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Cierta tarde, al final de la primavera, el lento descenso del sol excitó su nostalgia. Estaba a cinco minutos del recinto y justo del lado de los barracones. Una idea que sin duda habría desechado cualquier otra tarde surgió en su cerebro. Podía aproximarse hasta la alargada construcción de madera sin que nadie se percatase, pero no tenía mucho tiempo. Antes de que pasara una hora sonaría la campana para anunciar el fin de la jornada. Rodeó el barracón y se deslizó dentro sin llamar a la puerta.

Pólux dormía sobre su tablero. Sigilosamente, llegó a su lado y examinó su trabajo. Sobre el papel, más amarillento, bajo la malla meticulosa a la que apenas había agregado algunos trazos desde el día en que habían hablado por primera vez, hacía muchos meses, volvió a leer la frase, ahora cargada, para él, de un tétrico significado:

Y antes de que el Hombre pudiese hallar un remedio,

Dios le acogíó.

– Pólux -dijo, mientras sacudía al durmiente.

El estucador salió trabajosamente de su inconsciencia. Estaba borracho y la bruma que había ante sus ojos tardó en disiparse.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– ¿Es que no me reconoces?

Pero justo cuando hubo pronunciado la última palabra cayó en la cuenta de que ya no vestía las ropas grises de trabajo con que el otro habría podido identificarle fácilmente. Llevaba una sotana, negra y larga hasta los pies. Aunque todavía no había sido ordenado, su atuendo, como aspirante, era ya el de un clérigo.

– No me relaciono con canónigos -replicó Pólux, sosteniendo con apuros la cabeza erguida.

– No soy un canónigo.

– Tampoco me relaciono con quienes se visten de canónigo sin serlo.

– Cumplí mi promesa, Pólux.

– ¿Qué promesa? Aquí nadie cumple sus promesas -aseveró el borracho, secamente.

– Yo cumplí. No como hubiese querido, pero la maté. Ya no existe, no es nada. Podrías escupir sobre su tumba, si supiera dónde la enterraron.

– ¿Náusica? -titubeó el estucador.

– Náusica.

– Oí rumores. Que padecía una enfermedad, una debilidad de la sangre. No los creí. ¿Por qué habría de creer a un ensotanado que viene a interrumpir mi sueño?

– ¿No me reconoces?

– ¿Quién eres, para que deba reconocerte?

– El tallista.

– ¿Qué tallista?

Hizo como que se esforzaba en recordar, pero pronto se dispersó y murmuró, afligido:

– ¿Es cierto que está muerta?

– Sí.

Pólux quedó absorto en sus pensamientos.Tenía la mirada empañada de alcohol y de lágrimas.

– Yo la quería, como a nada en el mundo -explicó-; más de lo que quería todo lo que me había quitado.Y la quiero todavía. Sólo vivo porque por las noches ella vuelve a mí, y cura mis heridas con sus manos pálidas.Yo no la merezco, pero ella regresa, cada noche, a aliviarme de mis pecados. Siempre joven, siempre limpia de mácula. Tú no conoces la suavidad de su piel, la profundidad de sus ojos. Tú no tienes derecho a hablar de ella, siquiera.

Rehaciéndose, le increpó:

– Así que eres un mentiroso. Ella no ha muerto. No morirá nunca. Es demasiado bella para morir. Lárgate y déjame solo, fraile idiota.

– No soy un fraile -protestó él.

– ¿Y qué eres entonces? -le desafió el otro.

En ese preciso instante comprendió que no sólo Pólux le había olvidado. Él mismo no podía afirmar por segunda vez que era quien había pretendido ser hacía un par de minutos.

– Un artista sin arte, supongo -confesó.

– Pues encuentra tu arte, dondequiera que lo perdieses, y déjame a mí en paz con el mío. Como podrás comprobar, estoy sumamente ocupado.

