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A continuación inspiró sin mucha energía, tal vez toda la que podía o quería emplear, y razonó pausadamente:

– En la suposición que acabas de hacer hay al menos tres errores. El primero es simple y consiste en dar por sentado que yo he invertido algo. Nada de lo que se ha gastado era mío ni podría haberlo utilizado en mi provecho. El segundo error, inaplicable a mi caso porque a nada me dedico y nada tengo, estriba en presumir que uno dedica sus recursos a lo que le dicta su conciencia que debe dedicarlos. El tercer y último error, implícito en tus palabras, es que yo decidí levantar la catedral. Cuando accedí a esta lamentable dignidad que ostento, eso ya estaba decidido. Sólo me limité a no revocar la decisión y a dejar que todo siguiera su curso. Tampoco sé si hubiera podido tomar otra actitud. Ni me lo planteé siquiera. Qué me importaba que levantaran su templo o no.Yo era un extranjero, como tú. Firmé el primer papel y eso me obligó a firmar los miles que vinieron después.

– Es usted un impostor -le acusó Bálder.

– Interesante idea. Aunque sea la segunda vez que lo sugieres en los últimos cinco minutos.Tengo por ahí guardadas mis galas, pero no voy a buscarlas para persuadirte de que soy el Arzobispo. No tengo ninguna necesidad de persuadirte. Puedes imaginar lo que mejor te parezca.

– Puede que sea el Arzobispo, pero no por eso dejaría de ser un impostor.

– Traduce -bostezó el viejo.

– ¿Cómo quiere que crea que es irresponsable? Otro quizá pudiera. A mí me han traído a su presencia a rastras, hace un rato. Su discurso resulta tan intolerable como su pretensión de no tener nada. Si es el Arzobispo, suyo es todo lo que hay en cincuenta leguas a la redonda. Los hombres y las mujeres y las haciendas que arruina con sus tributos.

– Los tributos se destinan a cubrir las necesidades del Arzobispado -objetó el viejo-. No las mías. En realidad, si no te incomoda la confidencia, las mías llevan años insatisfechas. No lo entiendes, naturalmente, pero lo entenderás. Puedo firmar una orden para que despojen a cualquiera de sus posesiones y de nada de lo que se obtenga sacaré el menor fruto. Soy un hombre pobre, maestro. No confundas aquello que uno tiene con aquello de lo que uno puede disponer. Cuando yo no vivía aquí, en la última planta del palacio, cuando no podía firmar decretos ni me asistía ningún secretario, tenía mucho más de lo que tengo ahora. Ahora mi simple firma puede hacer que las cosas se desplacen de un sitio a otro; casi todas las cosas, desde casi cualquier sitio hasta casi cualquier otro; pero nada queda en mis manos. Si no uso las galas arzobispales, fuera de los momentos en que es estrictamente imprescindible, es porque me siento ridículo llevándolas. Son el símbolo de un poder que no tengo. Si das la vuelta a las palabras te acercarás más a la verdad. Es la investidura la que me gobierna a mí.

– Pero no es irresponsable -insistió Bálder.

– Ése es un adjetivo demasiado ambiguo. Soy responsable de todo y de nada. No firmo nada que no haya preparado otro, libre, por lo demás, de cualquier coacción por mi parte. Si yo no firmase no se cumpliría la orden, pero si no me preparasen nada no habría nada que cumplir. ¿Podría negarme a firmar? Nunca hice la prueba, pero estoy convencido de que otro firmaría por mí. Estás en tu derecho de imputarme todo lo que hayas visto suceder.Yo sólo siento que he asumido algo que no debía dejar a otro. Yo ya había perdido. Qué más me daba.

El viejo apoyó la nuca en el respaldo de su asiento. Bálder contempló, a la luz de la lámpara de cristal, las manchas que cubrían el dorso de aquellas manos, especialmente de la derecha, con la que dibujaba, apostó, el garabato escueto del que guardaba en su celda un ejemplar, al pie de la carta que le había conducido hasta allí. Los pocos cabellos blancos que permanecían aferrados al cráneo delviejo también se entrecruzaban sobre unas manchas semejantes. La barba mal rasurada proyectaba sombras sobre su semblante y en sus nebulosos ojos azules había un vago desánimo. Por un segundo, le exasperó la despiadada calma de aquel hombre.

– Supongo que le servirá la misma excusa para todo lo que ha hecho conmigo -masculló el extranjero.

– ¿Qué excusa?

– Que sólo firmó lo que si no habría firmado otro. Lo que también otro le redactó.

– Es cierto que respecto a ti he tomado iniciativas -admitió el viejo-. Pero sólo dos. Mandé que te enviaran a la mazmorra inmediatamente y he hecho que te sacaran de ella. Ninguna de esas dos órdenes consta por escrito. Nadie las redactó para que yo las firmara y nada firmé. Con ellas viene a ocurrir justo lo contrario de lo que ha estado ocurriendo durante todos estos años. Siempre era otro el que decidía lo que yo ordenaba. Ahora, en lo que a ti se refiere, es otro el que me ordena lo que yo decido.

