– Este don Mario, siempre jodiéndome el estilo.
Toda esa semana había estado tratando de escribir un cuento, basado en una historia que conocía por mi tío Pedro, quien era médico en una hacienda de Ancash. Un campesino asustó a otro, una noche, disfrazándose de "pishtaco" (diablo) y saliéndole al encuentro en medio del cañaveral. La víctima de la broma se había asustado tanto que descargó su machete sobre el "pishtaco" y lo mandó al otro mundo con el cráneo partido en dos. Luego, huyó al monte. Algún tiempo después, un grupo de campesinos, al salir de una fiesta, habían sorprendido a un "pishtaco" merodeando por el poblado y lo mataron a palos. El muerto resultó ser el asesino del primer "pishtaco", que usaba disfraz de diablo para visitar de noche a su familia. Los asesinos, a su vez, se habían echado al monte, y, disfrazados de "pishtacos", venían en las noches a la comunidad, donde dos de ellos habían sido ya exterminados a machetazos por aterrorizados campesinos, quienes, a su vez, etcétera. Lo que yo quería contar no era tanto lo ocurrido en la hacienda de mi tío Pedro, como el final que se me ocurrió: que en un momento dado, entre tanto "pishtaco" de mentiras, se deslizaba el diablo vivito y coleando. Iba a titular mi cuento "El salto cualitativo" y quería que fuese frío, intelectual, condensado e irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por esos días. Dedicaba al relato todos los resquicios de tiempo que me dejaban los boletines de Panamericana, la Universidad y los cafés del Bransa, y también escribía en casa de mis abuelos, a mediodía y en las noches. Esa semana no almorcé donde ninguno de mis tíos, ni hice las visitas acostumbradas a las primas, ni fui al cine. Escribía y rompía, o, mejor dicho, apenas había escrito una frase me parecía horrible y recomenzaba. Tenía la certeza de que una falta de caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una advertencia (del subconsciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no servía y era preciso rehacerla. Pascual se quejaba: "Caracho, si los Genaros descubren ese desperdicio de papel, lo pagaremos del sueldo". Por fin, un jueves creí tener el cuento acabado. Era un monólogo de cinco páginas; al final se descubría en el narrador al propio diablo. Le leí "El salto cualitativo" a Javier en mi altillo, después de El Panamericano de las doce.
– Excelente, hermano -sentenció, aplaudiendo-. ¿Pero todavía es posible escribir sobre el diablo? ¿Por qué no un cuento realista? ¿Por qué no suprimir al diablo y dejar que todo pase entre los "pishtacos" de mentiras? O, si no, un cuento fantástico, con todos los fantasmas que se te antojen. Pero sin diablos, sin diablos, porque eso huele a religión, a beatería, a cosas pasadas de moda.
Cuando se fue, hice añicos "El salto cualitativo", lo eché a la papelera, decidí olvidarme de los "pishtacos" y me fui a almorzar donde el tío Lucho. Allí me enteré que había brotado algo que parecía un romance entre la boliviana y alguien que yo conocía de oídas: el hacendado y senador arequipeño Adolfo Salcedo, emparentado de algún modo con la tribu familiar.
– Lo bueno del pretendiente es que tiene plata y posición y que sus intenciones con Julia son serias -comentaba mi tía Olga-. Le ha propuesto matrimonio.
Lo malo es que don Adolfo tiene cincuenta años y todavía no ha desmentido esa acusación terrible -replicaba el tío Lucho-. Si tu hermana se casa con él tendrá que ser casta o adúltera.
– Esa historia con Carlota es una de las típicas calumnias de Arequipa -discutía la tía Olga-. Adolfo tiene todo el aire de ser un hombre completo.
