– Como diga, maestro.
Bálder se dirigió hacia la puerta. Antes de salir dedicó a Pólux un gesto vacío y se despidió:
– Ha sido un placer. Ya seguiremos conversando.
– Lo dudo, Fálder. No me gustan los hombres rectos que no tienen sentido del humor.
– No juzgue tan rápido -advirtió Bálder, cerrando la puerta.
Caminó hacia la catedral sin poder soltarse del recuerdo la amarga sonrisa con que Pólux le había recriminado su adustez. Si repasaba el censo de las personas que se había tropezado desde su llegada a la obra, no era sencillo elegir alguna a la que pudiera profesar una mediana simpatía. Antes de reflexionar habría apostado por Aulo, pero el severo juicio de éste ante la recepción que Bálder había dado a sus ayudantes había hecho surgir en su ánimo fundadas reservas hacia la posibilidad de alcanzar alguna confianza con el capataz. En cuanto a Níccolo y el almacenero, ninguno de ellos pasaba de mostrar una oficiosidad previsible. A Pólux no acertaba aún a clasificarle con certeza. Razonando a bulto, correspondía al bando de los que se complacían en esgrimir en su contra un secreto al que Bálder era ajeno. Un bando en el que, con estilos diferentes, podía incluir al viejo que le había recibido a su llegada al palacio, a Ennius, que le había sometido a una prueba quizá innoble, e incluso a Camila, que había abusado de su desorientación. Mientras penetraba de nuevo en el recinto, Bálder se sintió desvalido y un tanto humillado por estas sombrías constataciones.
Deambuló un poco al azar, hasta que su marcha adquirió espontáneamente la dirección que llevaba hacia las torres. Esquivando zanjas y operarios recorrió el trecho que le separaba de ellas y se encaminó hacia el vano oscuro que se abría en la base de una de las dos centrales. Entró y tomó la escalera que trepaba en espiral por las entrañas de la torre. Al principio la escalera describía un arco amplio. Los peldaños eran de poca altura y se interrumpían a intervalos regulares para dar paso a breves descansillos. Poco a poco el arco de la escalera fue haciéndose más cerrado, y le costó mantener el equilibrio contra el giro constante que describía en su subida. Coincidiendo con un estrechamiento, Bálder encontró la primera abertura que daba al exterior. Había llegado a la altura de las columnas. Se asomó y vio que ya se encontraba a unos treinta metros. Recuperó el aliento y prosiguió la ascensión. Poco después el eje de la escalera se redujo hasta unos tres metros de anchura, y la espiral se hizo tan abrupta que necesitó de las manos para no caerse hacia la pared exterior, en la que se abría ahora una interminable serie de ventanucos. Quince metros más arriba, vino a sumarse otra dificultad. La pared interior cesó y comprendió que el tramo final de la subida tendría que realizarlo girando en torno del vacío, apenas atenuado por una barandilla que le llegaba a la cintura. No podía irse hacia dentro como hasta entonces, porque su cuerpo cabía de sobra por el hueco de la escalera, y pronto hubo más de cinco metros hasta la superficie de piedra que marcaba el límite del trecho anterior. La vista se le nubló y su respiración se hizo más penosa. Se detuvo y mientras el estómago le enviaba la señal de una profunda náusea pensó si no debía desistir de aquella hazaña estéril. Sin la menor conciencia de lo que trataba de demostrar o demostrarse, se forzó a continuar, aunque más despacio y cuidándose de colocar en todo momento las manos donde pudieran impedir las funestas consecuencias de un tropiezo o un aturdimiento pasajero. Al final la angostura de la escalera y la altura de los escalones se hicieron insoportables. Y sin embargo, por encima de la barandilla seguía habiendo espacio para que un hombre de cuerpo voluminoso cayera hasta la plataforma de piedra que aguardaba veinte metros más abajo. Cuando la escalera concluyó Bálder se halló en una atalaya con troneras que daban a los cuatro vientos, azotada sin piedad por un aire glacial. Aunque al aspirarlo sus pulmones se resintieron y bajó un escalofrío por su nuca húmeda, también le ayudó a despejarse. Miró hacia arriba. La torre subía diez o quince metros más, pero hasta allí no podía llegarse, salvo que se dispusiera de arrojo, habilidad y aparejos de los que Bálder carecía en aquel momento.
Contempló el paisaje que se ofrecía ante sus ojos. Al Sur y al Este se extendían por la llanura amplias zonas boscosas, de un verde turbio bajo el cielo pertinazmente gris. Al Norte había montañas, cuyas cimas permanecían ocultas por las nubes. Al Oeste estaba la ciudad y más allá de ella había más bosque. En la ciudad distinguió sin esfuerzo el palacio arzobispal; el resto era una masa anodina, sin otro punto que llamara la atención que seis o siete campanarios de iglesia con sus agujas negras hendiendo el mediodía. Los edificios cubrían sin dejar resquicios las laderas de la colina coronada por el palacio. Bálder creyó entender por qué estaban levantando allí la catedral, y no junto al palacio, como el capataz había sugerido la víspera. Ambos se observaban en la distancia, desde su altura natural el palacio y desde la suya artificial la catedral, inasequibles a las restantes edificaciones. Perdió la noción del tiempo. Durante ese instante inmóvil, Bálder soñó compartir la conciencia de quien había planeado la empresa de la que él era un minúsculo partícipe.
