– ¿Cuánto tiempo llevas en la obra? -preguntó a Níccolo.
– Ocho años. Entré a trabajar de peón, haciendo cualquier cosa que nadie quisiera hacer. He acarreado piedras, ladrillos, cemento, vigas, en fin, todo lo que puede acarrearse. He sido cantero, albañil, herrero y otras mil cosas más. También he sido varias veces jefe de cuadrilla. Ayudé a levantar el coro y estuve entre los que remataron la última de las torres. No hay rincón de esta catedral que no conozca, y son pocos los que no he ayudado a construir.
– ¿Te gusta lo que haces?
– Es mejor que todas las demás cosas que podría hacer. Pagan bien y aprendí lo suficiente el oficio. Mi categoría no es alta, pero empecé con menos. Mi abuelo decía que hay que medir la vida por lo andado, y no por el sitio desde el que uno la mide. Yo no admiraba nada a mi abuelo, porque le conocí borracho y variable de genio. Sin embargo, no dejo de hacerle caso en lo que me conviene.
– Por lo que veo eres un tipo práctico, Níccolo.
– Quizá ustedes puedan vivir sin sentido práctico. O quizá sea su obligación. Fui ayudante de un escultor que lo hacía todo de la forma más fatigosa.Yo creía que estaba mal de la cabeza, pero de sus manos salieron dos ángeles que son la envidia de todos los escultores que hay ahora en la obra. Si hubiera tenido que levantar un simple muro le habrían despedido, porque nunca habría podido hacerlo vertical. Pobre hombre.
– ¿Por qué pobre?
– Terminó sus dos ángeles y murió al mes siguiente. Era viejo y poco robusto. El médico lo achacó a una neumonía, pero pudo ser cualquier otra cosa. El médico achaca casi todas las muertes a una neumonía, cuando no se trata de una caída de un andamio que le excuse de buscar otras razones.
– Diríase que la gente muere a menudo, por aquí.
– Cinco o seis al año. El trabajo es duro, somos muchos y no todos jóvenes y fuertes.
– Me parecen demasiados muertos, de todos modos.
– No sé cuántos habrá en otros sitios. Aquí ha sucedido siempre y ya forma parte de la rutina de la obra, como el frío y el calor y el mal carácter del capataz. Si un año faltaran esperaríamos diez o doce al siguiente. La catedral tiene sus reglas, y lo que no se cumpla hoy se cumplirá mañana.
– Así que eres un fatalista. No habría imaginado eso de un hombre práctico. ¿Nunca has pensado en irte?
Cuando Bálder observó el gesto de Níccolo no le cupo duda de que aquella interrogación había sido un movimiento del todo improcedente. Su ayudante se ruborizó, con una intensidad que Bálder nunca habría previsto, y bajó la vista al tiempo que se quejaba:
– Ya veo que está burlándose de mí, maestro.
Y continuó su marcha mirando al frente. Bálder sintió que no perdía nada suspendiendo aquel improvisado interrogatorio. En cierta forma le fastidiaba la regularidad con que sus conversaciones con los habitantes de la archidiócesis acababan desembocando en un traspiés por su parte. Trató de alejarse del incidente requiriéndole a su ayudante:
– Me gustaría ver el lugar donde el capataz dijo que podría trabajar sobre mis planos.
– Desde luego -asintió Níccolo, de nuevo servicial y recobrando su en parte perdido continente.
El barracón de trabajo ofrecía un aspecto desordenado, casi de abandono. Había una serie de mesas y bancos, algunos bosquejos clavados en las paredes, herramientas tiradas aquí y allá, cuatro o cinco caballetes, varios aparadores, una pila con un grifo que goteaba. Las ventanas estaban empañadas por dentro y sucias por fuera. Sobre uno de los aparadores había unas botellas de vino y algunos vasos. Desde una de las mesas les contemplaba un hombre sentado hacia atrás. Tenía en la mano un plumín, que acababa de humedecer en el tintero que se encontraba junto a su brazo izquierdo. Cerca del tintero había un vaso que Bálder supo al instante lleno de vino. El hombre poseía facciones jóvenes, aunque sus cabellos eran completamente canos.Vestía ropa de trabajo gris, como todos, salpicada de manchas negras. Intercambiaron una mirada detenida, demasiado a juicio del tallista. Pero el otro sonreía y seguía inmóvil, como si estuviera ebrio. Probablemente lo estaba, calculó Bálder, sorprendido por semejante relajación.
– Salud, amigo -dijo al fin el hombre sentado, alzando su vaso con dudosa compostura-. ¿Nuevo?
Bálder miró a Níccolo por el rabillo del ojo. El ayudante, impasible, aguardaba a que él, que era el jefe, resolviera lo que había de hacerse. Bálder cuestionó desde allí y quizá para siempre la utilidad que le proporcionaría aquel sujeto, con su engañoso desparpajo.
