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Estábamos ya en la calle Belén. Al dale la mano se me ocurrió mirar el reloj. Sentí pánico: eran las diez de la noche. Tenía la sensación de haber estado media hora con el artista y en realidad el análisis sociológicochísmográfico de la ciudad y la abominación de los argentinos habían demorado tres. Corrí a Panamericana, convencido de que Pascual habría dedicado los quince minutos del boletín de las nueve a algún pirómano de Turquía o a algún infanticidio en el Porvenir. Pero las cosas no debían de haber ido tan mal, pues me encontré a los Genaros en el ascensor y no parecían furiosos. Me contaron que esa tarde habían firmado contrato con Lucho Gatica para que viniera una semana a Lima, como exclusividad de Panamericana. En mi altillo, revisé los boletines y eran pasables. Sin apurarme, fui a tomar el colectivo a Miraflores en la Plaza San Martín.

Llegué a la casa de los abuelos a las once de la noche; ya estaban durmiendo. Me dejaban siempre la comida en el horno, pero esta vez, además del plato de apanado con arroz y huevo frito -mi invariable menú- había un mensaje escrito con letra temblona: "Llamó tu tío Lucho. Que dejaste plantada a Julita, que tenían que ir al cine. Que eres un salvaje, que la llames para disculparte: el Abuelo".

Pensé que olvidarse de los boletines y de una cita con una dama por el escriba boliviano era demasiado. Me acosté incómodo y malhumorado por mi involuntaria malacrianza. Estuve dando vueltas antes de pescar el sueño, tratando de convencerme que era culpa de ella, por imponerme esas idas al cine, a esas horribles truculencias, y. buscando alguna excusa para cuando la llamara al día siguiente. No se me ocurrió ninguna plausible y no me atreví a decirle la verdad. Hice más bien un gesto heroico. Después del boletín de las ocho, fui a una florería del centro y le envié un ramo de rosas que me costó cien soles con una tarjeta en la que, después de mucho dudar, escribí lo que me pareció un prodigio de laconismo y elegancia: "Rendidas excusas”.

En la tarde hice algunos bocetos, entre boletín y boletín, de un cuento erótico-picaresco sobre la tragedia del senador arequipeño. Me proponía trabajar fuerte en él esa noche, pero Javier vino a buscarme después de El Panamericano y me llevó a una sesión de espiritismo, en los Barrios Altos. El médium era un escribano, a quien había conocido en las oficinas del Banco de Reserva. Me había hablado mucho de él, pues siempre le contaba sus percances con las almas, que acudían a comunicarse con él no sólo cuando las convocaba en sesiones oficiales, sino espontáneamente, en las circunstancias más inesperadas. Solían gastarle bromas, como hacer sonar el teléfono al amanecer: al descolgar el aparato escuchaba al otro lado de la línea la inconfundible risa de su bisabuela, muerta hacía medio siglo y domiciliada desde entonces (se lo había dicho ella misma) en el Purgatorio. Se le aparecían en los ómnibus, en los colectivos, caminando por la calle. Le hablaban al oído y él tenía que permanecer mudo e impasible (“desairarlas" parece que decía) a fin de que la gente no lo creyera loco. Yo, fascinado, le había pedido a Javier que organizara alguna sesión con el escribano-médium. Éste había aceptado, pero venía dando largas varias semanas, con pretextos climatológicos. Era indispensable esperar ciertas fases de la luna, el cambio de mareas y aun factores más especializados pues, al parecer, las ánimas eran sensibles a la humedad, las constelaciones, los vientos. Por fin había llegado el día.

Nos costó un triunfo dar con la casa del escribano-médium, un departamentito sórdido, apretado en el fondo de una quinta del jirón Cangallo. El personaje, en la realidad, era mucho menos interesante que en los cuentos de Javier. Sesentón, solterón, calvito, oloroso a linimento, tenía una mirada bovina y una conversación tan empecinadamente banal que nadie hubiera sospechado su promiscuidad con los espíritus. Nos recibió en una salita desvencijada y grasienta; nos convidó unas galletas de agua con trocitos de queso fresco y una parca mulita de pisco. Hasta que dieron las doce nos estuvo contando, con un aire convencional, sus experiencias del más allá. Habían comenzado al enviudar, veinte años atrás. La muerte de su mujer lo había sumido en una tristeza inconsolable, hasta que un día un amigo lo salvó, mostrándole el camino del espiritismo. Era lo más importante que le había pasado en la vida:

– No sólo porque uno tiene la oportunidad de seguir viendo y oyendo a los seres queridos -nos decía, con el tono que se comenta una fiesta de bautizo-, sino porque distrae mucho, las horas se van sin darse cuenta.

