el que le habló:
– Has sido inteligente. Si hubieras intentado hacerle algo te habría partido los brazos. Ahora vas a venir con nosotros.
– ¿A dónde? -interrogó Bálder, anonadado.
– A las mazmorras, por supuesto.
– ¿Quién os dio la orden?
Casi instantáneamente, recibió un fuerte bastonazo en el riñón derecho.
– Tú no haces las preguntas aquí -aclaró el otro guardia, mientras el extranjero se doblaba de dolor-. Enderézate -le ordenó, golpeándole en el hombro-. Si te estás callado seguirás entero, por ahora. Camina.
El gigante le señaló hacia dónde con el bastón, que parecía más pequeño de lo normal en su manaza aumentada en el grosor del guante.
Con los dos guardias detrás, sin atreverse a despegar los labios ni a volver la cabeza, y resolviendo las bifurcaciones según le indicaban los bastonazos de sus captores, Bálder bajó desde los aposentos de Náusica hasta los sótanos del palacio. Antes de descender bajo el nivel del suelo, tuvo tiempo de divisar, a través de un ventanuco, un trozo de cielo que comenzaba a anaranjarse. Luego vino la oscuridad de la escalera que conducía hacia los calabozos. A medida que bajaba, un intenso olor a humedad se fue apoderando del ambiente. Donde la escalera moría empezaba un largo corredor, y al final del corredor vino una antesala en la que un guardia maduro jugueteaba con un manojo de llaves.
– Traemos un inquilino -le comunicó el gigante.
– Algo habrá para él -gruñó el carcelero.
– Que no sea demasiado bueno -sugirió el otro guardia.
Le llevaron a lo largo de un pasillo angosto. A ambos lados había puertas metálicas, recubiertas de herrumbre. El carcelero se detuvo ante una de ellas y buscó la llave. Erró tres veces antes de introducir en la cerradura la apropiada. Abrió y le invitó a que pasara al interior. El extranjero dudó un instante, pero un par de bastonazos en las costillas saldaron sus titubeos. Apenas atravesó el umbral le soltaron una formidable patada, que le derribó y le hizo chocar con la pared opuesta, situada a apenas cuatro pasos. La puerta se cerró con estruendo y Bálder quedó sumido en la tiniebla. El suelo estaba encharcado.Tanteando, comprobó que en toda la extensión del calabozo no había nada. El único accidente con que tropezaron sus dedos fue un agujero circular que se abría en un rincón. Podía tener una cuarta de diámetro y de él brotaba un olor nauseabundo. Con horror y un inexorable sentido práctico, Bálder comprendió para qué le serviría aquello.
Durante los primeros tres días, según pudo calcular, nadie fue a verle. Trató en vano de adaptarse. Ni se acostumbraba a los lejanos crujidos, gimoteos, golpes y gritos de que se componía el silencio de su reclusión, ni se acomodó de forma que le fuera posible dormir y a la vez evitar el contacto con el agua que fluía constantemente sobre la superficie del habitáculo. Al final caía rendido y despertaba sacudido por espantosos temblores, con todo el costado mojado. Completando sus exploraciones táctiles, dio con las fuentes de las que salía el agua, una serie de rendijas en la unión del suelo y la pared. Pero no disponía de medios para obturarlas y contener la corriente. Ésta fue, al principio, su mayor obsesión, por encima incluso del hambre. Sin embargo, cuando al cuarto día la puerta se abrió y le arrojaron una escudilla con algo que las yemas de sus dedos, convertidas en ojos, identificaron como alimento, no se preocupó de la carencia de utensilios ni del repugnante sabor de la masa grumosa que ingirió hasta limpiar la escudilla. Esa primera comida la vomitó enteramente media hora después de tomarla. Tras el vómito experimentó de forma angustiosa el azote de la sed. Tan apremiante era que le hizo prescindir de todos los escrúpulos que hasta aquel momento le habían impedido beber del agua que corría por el suelo, de la que en adelante se sirvió con soltura. Desde aquella cuarta jornada, le suministraron puntualmente la escudilla, cuyo contenido consiguió retener su estómago a partir del tercer intento. Todas las tardes, si no erraba al intuir la hora, un carcelero abría la puerta, lo acorralaba a patadas en el rincón del retrete y reemplazaba la escudilla vacía por otra llena antes de que Bálder pudiera habituar sus ojos a la luz del corredor.Transcurrieron quizá dos semanas sin que tuviera más relación con quienes le custodiaban. Durante aquellos días su única referencia era el cambio de escudillas, cuya hora, a medida que se fue debilitando su noción del tiempo, bien pudieron ir variando para hacerle equivocar las tardes con las noches o con las mañanas. Despojó su cerebro de lo que no fuera satisfacer sus necesidades más básicas, y sólo en sueños, de los que salía sobresaltado por el agua sobre la que terminaba apoyando derrengado la mejilla, recordaba jirones incoherentes de su vida anterior. Tan pronto soñaba que Camila estaba viva como que hablaba con Núbila o sostenía en vilo el torso blanco de Náusica, mientras ésta cruzaba los dedos detrás de su nuca. Al final siempre regresaba a la oscuridad empantanada de su mazmorra, en la que todo se desvanecía frente al reclamo primordial de continuar sobreviviendo.
