Las remotas campanas de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua dieron la medianoche, y, siempre puntual, el sargento Lituma -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu- empezó a caminar. A su espalda, una fogata en las tinieblas, quedaba la vieja casona de madera de la Cuarta Comisaría. Imaginó: el teniente Jaime Concha estaría leyendo el Pato Donald, los guardias Mocos Camacho y Manzanita Arévalo estarían azucarándose un café recién colado y el único preso del día -un carterista sorprendido in fraganti en el ómnibus Chucuito-La Parada y traído a la Comisaría, con abundantes contusiones, por media docena de furibundos pasajeros- dormiría hecho un garabato en el suelo del ergástulo.
Inició su recorrido por la barriada de Puerto Nuevo, donde estaba de servicio el Chato Soldevilla, un tumbesino que cantaba tonderos con inspirada voz. Puerto Nuevo era el terror de los guardias y detectives del Callao porque en su laberinto de casuchas de tablones, latas, calaminas y adobes, sólo una ínfima parte de sus pobladores se ganaban el pan como portuarios o pescadores. La mayoría eran vagos, ladrones, borrachos, pichicateros, macrós y maricas (para no mencionar a las innumerables prostitutas) que con cualquier pretexto se agarraban a chavetazos y, a veces, tiros. Esa barriada sin agua ni desagüe, sin luz y sin pavimentar, se había teñido no pocas veces con sangre de agentes de la ley. Pero esa noche estaba excepcionalmente pacífica. Mientras, tropezando con piedras invisibles, la cara fruncida por el vaho de excrementos y materias descompuestas que subía a sus narices, recorría los meandros del barrio en busca del Chato, el sargento Lituma pensó: "El frío acostó temprano a los noctámbulos". Porque era mediados de agosto, el corazón del invierno, y una neblina espesa que todo lo borraba y deformaba, y una garúa tenaz que aguaba el aire, habían convertido esa noche en algo triste e inhóspito. ¿Dónde se había metido el Chato Soldevilla? Este tumbesino mariconazo, asustado del frío o de los hampones, era capaz de haber ido a buscar calorcito y trago a las cantinas de la avenida Huáscar. "No, no se atrevería, pensó el sargento Lituma. Sabe que yo hago la ronda y que si abandona su puesto, se amuela."
Encontró al Chato bajo un poste de luz, en la esquina que mira al Frigorífico Nacional. Se frotaba las manos con furia, su cara había desaparecido tras una chalina fantasmal que sólo le dejaba los ojos libres. Al verlo, dio un respingo y se llevó la mano a la cartuchera. Luego, reconociéndolo, chocó los tacos.
– Me asustó, mi sargento -dijo riéndose-. Así, de lejitos, saliendo de la oscuridad, me figuré un espíritu.
– Qué espíritu ni qué ocho cuartos -le dio la mano Lituma-. Creíste que era un hampón.
– Con este frío no hay hampones sueltos, qué esperanza -volvió a frotarse las manos el Chato-. Los únicos locos que en esta noche se les ocurre andar a la intemperie somos usted y yo. Y éstos.
Señaló el techo del Frigorífico y el sargento, esforzando los ojos, alcanzó a ver media docena de gallinazos apiñados y con el pico entre las alas, formando una línea recta en la cumbre de la calamina. "Qué hambre tendrán, pensó. Aunque se hielen, allí se quedan oliendo lo muerto." El Chato Soldevilla le firmó el parte a la rancia luz del farol, con un lapicito masticado que se le perdía en los dedos. No había novedad: ni accidentes, ni delitos, ni borracheras.
– Una noche tranquila, mi sargento -le dijo, mientras lo acompañaba unas cuadras, hacia la avenida Manco Cápac-. Espero que siga así, hasta que llegue mi relevo. Después, que se caiga el mundo, qué diablos.
Se rió, como si hubiera dicho algo muy chistoso, y el sargento Lituma pensó: "Hay que ver la mentalidad que se gastan ciertos guardias". Como si hubiera adivinado, el Chato Soldevilla añadió, serio:
– Porque yo no soy como usted, mi sargento. A mí esto no me gusta. Llevo el uniforme sólo por la comida.
– Si dependiera de mí, no lo llevarías -murmuró el sargento-. Yo sólo dejaría en el cuerpo a los que creen en la vaina.
– Se quedaría bastante vacía la Guardia Civil -repuso el Chato.
– Más vale solos que mal acompañados -se rió el sargento.
El Chato también se rió. Caminaban a oscuras, por el descampado que rodea a la Factoría Guadalupe, donde los mataperros se volaban siempre a pedradas los focos de los postes. Se oía el rumor del mar a lo lejos, y, de cuando en cuando, el motor de algún taxi que cruzaba la avenida Argentina.
– A usted le gustaría que todos fuéramos héroes -dijo de pronto el Chato-. Que nos sacáramos el alma para defender a estas basuras. -Señaló hacia el Callao, hacia Lima, hacia el mundo-. ¿Acaso nos lo agradecen? ¿No ha oído lo que nos gritan en la calle? ¿Acaso alguien nos respeta? La gente nos desprecia, mi sargento.