Escuchándolo, se tenía la impresión de que hablar con los muertos era algo comparable, en esencia, a ver una película o un partido de fútbol (y, sin duda, menos divertido). Su versión de la otra vida era terriblemente cotidiana, desmoralizadora. No había diferencia alguna de "cualidad" entre allá y aquí, a juzgar por las cosas que le contaban: los espíritus se enfermaban, se enamoraban, se casaban, se reproducían, viajaban y la única diferencia era que nunca se morían. Yo le lanzaba miradas homicidas a Javier, cuando dieron las doce. El escribano nos hizo sentar alrededor de la mesa (no redonda sino cuadrangular), apagó la luz, nos ordenó unir las manos. Hubo unos segundos de silencio y yo, nervioso con la espera, tuve la ilusión de que la cosa iba a ponerse interesante. Pero comenzaron a presentarse los espíritus y el escribano, con la misma voz doméstica, empezó a preguntarles las cosas más aburridas del mundo: "¿Y cómo estás, pues, Zoilita? Encantado de oírte; aquí me tienes, pues, con estos amigos, muy buenas personas, interesados en conectarse con el mundo tuyo, Zoilita. ¿Cómo, qué cosa? ¿Que los salude? Cómo no, Zoilita, de tu parte. Dice que los salude con todo cariño y que si pueden recen por ella de vez en cuando para que salga más pronto del Purgatorio". Después de Zoilita se presentaron una serie de parientes y amigos con los que el escribano mantuvo diálogos semejantes. Todos estaban en el Purgatorio, todos nos enviaron saludos, todos pedían rezos. Javier se empeñó en llamar a alguien que estuviera en el Infierno, para que nos sacara de dudas, pero el médium, sin vacilar un segundo, nos explicó que era imposible: los de allí sólo podían ser citados los tres primeros días de mes impar y apenas se les oía la voz. Javier pidió entonces al ama que había criado a su madre y a él y a sus hermanos. Doña Gumercinda compareció, mandó saludos, dijo que recordaba a Javier con mucho cariño y que ya estaba haciendo sus ataditos para salir del Purgatorio e ir al encuentro del Señor. Yo pedí al escribano que llamara a mi hermano Juan, y, sorprendentemente (porque nunca había tenido hermanos), vino y me hizo decir, por la benigna voz del médium, que no debía preocuparme por él pues estaba con Dios y que siempre rezaba por mí. Tranquilizado con esta noticia, me despreocupé de la sesión y me dediqué a escribir mentalmente mi cuento sobre el senador. Se me ocurrió un título enigmático: "La cara incompleta". Decidí, mientras Javier, incansable, exigía al escribano que convocara algún ángel, o, al menos, algún personaje histórico como Manco Cápac, que el senador terminaría resolviendo su problema mediante una fantasía freudiana: pondría a su esposa, en el momento del amor, un parche de pirata en el ojo.

La sesión terminó cerca de las dos de la madrugada. Mientras caminábamos por las calles de los Barrios Altos, en busca de un taxi que nos llevara hasta la Plaza San Martín para tomar el colectivo, yo enloquecía a Javier diciéndole que por su culpa el más allá había perdido para mí poesía y misterio, que por su culpa había tenido la evidencia de que todos los muertos se volvían imbéciles, que por su culpa ya no podría ser agnóstico y tendría que vivir con la certidumbre de que, en la otra vida, que existía, me esperaba una eternidad de cretinismo y aburrimiento. Encontramos un taxi y en castigo lo pagó Javier.

En casa, junto al apanado, huevo y arroz, encontré otro mensaje: "Te llamó Julita. Que recibió tus rosas, que están muy lindas, que le gustaron mucho. Que no creas que por las rosas te librarás de llevarla al cine cualquiera de estos días: el Abuelo".