Una noche, en mitad de la madrugada, tuvo de pronto una intuición. Cerró el libro y miró al viejo, que yacía inmóvil. Nada diferente de lo que había sido durante las últimas dos semanas. No había hecho ruido, ni siquiera había producido el más leve estertor. Pero supo que había muerto; en ese mismo instante, cuando más impenetrable era la oscuridad. Cerró sus párpados y esperó hasta el amanecer, quieto ante el cadáver, tratando de entender cómo era que estaba allí, él, que sólo había buscado permanecer leal a un arte del que ni siquiera conservaba losrudimentos y a un espíritu que le había sido trastocado. Esa noche, mientras los huesos del viejo se helaban lentamente, juró que vengaría al artista desprevenido que había sido antes de que le envolvieran en aquella sotana.Aunque nada de lo que hiciera en adelante pudiera ayudarle a recobrar lo que había dejado atrás, aunque fuera cada día más el otro que jamás había querido ser, se impuso el deber, en homenaje al extranjero de quien nadie guardaba memoria, de no creer jamás en nada de lo que creían los canónigos. Pero además de este escepticismo, que no le diferenciaba en mucho del hombre lúgubre que se enfriaba sobre el lecho arzobispal, tenía otra obligación, más ardua y no menos irrenunciable: debía infligir al monstruo que le había devorado las entrañas el mismo daño que a él le había sido infligido. Todavía no sabía cuándo ni cómo, ni dónde podría enfrentarle, pero disponía de una cantidad ingente de tiempo para investigarlo.
Por la mañana, dio a todos la noticia y ordenó que se hicieran los preparativos necesarios para enterrar al viejo y llevar a término la sucesión. Una avalancha de sugerencias, consultas, lisonjas y recordatorios de lo que las normas prescribían siguió a su liso y llano requerimiento. Somnoliento y fastidiado, abortó con un gesto aquel alboroto con que los secretarios y los altos canónigos se aprestaban a ponerse a su servicio. Les exhortó a que se las arreglaran solos y se retiró a descansar hasta el día siguiente.
Ahora había transcurrido una semana. El canónigo que había al otro lado del altar seguía con su monótona salmodia y el Arzobispo había agotado otra vez la desdichada historia de su designación. Era notable que de aquellos diez años se hubieran desdibujado casi todos los pormenores, como si en ese lapso no hubiera vivido sino sumariamente, en su calidad de sombra sumisa. Miró a su alrededor y reparó en que todos los presentes asistían paralizados al giro que describía su rostro. Desde aquel día, todos, los que estaban en la capilla y los que no, eran sus servidores. Sin embargo, recordó lo que el viejo le había advertido acerca de los límites de su poder. Debía dar con la forma de traspasar estos límites, porque no era de aquellos hombres de quienes deseaba desquitarse, sino del monstruo. No ignoraba que su labor, de resultar fructífera, había de suponer la destrucción de todos ellos, pero no era destruirlos lo que le preocupaba.
Mientras el canónigo volteaba la última página de su recitación, el Arzobispo apoyó la mejilla en su mano y extendió su índice hasta tocarse la sien. Según el rito, a continuación había de dirigirse a sus súbditos, a quienes nada tenía que decir. Por su cabeza revoloteaban retazos de las cosas sobre las que había estado meditando, y nada que procediera utilizar para componer su inminente alocución. Cuando el canónigo, casi sin voz, terminó su extenuante parte en la ceremonia, aquel de quien todos estaban pendientes dejó pasar medio minuto, intentando ordenar sus ideas. Al cabo de ese tiempo, se vio forzado a inventar, improvisadamente:
– Hermanos, éste es un día confuso para mí. Por una parte, me ha sido encomendada una sublime y difícil responsabilidad, que me enaltece más allá de lo que honestamente creo que toca a mis méritos. No me quejaré, ya que tal es la voluntad de Dios. Acepto tanto el honor como la carga, acaso excesiva para mis hombros. Por otra parte, no puedo dejar de evocar, con dolor inexpresable, la figura de mi predecesor, a cuya generosidad debo estar hoy aquí. En todo momento trató de enseñarme cómo es posible ser justo, benévolo y firme, sin que la benevolencia entorpezca la justicia ni la firmeza merme la benevolencia. Como hombre y mortal, mis faltas son innumerables. Sólo aspiro a ser digno de su magisterio y de todos vosotros, hermanos, porque soy vuestro siervo al tiempo que vuestro Arzobispo.
