Sintió su corazón agitadísimo, loco. Apagó la linterna, comprobó que su pistola estaba sin seguro, miró en torno: sólo sombras y, a lo lejos, como luces de fósforos, los faroles de la avenida Huáscar. Llenó de aire los pulmones y, con toda la fuerza de que era capaz, rugió:
– Rodéeme este almacén con sus hombres, cabo. Si alguno trata de escapar, fuego a discreción. ¡Rápido, muchachos!
Y, para que fuera más creíble, dio unas carreritas de un lado a otro, zapateando fuerte. Luego pegó la cara al tabique del depósito y gritó, a voz en cuello:
– Se amolaron, les salió mal. Están rodeados. Vayan saliendo por donde entraron, uno tras otro. ¡Treinta segundos para que lo hagan por las buenas!
Escuchó el eco de sus gritos perdiéndose en la noche, y, luego, el mar y unos ladridos. Contó no treinta sino sesenta segundos. Pensó: "Estás hecho un payaso, Lituma". Sintió un acceso de cólera. Gritó:
– Abran los ojos, muchachos. ¡A la primera, me los queman, cabo!
Y, resueltamente, se puso a cuatro patas y gateando, ágil a pesar de sus años y del abrigado uniforme, atravesó el boquete. Adentro, se incorporó de prisa, en puntas de pie corrió hacia un lado y pegó la espalda a la pared. No veía nada y no quería prender la linterna. No oía ningún ruido pero otra vez tenía una seguridad total. Había alguien ahí, agazapado en la oscuridad, igual que él, escuchando y tratando de ver. Le pareció sentir una respiración, un jadeo. Tenía el dedo en el gatillo y la pistola a la altura del pecho. Contó tres y encendió. El grito lo tomó tan desprevenido que, con el susto, la linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo, revelando bultos, fardos que parecían de algodón, barriles, vigas, y (fugaz, intempestiva, inverosímil) la figura del negro calato y encogido, con las manos tratando de taparse la cara, y, sin embargo, mirando por entre los dedos, los ojazos espantados, fijos en la linterna, como si el peligro le pudiera venir sólo de la luz.
– ¡Quieto o te quemo! ¡Quieto o estás muerto, zambo! -rugió Lituma, tan fuerte que le dolió la garganta, mientras, agachado, manoteaba buscando la linterna. Y luego, con satisfacción salvaje:- ¡Te amolaste, zambo! ¡Te salió mal, zambo!
Gritaba tanto que se sentía aturdido. Había recuperado la linterna y el halo de luz revoloteó, en busca del negro. No había huido, ahí estaba, y Lituma abría mucho los ojos, incrédulo, dudando de lo que veía. No había sido una imaginación, un sueño. Estaba calato, sí, tal como lo habían parido: ni zapatos, ni calzoncillo, ni camiseta, ni nada. Y no parecía tener vergüenza ni darse cuenta siquiera que estaba calato, porque no se tapaba sus cochinadas, que le bailoteaban alegremente, a la luz de la linterna. Seguía encogido, la cara medio oculta tras los dedos, y no se movía, hipnotizado por la redondela de luz.
– Las manos sobre la cabeza, zambo -ordenó el sargento, sin avanzar hacia él-. Tranquilo si no quieres un plomazo. Vas preso por invadir la propiedad privada y por andar con los mellicitos al aire.
Y, al mismo tiempo -los oídos alertas por si el menor ruido delataba a algún cómplice en las sombras del depósito-, el sargento se decía: "No es un ladrón. Es un loco". No sólo porque estaba desnudo en pleno invierno, sino por el grito que había lanzado al ser descubierto. No era de hombre normal, pensó el sargento. Había sido un ruido extrañísimo, algo entre el aullido, el rebuzno, la carcajada y el ladrido. Un ruido que no parecía únicamente de la garganta sino también de la barriga, el corazón, el alma.
– He dicho manos a la cabeza, miéchica -gritó el sargento, dando un paso hacia el hombre. Éste no obedeció, no se movió. Era muy oscuro, tan flaco que en la penumbra Lituma distinguía las costillas hinchando el pellejo y esos canutos que eran sus piernas, pero tenía un vientre grandote, que se le rebalsaba sobre el pubis, y Lituma se acordó inmediatamente de las esqueléticas criaturas de las barriadas, con panzas infladas por los parásitos. El zambo seguía tapándose la cara, quieto, y el sargento dio otros dos pasos hacia él, midiéndolo, seguro de que en cualquier momento se echaría a correr. "Los locos no respetan los revólveres", pensó, y dio dos pasos más. Estaba apenas a un par de metros del zambo y sólo ahora alcanzó a percibir las cicatrices que le veteaban los hombros, los brazos, la espalda. "Pa su macho, pa su diablo", pensó Lituma. ¿Eran de enfermedad? ¿Heridas o quemaduras? Habló bajito para no espantarlo:
– Quieto y tranquilo, zambo. Las manos en la cabeza y caminando hacia el hueco por donde entraste. Si te portas bien, en la Comisaría te daré un café. Debes estar muerto de frío, así calato, con este tiempo.
Iba a dar un paso más hacia el negro, cuando éste, súbitamente, se quitó las manos de la cara -Lituma se quedó estupefacto al descubrir, bajo la mata de pelo pasa apelmazado, esos ojos sobrecogidos, esas cicatrices horribles, esa enorme jeta de la que sobresalía un único, largo y afilado diente-, volvió a lanzar ese híbrido, incomprensible, inhumano alarido, miró a un lado y a otro, desasosegado, indócil, nervioso, como un animal que busca un camino para huir, y por fin, estúpidamente, eligió el que no debía, el que bloqueaba el sargento con su cuerpo. Porque no se abalanzó contra él sino intentó escapar a través de él. Corrió y fue tan inesperado que Lituma no alcanzó a atajarlo y lo sintió que se estrellaba contra él. El sargento tenía sus nervios bien puestos: no se le fue el dedo, no se le escapó un tiro. El zambo, al chocar, bufó y entonces Lituma le dio un empujón y vio que se venía al suelo como si fuera de trapo. Para que se estuviese tranquilo, lo pateó.
– Párate -le ordenó-. Además de loco eres tonto. Y cómo apestas.
Tenía un olor indefinible, a alquitrán, acetona, pis y gato. Se había dado vuelta y, las espaldas contra el suelo, lo miraba con pánico.
– Pero de dónde has podido salir tú -murmuró Lituma. Acercó un poco la linterna y examinó un rato, confuso, esa increíble cara cruzada y descruzada por incisiones rectilíneas, pequeñas nervaduras que recorrían sus mejillas, su nariz, su frente, su mentón y se perdían por su cuello. Cómo había podido andar por las calles del Callao un tipo con una pinta así, y con los mellizos al aire, sin que alguien diera parte.
– Levántate de una vez o te doy tu sopapo -dijo Lituma-. Loco o no loco ya me cansaste.
El tipo no se movió. Había comenzado a hacer unos ruidos con la boca, un murmullo indescifrable, un ronroneo, un bisbiseo, algo que parecía tener que ver más con pájaros, insectos o fieras que con hombres. Y seguía mirando la linterna con un terror infinito.