– Supongo que sí. Llegué ayer -replicó cautamente.
– Supones con sabiduría. ¿Te gusta el vino?
– No en horas de trabajo.
– ¿Y qué atractivo tiene tomarlo luego? -protestó el hombre sentado, con una súbita elevación del tono de su voz, que al forzarse sonaba hueca y chirriante como la de una vieja enfadada.
– Antes de responder a esa pregunta me gustaría saber con quién hablo.
El hombre sentado pareció atragantarse por un segundo con el sorbo que trataba de hacer pasar a su estómago. Níccolo continuaba quieto, sin tomar partido ni dejar que asomara a su rostro de pícaro la menor emoción. Por lo que pudo adivinar Bálder, nada estaba más lejos de su ánimo que intervenir, aunque debía de conocer al borracho.
– Le ruego que me disculpe -dijo éste, levantándose e intentando, desde su inestable equilibrio, apartar con la mano la suciedad de su indumentaria-. Me llamo Pólux y me beneficio de la fe del Arzobispado en que algún día seré capaz de labrar hermosos estucos para la catedral. Mientras tanto, los dibujo y paladeo este incomparable caldo que se obtiene de las cepas del Arzobispo. Le hago gracia del relato pormenorizado de mi vida porque no resultaría ejemplar, sospecho, para un hombre tan recto como usted da la sensación de ser. ¿Podría contestar ahoraa mi pregunta? Bah, olvídelo -cambió de opinión, dejándose caer de nuevo sobre su asiento.
Esta vez, Bálder no buscó el apoyo de su subordinado.
Sin dejarse embarullar por la perorata, se presentó:
– Yo me llamo Bálder, y he venido de muy lejos para hacer la sillería del coro.
– Ah, qué curioso -comentó Pólux, como si nadie le escuchase-, venir de lejos para que los canónigos puedan quedarse sentados.
– El maestro precisa un sitio para preparar sus planos -intervino inesperadamente Níccolo. Pero, antes de asombrarse, Bálder comprendió que a su ayudante, hechas las presentaciones, ya no le retenía el riesgo del encuentro.
– Tiene para elegir -dijo Pólux, extendiendo la mano para indicar toda la sala-. Yo ocupo poco espacio. En todas las mesas hay luz por la mañana y por la tarde. Mala por la mañana y peor por la tarde. Pero la luz siempre es luz y la tinta siempre es más negra. ¿Comprende lo que quiero decir?
Bálder tardó un segundo en percatarse de que se dirigía a él. Por un momento había cedido a la comodidad de permitir que la suave eficiencia de Níccolo se interpusiera entre él y aquel personaje más bien importuno.
– Sí, le comprendo.
– Magnífico. He aquí un hombre perspicaz. Níccolo, pequeño enano repugnante, ¿qué tienes tú que ver con alguien tan sutil?
Níccolo enfrentó la brumosa mirada del borracho durante un momento y luego, despacio, sin exigencia, volvió el rostro hacia Bálder. No le pedía nada, y sin embargo el extranjero quiso dárselo, más por sí que por amparar la posible reputación de su acólito.
– Ignoro cuáles pueden haber sido sus relaciones en el pasado con Níccolo, pero no toleraré que insulte a mis colaboradores en mi presencia, Pólux.
El estucador rió con ganas, arrojando una lluvia de saliva sobre su mesa.
– Eso ha tenido gracia, Fálder.
– Bálder, con be.
– Eso ha tenido gracia, Bálder con be. Habrá que ver si Níccolo se adapta a esta dignidad de trabajar a tus órdenes. Será la primera que ostente en su vida.
– No me divierte, Pólux.
Apenas pronunció estas últimas palabras, Bálder reparó en la inquietud con que Níccolo asistía a la nueva escaramuza. En la reacción de su ayudante encontró una invitación a apartarse del curso absurdo de aquella entrevista, en la que se veía atraído hacia una violencia que tal vez no fuese prudente usar. No conocía a aquel hombre tanto como para estar seguro de que fuera todo lo inofensivo que su estampa de alcohólico letárgico podía hacer creer. Dando la espalda a Pólux, ordenó a su segundo:
– Por favor, Níccolo, haz que me limpien esa mesa -y señaló la más alejada de la que ocupaba el otro-. Consígueme también papel y tinta y plumas de varios grosores.
– Yo te dejo lo que necesites, Bálder con be -farfulló Pólux-. Si no temes contaminarte con los miserables utensilios que han tocado mis manos.
Bálder no hizo caso del ofrecimiento y añadió para Níccolo:
– Yo voy a dar una vuelta por la obra y a ajustar un par de cuestiones con el capataz. Te veré después de la comida, aquí.