Una tarde, o lo que fuera, el carcelero que vino a traerle la comida no le pateó, aunque Bálder ya se había ido hacia el rincón y se había protegido la cara con los brazos. Ante lo que tardaba en faltar otra vez la luz, respecto a lo que era usual, el extranjero se atrevió a espiar lo que ocurría. El carcelero estaba quieto ante él, con la escudilla vacía en la mano. Le miró a la cara pero no distinguió sus rasgos.
– ¿Cómo estás? -le espetó el otro, bruscamente. Bálder no contestó.
– ¿Quieres que te vea un médico?
El extranjero rechazó el ofrecimiento con un movimiento enérgico de cabeza.
– Está bien. Allá tú.
La puerta volvió a cerrarse y Bálder acogió con alivio la restitución de las tinieblas, en las que buscó ansiosamente la nueva escudilla con su ración diaria. Así, sin ninguna otra interrupción de la rutina, pasaron otras dos o tres semanas. Comía de la escudilla, bebía del suelo, evacuaba por el agujero del rincón y los carceleros le pisoteaban. Oía ruidos que a veces parecían humanos y soñaba y se despertaba sobre el agua que no paraba de manar y fluir debajo de él.
Un día, apenas dos horas después del cambio de escudillas, la puerta se abrió. Bálder, desconcertado, se fue al rincón y se protegió como solía. Dos hombres se agacharon sobre él y lo levantaron cogiéndole por debajo de los brazos. El extranjero, sin oponer resistencia, fue arrastrado hasta el corredor, en el que el flojo resplandor de las lámparas le obligó a cerrar los ojos. Oyó el estrépito de la puerta a su espalda, y un minuto más tarde, la despedida del carcelero.
– No le maltratéis demasiado.
– Descuida -dijo el que estaba a su izquierda.
Le subieron por lo que debía de ser la escalera por la que había sido conducido a su encierro. Luego vino un largo trecho de recorrido llano, luego más escaleras, luego otro tramo horizontal, y así sucesivamente. Cuando abriólos ojos estaban ya en el segundo o tercer piso. Era mediodía y la luz le resultó insoportable. Volvió a apretar los párpados.
Unos minutos después se detuvieron y se abrió una puerta. Lo tendieron sobre algo blando y al cabo de unos segundos oyó un lejano chapoteo. Se quedó como lo habían tumbado, sin moverse.
– El baño está caliente -informó la voz que había oído antes-. Quítate esa ropa y aséate. Cuando te hayas bañado puedes dormir.Ya vendremos a despertarte. La ropa ponla junto a la puerta. Nos encargaremos de que la retiren.
Le dejaron solo.A tientas, como se había hecho a vivir, localizó la bañera y tomó la temperatura del agua. Se quitó la ropa pestilente y a gatas la llevó hasta donde le habían ordenado.A gatas regresó y se introdujo en la bañera. Junto a ella habían dejado una pastilla de jabón. Se restregó con ella, sin poder creer en aquel placer que inopinadamente se le proporcionaba. Apuró el baño hasta que el frío de semanas huyó de su cuerpo. Era verano: lo recordó cuando estuvo limpio y notó la incipiente transpiración. Probó a entreabrir los ojos. La luz seguía siendo excesiva para él. Terminó de secarse y fue hasta la cama. Se deslizó entre las sábanas tal y como estaba, desnudo. Enseguida quedó dormido.
Cuando le sacudieron, Bálder se incorporó de un salto. Abrió los ojos y se afanó por mantenerlos así. Ya era de noche, y aunque la poca claridad del cuarto le dañaba, poco a poco fue capaz de discernir las formas de lo que había a su alrededor.Ante él tenía dos guardianes. Se enjugó las lágrimas y se dio cuenta de que eran los mismos que le habían llevado cierta mañana al despacho de Ennius, desde donde Eunice le había llevado a su vez ante Livius.
– Levántate y vístete -le conminó uno de ellos, señalando con el bastón las ropas grises que alguien había depositado dobladas a los pies de la cama.