– Aquí nos despedimos -dijo Lituma, al borde de la avenida Manco Cápac-. No te salgas de tu área. Y no te hagas mala sangre. No ves la hora de dejar el cuerpo, pero el día que te den de baja vas a sufrir como un perro. Así le pasó a Pechito Antezana. Venía a la Comisaría a mirarnos y se le llenaban los ojos de lágrimas. "He perdido a mi familia", decía.
Oyó que, a su espalda, el Chato gruñía: "Una familia sin mujeres, qué clase de familia es".
Tal vez el Chato tenía razón, pensaba el sargento Lituma, mientras avanzaba por la desierta avenida, en medio de la noche. Era verdad, la gente no quería a los policías, se acordaba de ellos cuando tenía miedo de algo. ¿Y eso qué? El no se sacaba la mugre para que la gente lo respetara o lo quisiera. "A mí la gente me importa un pito", pensó. ¿Y entonces por qué no tomaba la Guardia Civil como los compañeros, sin matarse, tratando de pasarla lo mejor posible, aprovechando para descansar o para ganarse unos soles sucios si la superioridad no estaba cerca? ¿Por qué, Lituma? Pensó: " Porque a ti te gusta. Porque, como a otros les gusta el fútbol o las carreras, a ti te gusta tu trabajo". Se le ocurrió que la próxima vez que algún loco del fútbol le preguntara “¿Eres hincha del Sport Boys o del Chalaco, Lituma?", le respondería: "Soy hincha de la Guardia Civil". Se reía, en la neblina, en la garúa, en la noche, contento de su ocurrencia, y en eso oyó el ruido. Dio un respingo, se llevó la mano a la cartuchera, se paró. Lo había tomado tan de sorpresa que casi se había asustado. "Sólo casi, pensó, porque tú no has sentido miedo ni sentirás, tú no sabes cómo se come eso, Lituma." Tenía a su izquierda el descampado y a la derecha la mole del primero de los depósitos del Terminal Marítimo. De allí había venido: muy fuerte, un estruendo de cajones y latas que se derrumban arrastrando en su caída a otros cajones y latas. Pero ahora todo estaba tranquilo de nuevo y sólo oía el chasquido lejano del mar y el silbido del viento al golpear las calaminas y al enroscarse en las alambradas del puerto. "Un gato que perseguía a una rata y que se trajo abajo un cajón y ése a otro y fue el huayco", pensó. Pensó en el pobre gato, despanzurrado junto con la rata, bajo una montaña de fardos y barriles. Ya estaba en el área del Choclo Román. Pero claro que el Choclo no estaba por aquí; Lituma sabía muy bien que estaba en el otro extremo de su área, en el Happy Land, o en el Blue Star, o en cualquiera de los barcitos y prostíbulos de marineros que se codeaban al fondo de la avenida, en esa callecita que los chalacos lengualargas llamaban la calle del chancro. Ahí estaría, en uno de esos astillados mostradores, gorreando una cervecita. Y, mientras caminaba hacia esos antros, Lituma pensó en la cara de susto que pondría Román si él se le aparecía por detrás, de repente: “Así que tomando bebidas espirituosas durante el servicio. Te amolaste, Choclo".
Había avanzado unos doscientos metros y se paró en seco. Volvió la cabeza: allá, en la sombra, una de sus paredes apenas iluminada por el resplandor de un farol milagrosamente indemne de las hondas de los mataperros, mudo ahora, estaba el depósito. “No es un gato, pensó, no es una rata." Era un ladrón. Su pecho comenzó a latir con fuerza y sintió que la frente y las manos se le mojaban. Era un ladrón, un ladrón. Permaneció inmóvil unos segundos, pero ya sabía que iba a regresar. Estaba seguro: había tenido otras veces esos pálpitos. Desenfundó su pistola y le sacó el seguro y empuñó la linterna con la mano zurda. Regresó a trancos, sintiendo que el corazón se le salía por la boca. Sí, segurísimo, era un ladrón. A la altura del depósito se paró de nuevo, jadeando. ¿Y si no era uno sino unos? ¿No sería mejor buscar al Chato, al Choclo? Movió la cabeza: no necesitaba a nadie, se bastaba y sobraba. Si eran varios, peor para ellos y mejor para él. Escuchó, pegando la cara a la madera: silencio total. Sólo oía, a lo lejos, el mar y alguno que otro carro. "Qué ladrón ni qué ocho cuartos, Lituma, pensó. Estás soñando. Era un gato, una rata." Se le había quitado el frío, sentía calor y cansancio. Contorneó el depósito, buscando la puerta. Cuando la encontró, a la luz de la linterna verificó que la cerradura no había sido violentada. Ya se iba, diciéndose "qué tal chasco, Lituma, tu olfato no es el de antes", cuando, en un movimiento maquinal de su mano, el disco amarillento de la linterna le retrató la abertura. Estaba a pocos metros de la puerta; la habían hecho a lo bruto, rompiendo la madera a hachazos o a patadas. El boquete era lo bastante grande para un hombre a gatas.