No volvió a ver a Pólux. Murió de neumonía, con los primeros fríos del otoño. Por esa misma época, recibió las órdenes y se le asignó su primer destino como canónigo. Se encargaba de administrar el régimen disciplinario a los funcionarios del palacio. Instruía las causas mecánicamente y proponía las penas sin clemencia, limitándose a aplicar lo que estaba escrito en los códigos, siempre cambiantes, donde se recopilaban los decretos arzobispales que habían sido promulgados desde el principio de los tiempos. Era una tarea rutinaria e inferior, en la que le mantuvieron durante unos dos años.Transcurrido ese periodo, le adjudicaron su primer cometido relacionado con la obra, similar al que había desempeñado en otro tiempo Ennius. Recibió a varios artistas, los supervisó, decidió la desgracia de algunos y la fortuna transitoria de otros. Aunque siempre, formalmente, necesitaba el refrendo de otros canónigos de mayor rango, ya que a él, como canónigo más o menos subalterno, sólo le cabía hacer sugerencias, nunca fue desautorizado. Periódicamente se entrevistaba con los secretarios, quienes mostraban hacia él una adulación inquebrantable. Sisu destino era el que con mayor o menor claridad se le había garantizado, una de sus primeras disposiciones consistiría en prescindir de todos ellos. Al quinto año, y tras haber sido favorecido con sucesivos ascensos, hasta ser nombrado vicesupervisor general, fue apartado de la obra. Participó destacadamente en la purga de los altos canónigos a quienes diversos accidentes habían vuelto inservibles para los intereses del Arzobispado. No le tembló el pulso cuando hubo de intervenir en la defenestración de Gracchus, que había sido su superior inmediato, ni cuando tuvo que afrontar la definitiva eliminación de Tullius. El primero arrostró con dignidad su suerte, mientras el segundo imploraba como una vieja histérica. El, por su parte, no obtuvo la más mínima satisfacción al desarrollar aquella tarea. Tullius, cuyas patéticas amenazas había tenido que sufrir años atrás, tan sólo le inspiró una mezcla de lástima y repugnancia.

El día en que su hija cumplió siete años, le permitieron al fin visitarla. Era una niña de expresión ausente y triste, asombrosamente idéntica a su madre, que se inclinó ante él y besó su mano bajo la nerviosa vigilancia de sus institutrices. En aquella primera ocasión, le estremeció el contacto de aquella criatura casi irreal, por cuyas venas se suponía que circulaba su misma sangre y a la que sin embargo sentía tan ajena como la luz de las estrellas. Después fue a verla a menudo, aunque no sabía cómo tratarla ni qué era lo que podía o debía decirle, y percibió con desaliento que la niña alimentaba hacia él, acaso impelida por quienes la cuidaban, un amor al que él sólo podía corresponder con un fingido cariño, valiéndose de golosinas para preservar el engaño. Sólo a veces, cuando miraba en el fondo violeta de sus ojos o acariciaba sus cabellos dorados, experimentaba turbios sentimientos en los que rehusó indagar.

Durante los últimos años, mientras la salud del viejo se deterioraba, le tuvo junto a él, con el doble cálculo de que aprendiera a manejarse en los más ocultos laberintos del Arzobispado y de que, al mismo tiempo, los demás se fueran haciendo a la idea de que era el destinado a sucederle. El viejo no le dio consejos, ni le aleccionó en modo alguno. Simplemente le llamó a su lado y le instó, sin demasiado énfasis, a que estuviera atento a descubrir cuanto pudiera por sí mismo. Durante largas veladas leía para el viejo extensos trozos de libros paganos que una sombría sirviente le proporcionaba antes de entrar en la habitación. El anciano nunca le agradeció que le leyera aquellas páginas, en las que se referían historias crueles, licenciosas o inauditas, ni tuvo para él ningún gesto de afecto. Cuando estaba cansado, se limitaba a pedirle, con un ínfimo movimiento de su mano de esqueleto viviente, que cesara la lectura y saliera de la estancia.

A medida que el desenlace se fue acercando, los secretarios comenzaron a vivir una irreprimible excitación, compartida por los altos canónigos que quedaban después de la limpieza que en buena medida, gracias a la astucia del viejo, había sido protagonizada por él. Todos le urgían a que fuera haciéndose cargo de las responsabilidades que el moribundo no podía asumir, pero él les recomendó paciencia. Siguió leyendo aquellos libros impíos junto a la cabecera del viejo, que ya no tenía ni siquiera fuerzas para detenerle con el acostumbrado ademán. Muchas noches velaba junto a su lecho hasta el alba. Al entrar por la ventana el primer rayo de sol, se cercioraba de que el cuerpo desfallecido seguía alentando y abandonaba sus aposentos. Con invariable rudeza, disolvía a los buitres que aguardaban fuera, recriminándoles su vergonzosa ansiedad.