– Ha habido un lío en Radio Central entre Pedro Camacho y Genaro-papá -me contó-. El boliviano no quiere ningún actor argentino en los radioteatros o dice que se va. Consiguió que Luciano Pando y Josefina Sánchez lo apoyen y se ha salido con su gusto. Van a cancelarles los contratos, ¿qué bueno, no?
Había una feroz rivalidad entre los locutores, animadores y actores nativos y los argentinos -llegaban al Perú por oleadas, muchos de ellos expulsados por razones políticas- y me imaginé que el escriba boliviano había hecho esa operación para ganarse la simpatía de sus compañeros de trabajo aborígenes. Pero no, pronto descubrí que era incapaz de esa clase de cálculos. Su odio a los argentinos en general, y a los actores y actrices argentinos en particular, parecía desinteresado. Fui a verlo después del boletín de las siete, para decirle que tenía un rato libre y podía ayudarlo con los datos que necesitaba. Me hizo pasar a su cubil y con un gesto munificente me ofreció el único asiento posible, fuera de su silla: una esquina de la mesa que le servía de escritorio. Seguía con su saco y su corbatita de lazo, rodeado de papeles mecanografiados, que apilé cuidadosamente junto a la Remington. El plano de Lima, clavado con tachuelas, cubría parte de la pared. Tenía más colorines, unas extrañas figuras con lápiz rojo y unas iniciales distintas en cada barrio. Le pregunté qué eran esas marcas y letras.
Asintió, con una de esas sonrisitas mecánicas, en las que había siempre una íntima satisfacción y una especie de benevolencia. Acomodándose en la silla, peroró:
– Yo trabajo sobre la vida, mis obras se aferran a la realidad como la cepa a la vid. Para eso lo necesito. Quiero saber si ese mundo es o no es así.
Estaba señalándome el plano y yo acerqué la cabeza para tratar de descifrar lo que quería decirme. Las iniciales eran herméticas, no aludían a ninguna institución ni persona reconocible. Lo único claro era que había aislado en círculos rojos los barrios disímiles de Miraflores y San Isidro, de la Victoria y del Callao. Le dije que no entendía nada, que me explicara.
– Es muy fácil -me repuso, con impaciencia y voz de cura-. Lo más importante es la verdad, que siempre es arte y en cambio la mentira no, o sólo rara vez. Debo saber si Lima es como lo he marcado en el plano. Por ejemplo, ¿corresponden a San Isidro las dos Aes? ¿Es un barrio de Alto Abolengo, de Aristocracia Afortunada?
Hizo énfasis en las Aes iniciales, con una entonación que quería decir "Sólo los ciegos no ven la luz del sol". Había clasificado los barrios de Lima según su importancia social. Pero lo curioso era el tipo de calificativos, la naturaleza de la nomenclatura. En algunos casos había acertado, en otros la arbitrariedad era absoluta. Por ejemplo, admití que las iniciales MPA (Mesocracia Profesionales Amas de casa) convenía a Jesús María, pero le advertí que resultaba bastante injusto estampar en la Victoria y el Porvenir la atroz divisa VMMH (Vagos Maricones Maleantes Hetairas) y sumamente discutible reducir el Callao a MPZ (Marineros Pescadores Zambos) o el Cercado y el Agustino a FOLI (Fámulas Operarios Labradores Indios).
– No se trata de una clasificación científica sino artística -me informó, haciendo pases mágicos con sus manitas pigmeas-. No me interesa toda la gente que compone cada barrio, sino la más llamativa, la que da a cada sitio su perfume y su color. Si un personaje es ginecólogo debe vivir donde le corresponde y lo mismo si es sargento de la policía.
Me sometió a un interrogatorio prolijo y divertido (para mí, pues él mantenía su seriedad funeral) sobre la topografía humana de la ciudad y advertí que las cosas que le interesaban más se referían a los extremos: millonarios y mendigos, blancos y negros, santos y criminales, Según mis respuestas, añadía, cambiaba o suprimía iniciales en el plano con un gesto veloz y sin vacilar un segundo, lo que me hizo pensar que había inventado y usaba ese sistema de catalogación hacía tiempo. ¿Por qué había marcado sólo Miraflores, San Isidro, la Victoria y el Callao?
