Bálder obedeció sin rechistar, apresurándose a tapar su escuálida desnudez. Una vez que estuvo vestido, se limitó a aguardar instrucciones.
– Alguien quiere verte -le transmitió secamente el guardia que parecía tener mayor rango-.Ven con nosotros.
Bálder caminó con alguna dificultad hasta la puerta. Los dos hombres se hicieron a un lado para que pasara. Uno de ellos abrió y Bálder salió al corredor. Justo enfrente de su puerta había una lámpara, y cuando volvió la cabeza para evitarla, vio una extensión tan desproporcionada a lo que durante semanas había sido su reducto vital que estuvo a punto de perder el equilibrio. Uno de los guardias le sujetó y el otro le agarró del otro brazo.
– No te preocupes, te ayudaremos -prometió el último.
El extranjero, mientras avanzaban por el corredor, se obstinó en no rehuir las lámparas. Ya no lloraba, casi. A trechos caminaba y a trechos, sobre todo en las escaleras, iba suspendido de los férreos brazos de los guardianes. Subieron mucho, tanto como no recordaba haber subido nunca. Atravesaron una galería con ventanas. La luna, en cuarto menguante, alumbraba una hermosa noche de verano. Sus ojos recobraban velozmente la utilidad que habían tenido antes de que lo encerrasen.También su entendimiento se desperezaba. Habían permitido que se lavara y durmiera.Ahora, le habían dicho que alguien quería verle. Si no era el verdugo, debía de ser Náusica. Pero los aposentos de Náusica no estaban por allí.
Finalmente, llegaron ante una alta puerta de madera pulida a cuyos lados había otros dos guardias.
– ¿Es éste? -inquirió uno de ellos.
– Sí.
Pasad. Le espera.
Entraron en una sala en forma de L, cuyo primer brazo era largo y estrecho y el que venía tras el recodo cuadrado y amplio, quizá algo más que el despacho de Livius. Al fondo había una mesa, de buena madera, pero sencilla en su factura. Una lámpara de cristal iluminaba la habitación. No había nada en las paredes. A la izquierda vio un largo ventanal y a la derecha, en el centro de la pared lisa, unapuerta cerrada. En mecho, a unos diez pasos de la mesa, había una silla, sobre la que le sentaron los guardianes. -Quédate aquí. El no tardará.
Los guardias se retiraron. Entonces Bálder supuso que quien no tardaría no podía ser Náusica, ni tampoco el verdugo, porque aquél distaba de resultar un lugar apropiado para que desempeñase su labor. Oyó algo a su derecha. No se volvió. Junto a él pasó un hombre de edad, encorvado y ataviado con una sotana negra, gastada y sin ningún ornamento. Se dirigió hacia la mesa, la rodeó y se dejó caer sobre el sillón que había detrás. Ordenó unos papeles. Al fin, apuntó sus anteojos hacia Bálder. Carraspeó y dijo:
– No tienes muy mal aspecto. Pero tampoco imaginaba que fueras así.
– ¿Cómo? -murmuró Bálder, aturdido.
– Tan corriente.Tan insignificante.
– ¿Quién es usted?
– Así que también eres estúpido.
– ¿Debería saberlo? -preguntó el extranjero, con temor, no directamente a aquel hombre o a su áspero insulto, sino a los guardias que estaban fuera y que podían devolverle a bastonazo limpio al calabozo del que le habían sacado.
El viejo entornó los párpados.
– Mi hija está encinta -reveló, sin tomar en consideración la pregunta de Bálder.
– ¿Su hija? ¿Náusica? -tartamudeó el tallista.
– Creo que todas las demás con las que lo arriesgaste están muertas -comentó el viejo, indiferente y brutal.
El extranjero no supo qué decir.Todavía estaba atontado por su súbito traslado desde los sótanos.
– Confio en que tu breve estancia en las mazmorras haya sido llevadera -declaró el viejo-. No dispuse que te mimaran, pero prohibí que se ensañaran contigo. ¿Han cumplido mis hombres mi consigna?
Bálder respondió, dubitativo:
– No parece que haya sufrido lesiones irreparables.
– Bien. No me eres simpático, pero tenía que prever la eventualidad de que ocurriera lo que ha ocurrido.
– ¿Qué ha ocurrido?
El viejo le observó por encima de los anteojos.
– Ya te lo he dicho. Has dejado preñada a mi hija.
El extranjero se resistió a asimilar aquello: que aquel viejo desaliñado fuera el Arzobispo; que Náusica hubiera prescindido con él del método que había empleado con los anteriores; y por encima de todo, que estuviera delante del hombre a quien nadie conocía, debatiendo acerca de su futura paternidad. Resumió su asombro en una sencilla pregunta:
– ¿No hay ninguna posibilidad de que haya sido otro?
– Pues no. La han tenido vigilada, antes y después. Sólo hubo acceso contigo, maestro.
– ¿La han tenido vigilada?