La "historia" del senador y de doña Carlota la conocía yo muy bien porque había sido tema de otro cuento que los elogios de Javier mandaron al basurero. Su matrimonio conmovió al Sur de la República pues don Adolfo y doña Carlota poseían ambos tierras en Puno y su alianza tenía resonancias latifundísticas. Habían hecho las cosas en grande, casándose en la bella Iglesia de Yanahuara, con invitados venidos de todo el Perú y un banquete pantagruélico. A las dos semanas de luna de miel, la novia habla plantado al marido en algún lugar del mundo y regresado escandalosamente sola a Arequipa y anunciado, ante la estupefacción general, que pediría la anulación del matrimonio a Roma. La madre de Adolfo Salcedo encontró a doña Carlota un domingo, a la salida de misa de once, y en el mismo atrio de la Catedral la increpó con furia:
– ¿Por qué abandonaste así a mi pobre hijo, bandida?
Con un gesto magnífico, la latifundista puneña había respondido en alta voz, para que oyera todo el mundo:
– Porque a su hijo, eso que tienen los caballeros sólo le sirve para hacer pipí, señora.
Había conseguido anular el matrimonio religioso y Adolfo Salcedo era una fuente inagotable de chistes en las reuniones familiares. Desde que había conocido a la tía Julia, la asediaba con invitaciones al Grill Bolívar y al "91", le regalaba perfumes y la bombardeaba con canastas de rosas. Yo estaba feliz con la noticia del romance y esperaba que la tía Julia apareciera para lanzarle algún dardo sobre su nuevo candidato. Pero me dejó con los crespos hechos porque fue ella la que, al presentarse en el comedor, a la hora del café -llegaba con un alto de paquetes- anunció con una carcajada:
– Los chismes eran ciertos. El senador Salcedo no resopla.
– Julia, por Dios, no seas malcriada -protestó la tía Olga-. Cualquiera creería que…
– Me lo ha contado él mismo, esta mañana -aclaró la tía Julia, feliz con la tragedia del latifundista.
Había sido muy normal hasta que cumplió veinticinco años. Entonces, durante unas infortunadas vacaciones en Estados Unidos, sobrevino el percance. En Chicago, San Francisco o Miami -la tía Julia no se acordaba- el joven Adolfo había conquistado (creía él) a una señora en un cabaret, y ella se lo llevó a un hotel, y estaba en plena acción cuando sintió en la espalda la punta de un cuchillo. Se volvió y era un tuerto que medía dos metros. No lo hirieron, no le pegaron, sólo le robaron el reloj, una medalla, sus dólares. Así comenzó. Nunca más. Desde entonces, vez que estaba con una dama e iba a entrar en acción sentía el frío del metal en la columna, veía la cara averiada del tuerto, se ponía a transpirar y se le bajaban los ánimos. Había consultado montones de médicos, de psicólogos, y hasta a un curandero de Arequipa, que lo hacía enterrarse vivo, las noches de luna, al pie de los volcanes,
– No seas mala, no te burles, pobrecito -temblaba de risa la tía Olga.
– Si estuviera segura que se va a quedar siempre así, me casaría con él, por su plata -decía inescrupulosamente la tía Julia-. ¿Pero y si yo lo curo? ¿Te imaginas a ese vejestorio tratando de recuperar el tiempo perdido conmigo?
Pensé en la felicidad que habría causado a Pascual la aventura del senador arequipeño, el entusiasmo con que le hubiera consagrado un boletín entero. El tío Lucho le advertía a la tía Julia que si se mostraba tan exigente no encontraría un marido peruano. Ella se quejaba de que, aquí también, como en Bolivia, los buenos mozos fueran pobres y los ricos feos, y de que cuando aparecía un buen mozo rico siempre estuviera casado. De pronto, se encaró conmigo y me preguntó si no había asomado toda esa semana por miedo a que me arrastrara otra vez al cine. Le dije que no, inventé exámenes, le propuse que fuéramos esa noche.
– Regio, a la del Leuro -decidió, dictatorialmente-. Es una película en la que se llora a mares.
En el colectivo, de regreso a Radio Panamericana, le estuve dando vueltas a la idea de intentar otra vez un cuento con la historia de Adolfo Salcedo; algo ligero y risueño, a la manera de Somerset Maugham, o de un erotismo malicioso, como en Maupassant. En la Radio, la secretaria de Genaro-hijo, Nelly, estaba riéndose sola en su escritorio. ¿Cuál era el chiste?