Se interrumpió, indeciso, desconcertado por el eco de su voz, hasta que al cabo de una apresurada reflexión se le ocurrió por dónde seguir:
– Así que éste es un día de alegría y de pesadumbre ala vez. Alegría por la distinción de que he sido objeto, que engendra en mí la esperanza de hacerme acreedor a la confianza de todos vosotros; y pesadumbre por quien se marchó, de este mundo, que no de nuestros corazones. Aunque él ya no esté entre nosotros, mantendremos siempre en nuestras oraciones a quien nos condujo hasta hace unos días. También os ruego que recéis por mí, para que me sea dado tener en mis decisiones el acierto que él tuvo en todo trance. Éste es el principio que me impulsa y la balanza en que pesaré mis acciones. Hasta donde me alcancen las fuerzas, en mí tendréis a un padre infatigable y a un hermano solícito. De vosotros espero sólo la misma dedicación que demostrasteis mientras él nos dirigía. Premiaré con júbilo a aquellos que perseveren en la senda de la santidad y el sacrificio y demandaré con disgusto, pero sin flaqueza, el castigo de aquellos que se aparten de ese sagrado camino. No me resta más que suplicaros que cada uno continúe con su preciosa aportación y que excuséis las equivocaciones en que la inexperiencia o mi imperfección me hagan incurrir.
Un silencio sepulcral acogía las palabras del Arzobispo. Este dudó entre dar por rematado su parlamento o añadir algo que tomaba rápida forma en su cerebro. Antes de haberlo discurrido hasta sus últimas consecuencias, optó por dejarlo caer sobre las conciencias de quienes, expectantes, llenaban la capilla:
– Hay algo más. Juzgo superfluo ponderar cuál es el proyecto de más inmediata trascendencia en que el Arzobispado se halla comprometido. Sé que mi antecesor partió con la amargura de no verlo realizado. Como símbolo visible de mi devoción por él, solemnemente formulo hoy ante vosotros el propósito de finalizar la obra que él inició. No escatimaré recursos ni desvelos para conseguir que la construcción del templo sea coronada.Todos aquellos que no deseen acompañarme en esta empresa, tienen la oportunidad de ceder a otro su sitio. Mi ira caerá sobre cualquiera que obstruya, demore o no persiga con absoluto fervor el objetivo que os señalo. No toleraré la presencia entre nosotros de quienes, tal vez por la indulgencia de quien me precedió, han contribuido al retraso de la obra. La catedral es el emblema de nuestra fe. Cualquiera que dude de ella duda de nuestra fe y, desde hoy, duda también de mí. En defensa de ella y de mi autoridad me abocará a adoptar las más desagradables determinaciones. No quiero reteneros por más tiempo. Que la paz sea siempre con vosotros.
Esta vez nadie vaciló. El Arzobispo había concluido. Todos se pusieron en pie y repitieron al unísono los salmos que el canónigo adiestrado para ello se aplicó a rescatar del libro. El Arzobispo permaneció sentado, moviendo los labios sin emitir ningún sonido, sin ajustarse siquiera al texto del salmo que en cada instante tocaba pronunciar. En su alma había una súbita euforia. Había dado con el método para ejecutar su venganza. No iba, desde luego, a terminar la catedral en memoria del viejo al que había detestado y que nunca había mostrado el menor interés por el templo. Iba a hacerlo porque sólo así podía ahogar los latidos del monstruo. Al fin comprendía que la obra, siempre informe, siempre a medias, era el instrumento que le había desposeído a él y antes, y aún después de él, a tantos otros infortunados. Mientras la obra no quedara completa, seguiría atrapando extranjeros, malogrando ilusiones e inmolando artistas en beneficio de la perversa finalidad para la que había sido establecido el Arzobispado. Cuando él consagrara la catedral, con todas las torres que el arquitecto había soñado apuntando al cielo, sólidamente asentadas sobre la nave de exageradas proporciones, no sólo privaría de sentido la existencia de los canónigos, los funcionarios y los demás que le acompañaban en aquel instante. El propio Arzobispado se consumiría con la expiración del proyecto. Juró que vería ese día, y que después se despojaría de todas sus dignidades eclesiásticas, recuperaría su nombre auténtico y volvería a su patria para morir allí, sin otra compañía que sus recuerdos de las víctimas, desde Camila hasta la trémula Náusica que había dejado fructificar en su vientre la semilla infausta.También juró que salvaría a aquella niña a la que nunca podría amar, nacida de él y del monstruo, e incluso al nuevo extranjero que debía sucederle, tras fecundarla y matarla a ella y cerrarle a él los ojos en lo más oscuro de alguna otra madrugada miserable.
Una tarde de invierno, mucho tiempo después, mientras dormitaba en su habitación del palacio, entre la ventana y la cabeza esculpida por Núbila treinta años atrás, el Arzobispo, humillado por la negra silueta de la catedral inacabada, hubo de recordar aquel juramento como la ligadura con la que Dios, tras el esfuerzo de elegirle, había sabido vincularle a Su inextricable proyecto.
Madrid-Getafe-Cala Llombards-Viena-Düsseldorf
24 de junio de 1992 – 7 de enero de 1996