– ¿Quién?

– Un anciano intransigente que divisa al fin el momento en que podrá librarse del Arzobispado y del palacio y de todos los canónigos con sus monsergas. Un anciano que quiere irse desnudo dejando la maldita sotana colgada en otros hombros. Desde que no pude seguir siendo un extranjero revoltoso he deseado ser ese anciano. Te debo gratitud, maestro, porque tú lo has hecho posible, si la semilla que has puesto en el vientre de mi hija está bien sembrada.

Bálder no podía penetrar el significado de las palabras del viejo. Sólo pudo preguntar, con candidez:

– ¿Y si no lo está?

– El verdugo tendrá trabajo y el anciano tendrá que aprender un poco más.

– Lo del verdugo no era demasiado difícil de prever -recobró el aplomo Bálder-. ¿Lo otro es un acertijo?

– Me vas a perdonar que no me extienda más esta noche. Es tarde. Hablemos de…

– ¿Y qué hay de Dios? -le interrumpió el extranjero, con insidia.

– ¿Dios? -repitió reacio el viejo, como si fuera una palabra inoportuna.

– Aquel para quien levantan el templo.

– Ya te he dicho que el templo no me preocupa en absoluto.

– Ahora no se trata del templo.

– Ya. Dios -reflexionó el viejo-. Bueno, ignoro las razones que puedan tener, otros; a mí me es imposible creer en él. No me malinterpretes. Sólo sostengo que si hay un Dios, no pretende, desde luego, nada de lo que se le atribuye. Sería un insensato si sostuviera otra cosa, sabiendo lo que sé. Pero no te he hecho llamar para que me ayudes a averiguar qué es lo que pretende Dios, si es que pretende o puede pretender algo, ni para enredarnos en un enojoso enjuiciamiento de mi conducta respecto de ti o respecto de cualquier otro asunto, ni mucho menos para que yo te entretenga divagando sobre cuestiones que sólo a mí me atañen. Hice que te trajeran para darte la noticia y para comunicarte lo que será de ti en los próximos meses. Si hubiera podido habría encomendado el trámite a mis secretarios, pero esto me incumbía personalmente. En cuanto a tu futuro, hasta que nazca la niña estarás bien atendido, aunque los guardianes no dejarán que abandones tus aposentos. Si te apetece leer o dibujar o hacer eso que haces con la madera se te proporcionará lo que necesites.

– Ni deseo dibujar ni hago ya nada con la madera -informó Bálder, desabrido.

– Bien, ya encontrarás alguna otra cosa en que distraerte. Tus habitaciones son luminosas, según me han garantizado, y confio en que te resulten confortables. Si me permites un consejo, no te obsesiones. El tiempo pasa más deprisa de lo que uno cree al principio.

– ¿Y cuando nazca la niña?

– Empezarán con tu instrucción. Antes de un año serás ordenado.

– ¿Se me dejará abandonar mis aposentos entonces?

– Nadie estorbará tus movimientos una vez que nazca la niña. El Arzobispado no asigna a sus guardianes tareas inútiles.

– ¿Y si intento escapar?

– No vas a intentarlo. No tienes adónde ir.

– En tal caso, ¿por qué van a mantenerme encerrado hasta que Náusica dé a luz?

– Porque hasta entonces no se sabrá con certeza si vas a vivir, y hasta que no se sepa si vas a vivir no puedes mezclarte con nadie.

– ¿Y por qué luego sí?

El viejo dio un manotazo sobre su escritorio, no muy fuerte, apenas lo suficiente como para recordar su autoridad.

– Se acabó el interrogatorio, maestro. Has conseguido que me duela la cabeza. Todo llegará a su debido tiempo. No vamos a precipitar nada.Y aunque ahora te fastidie, te prometo que me lo vas a agradecer. Puedes retirarte. Los guardias te llevarán a tus habitaciones.

Bálder no se movió. Se quedó observando al viejo, mientras éste se colocaba de nuevo los anteojos y examinaba un papel de los que había apilados sobre su mesa. Tras una rápida lectura, el Arzobispo tomó la pluma y lo firmó. Lo depositó al otro lado y cogió el siguiente papel de la pila. Entonces alzó la vista y a través de las lentes clavó en Bálder una mirada recriminatoria.

– ¿A qué esperas? ¿A que vengan a levantarte?

– Sólo quiero hacerle una última pregunta -dijo el extranjero, con docilidad-. Usted tiene la respuesta. Si no la tiene usted no la tiene nadie.

El viejo dejó la pluma sobre la mesa.

– Adelante -invitó.

– ¿En qué me he equivocado?

– Esa es una cuestión demasiado amplia.

– Me bastaría con saber cuándo fue. Cuándo di el paso que ya no pude desandar.

– Ah, eso -anotó el viejo, desapasionadamente.

El silencio se apoderó de la estancia hasta el extremo de que por una de las ventanas, entreabierta, irrumpieron los ruidos de la noche: el chirrido de un grillo, el aire entre las hojas, el ulular de una lechuza en la distancia. El Arzobispo volvió sus anteojos hacia el cielo que se veía tras el ventanal.