– Porque, indudablemente, serán los escenarios principales -dijo, paseando sus ojos saltones con suficiencia napoleónica sobre los cuatro distritos-. Soy hombre que odia las medias tintas, el agua turbia, el café flojo. Me gustan el sí o el no, los hombres masculinos y las mujeres femeninas, la noche o el día. En mis obras siempre hay aristócratas o plebe, prostitutas o madonas. La mesocracia no me inspira y tampoco a mi público.
– Se parece usted a los escritores románticos -se me ocurrió decirle, en mala hora.
– En todo caso, ellos se parecen a mí -saltó en su silla, con la voz resentida-. Nunca he plagiado a nadie. Se me puede reprochar todo, menos esa infamia. En cambio, a mí me han robado de la manera más inicua.
Quise explicarle que lo del parecido a los románticos no había sido dicho con ánimo de ofenderlo, que era una broma, pero no me oía porque, de pronto, se había enfurecido extraordinariamente, y, gesticulando como si se hallara ante un auditorio expectante, despotricaba con su magnífica voz:
– Toda Argentina está inundada de obras mías, envilecidas por plumíferos rioplatenses. ¿Se ha topado usted en la vida con argentinos? Cuando vea uno, cámbiese de vereda, porque la argentinidad, como el sarampión, es contagiosa.
Había palidecido y le vibraba la nariz. Apretó los dientes e hizo una mueca de asco. Me sentí confuso ante esa nueva expresión de su personalidad y balbuceé algo vago y general, era lamentable que en América Latina no hubiera una ley de derechos de autor, que no se protegiera la propiedad intelectual. Había vuelto a meter la pata.
– No se trata de eso, a mí no me importa ser plagiado -replicó, más furioso aún-. Los artistas no trabajamos por la gloria, sino por amor al hombre. Qué más quisiera yo que mi obra se difundiera por el mundo, aunque sea bajo otras rúbricas. Lo que no se les puede perdonar a los cacógrafos del Plata es que alteren mis libretos, que los encanallen. ¿Sabe usted lo que les hacen? Además de cambiarles los títulos y los nombres a los personajes, por supuesto. Los condimentan siempre con esas esencias argentinas…
– La arrogancia -lo interrumpí, seguro de dar esta vez en el clavo-, la cursilería,
Negó con la cabeza, despectivamente, y pronunció, con una solemnidad trágica y una voz lenta y cavernosa que retumbó en el cubil, las únicas dos palabrotas que le oí decir nunca:
– La cojudez y la mariconería.
Sentí deseos de jalarle la lengua, de saber por qué su odio a los argentinos era más vehemente que el de las gentes normales, pero, al verlo tan descompuesto, no me atreví. Hizo un gesto de amargura y se pasó una mano ante los ojos, como para borrar ciertos fantasmas. Luego, con expresión dolida, cerró las ventanas de su cubil, cuadró el rodillo de la Remington y le colocó su funda, se acomodó la corbatita de lazo, sacó de su escritorio un grueso libro que se puso bajo el sobaco y me indicó con un gesto que saliéramos. Apagó la luz y, de afuera, echó llave a su Cueva. Le pregunté qué libro era ése. Le pasó afectuosamente la mano por el lomo, en una caricia idéntica a la que podría haber hecho a un gato.
– Un viejo compañero de aventuras -Murmuró, con emoción, alcanzándomelo-. Un amigo fiel y un buen ayudante de trabajo
El libro, publicado en tiempos prehistóricos por Espasa Calpe -sus gruesas tapas tenían todas las manchas y rasguños del mundo y sus hojas estaban amarillentas- era de un autor desconocido y de prontuario pomposo (Adalberto Castejón de la Reguera, Licenciado por la Universidad de Murcia en Letras Clásicas, Gramática y Retórica), y el título era extenso: "Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del Mundo”. Tenía un subtítulo:”Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Molière, etc., sobre Dios, la Vida, la Muerte, el Amor, el Sufrimiento, etc…”