– En todo momento. Durante años he esperado este instante. Mis secretarios me han mantenido siempre al tanto de cada uno de los caprichos de mi hija.Y te diré, por cierto, que alguno tenía una curiosa fe en ti.Yo era escéptico, como lo fui con los otros. Pero he aquí que ha sucedido. Por eso te he mandado rescatar.
– No comprendo -confesó Bálder.
– Es un asunto demasiado complicado para comprenderlo de un golpe.
En medio de la inopia en que se hallaba, el extranjero quiso despejar alguna incógnita. Escogió al azar:
– ¿Decidió Náusica que me encerrasen?
– No.Todo lo contrario. Ella se quejó de que lo hicieran. Quería seguir jugando contigo. Lo que pasa es que la paciencia merma con los años. Antes yo podía esperar a que ella se cansara de sus antojos. Pero ya soy viejo, así que esta vez, excepcionalmente, ordené a mis colaboradores que en cuanto hicieras tu parte te despachasen a los sótanos.Y si fallabas, que trajeran rápido a otro. Por fortuna, no ha hecho falta.
– De modo que ella no me mintió.
– Al contarte qué.
– Que no iba a hacer nada en mi contra. Durante todas estas semanas en el calabozo he estado convencido de que me había mentido.
– Supongo que todavía no iba a hacer nada en tu contra. ¿Tiene eso alguna importancia?
– Quizá.
– Se me escapa la razón. Claro que eso es cosa tuya. Ahora sólo falta aguardar a que nazca la niña.
Bálder alzó las cejas.
– ¿Por qué la niña?
– Siempre son niñas. Su madre tuvo una niña. Y la madre de su madre.Y así hasta el comienzo. Nuestros errores tornan una forma femenina y fértil para poder hacer germinar a su vez los errores de otros. Tu hija tendrá una hija con un extranjero, dentro de veinte o treinta años, y entonces sabrás que tu misión está cumplida y volverás a ser libre, aunque sólo sea para lo único que le queda a los viejos, que es abandonarse al cortejo de la muerte.
Bálder se revolvió en la silla.
– ¿Cómo? -exclamó.
– No tengas prisa, maestro. No va a ser hoy, ni mañana, ni dentro de un mes cuando llegues a captar el sentido de todo esto. En realidad, creo que a mí me ha costado todos los años que han transcurrido desde que conocí a la madre de Náusica hasta ayer mismo.
– No puedo creerlo.
– Qué.
– Nada. Para empezar, que el Arzobispo haga profecías sobre mí y que las profecías vayan más allá de esta noche.
– ¿Qué esperabas?
– Morir un día de éstos, en mi calabozo.
– Yo apostaba que no vivirías mucho, pero no habría sido en el calabozo.Y el asunto me molestaba, no lo del sitio, sino lo de que te matasen, porque significaba que habría que traerle otro a Náusica y que yo tendría que volver a ver pasar el tiempo.
Bálder reprodujo la expresión del viejo:
– Traerle a otro. Como me trajo a mí, ¿no?
– Yo me limité a firmar la carta, como firmo, cada día, decenas de papeles. Nombramientos, destituciones, asignaciones de material, aumentos de sueldo, disminuciones de sueldo, sentencias de prisión, de muerte, gratificaciones extraordinarias. Leo uno de cada cien. En fin, para serte franco, tu carta la leí. Aunque fue uno de mis secretarios quien se ocupó de buscar algún puesto que estuviera vacante y a alguien que pudiera venir a cubrirlo.
– Y también se ocupó de que aleccionaran a Ennius.
– ¿A quién?
– A Ennius, el canónigo a quien se encargó mi supervisión.
– Ni sé ni me interesa nada de eso. Ni sé ni me interesa cómo dieron contigo. Me contaron que se trataba de un tallista, y me pareció bien porque no era otro escultor, que los hay de sobra y nunca han dado ningún resultado. Se me hacía absurdo lo de la sillería, y en invierno, pero la obra no es cuestión a la que conceda la menor trascendencia. Por mí, como si hubieras sido organista.
El viejo, al referirse a la catedral, mostró un abierto desprecio. A Bálder le costaba hacerse a la idea de que aquello era la realidad y no alguna extravagante simulación. Aunque podían ultimarle sin más y en cualquier momento y nada justificaba el desperdicio, por si acaso, y porque le fuera menos ininteligible, jugó a comportarse como si aquel sujeto no fuera quien decía ser, sino un sicario con el que Náusica o Livius pretendieran trastornarle.
– Si usted es el Arzobispo, y no me han informado mal, usted ordenó que comenzaran las obras -dijo. Un mohín estoico asomó al rostro del viejo.
– No te han informado mal -confirmó, con un tono neutro-. Y como soy el Arzobispo, en efecto, yo di la orden. ¿Se sigue algo de eso?
– Nadie invertiría los recursos que se han invertido en la catedral si la considerase intrascendente.
El viejo se echó hacia atrás en su asiento y se quitó losanteojos. Se frotó los párpados, cruzó los dedos sobre la mesa y dirigió a Bálder una mirada velada por la niebla de su presbicia.
– Es de noche y no deseaba precisamente conocerte -explicó-. Prefiero que seas sólo una voz y una sombra.