Entonces sonaron, abajo, las campanas. Bálder contó, sin curiosidad, hasta cinco campanadas, espaciadas y cortas, como si alguien abortara la vibración del metal apenas iniciado el tañido. Sin prisa, acometió el descenso. Después del respiro que se había tomado, apreció mayor seguridad en sus movimientos, aunque la bajada no estaba exenta de sus peculiares peligros. A la mitad del tramo inferior de la escalera se tropezó con alguien que subía. En la penumbra que reinaba en el interior de la torre le costó al principio reconocerle. Era Níccolo.
– ¿Se encuentra bien, maestro?
– ¿Qué te hace pensar lo contrario?
– Está usted muy pálido.
– Imaginaciones tuyas -se escurrió Bálder, continuando su camino. Níccolo le siguió. Parecía nervioso.
– No ha debido subir. Cuando me dijeron que le habían visto entrar en la torre temí que le hubiera pasado algo.
– ¿Tan torpe me crees?
– No se trata de eso. No tiene costumbre, eso es todo. Varias personas han muerto en estas torres. Tampoco estaban acostumbrados.
– Siempre que hablo contigo acaban saliendo muertos a relucir. ¿Hay alguna maldición sobre esta catedral? Níccolo eludió la pregunta y preguntó a su vez:
– ¿Ha llegado hasta arriba?
– Hasta donde llegan las escaleras. Cuando empiezo algo me gusta terminarlo.
Lo dijo con una punta de reproche. Níccolo se limitó a aconsejar:
– No debe volver a hacerlo. Si se enteran tendrá problemas.
– ¿Si se enteran quiénes?
– No soy quién para decirlo.
– Ya veo. Si quienes sean no quieren que nadie suba, ¿por qué no ponen guardias?
– No hace falta. Nadie se atrevería, salvo que ordenasen reanudar el trabajo en las torres. Hace años que están como las ve.
– Tú has entrado a buscarme.
– Soy su ayudante. Pensé que podía necesitarme.
– No entiendo nada, Níccolo.
– No soy quién para explicárselo, maestro. Le ruego que haga caso de lo que le digo. No deseo que tenga problemas.
Bálder suspiró, irritado.
– Me temo que no voy a poder evitar tenerlos. Es decir, si alguien no deja de esperar tranquilamente a que me estrelle y me hace el favor de contarme qué es lo que pasa aquí.
Níccolo hizo como que no había oído. Bálder se mordió la lengua y masculló:
– Vamos a comer algo.
La comida se repartía en uno de los barracones que rodeaban la catedral. Una vez que tuvo su ración, Bálder buscó entre las mesas un sitio para sentarse. Juzgó que no debía hacerlo con Níccolo, pero tampoco le resultaba evidente quién o quiénes eran la compañía correcta. Vio a Pólux, royendo abstraído un trozo de pan en una mesa próxima. La sopa se derramaba de su cuchara levantada sobre el plato. Buscó algo más y encontró al capataz, solo en una mesa pequeña, aunque no tanto que no admitiera otro comensal. No le atraía en exceso la idea y tampoco le constaba que a Aulo fuera a gustarle. Sin embargo, era la solución menos insegura. Dentro de ciertos límites, al capataz creía conocerle lo bastante para verle venir.
Al llegar junto a Aulo se detuvo. Esperó a que el otro levantase la cara del plato y entonces preguntó:
– ¿Me admite en su mesa?
Aulo construyó una perezosa sonrisa.
– No eres buen estratega, Bálder. Mezclarse conmigo no es lo más astuto. Aprende de los otros.
– No conozco a nadie más.
– Eso puede disculparte, de momento -juzgó el capataz, con desinterés. Y como el extranjero permaneciera quieto, agregó-: No te quedes de pie. Si te empeñas en sentarte aquí, no voy a impedirlo.
– Gracias.
Aulo engulló el resto de su sopa en silencio. Bálder tomó la suya con rapidez, agradeciendo el calor que llevaba a su cuerpo. Aunque levemente peor que la comida que le servían en su alojamiento, era mejor de lo que le había dado a entender antes el capataz.
– No sabe mal esto -observó.
Aulo no estaba muy comunicativo. Bálder trató de sacar conversación:
– Le mentí antes, cuando le dije que no conocía a nadie. He conocido a Pólux.
– Y te habrá parecido un hombre fascinante.
– No exactamente. ¿Qué opina usted?
– No me pagan por juzgar a la gente que trabaja aquí.
– Pero tendrá su opinión.
Aulo le observó con calma, mientras masticaba a conciencia el trozo de comida que tenía en la boca. Tragó y dijo: