– El ejercicio ayuda a entrar en calor -le dijo, señalando el dibujo hecho con tiza en la vereda:- ¿Usted no jugaba de chico a la rayuela, mi sargento?
– Más bien al trompo y era buenazo haciendo volar cometas -le respondió Lituma.
Manitas Rodríguez le refirió un incidente que, decía, le había alegrado la guardia. Estaba recorriendo la calle Paz Soldán, a eso de la medianoche, cuando había visto a un sujeto trepando por una ventana. Le había dado el alto revólver en mano pero el tipo se puso a llorar jurando que no era ratero sino esposo y que su señora le pedía que entrara así, a oscuritas y por la ventana. ¿Y por qué no por la puerta, como todo el mundo? "Porque está medio chiflada, lloriqueaba el hombre. Fíjese que verme entrar como ladrón la pone más cariñosa, Otras veces hace que la asuste con un cuchillo y hasta que me disfrace de diablo. Y si no le doy gusto no me liga ni un beso, mi agente."
– Te vio cara de mocoso y se burló de ti de lo lindo -se sonreía Lituma.
– Es la pura y santa verdad -insistió Manitas-. Toqué la puerta, entramos y la señora, una zambita de rompe y raja, dijo que era cierto y que si no tenían derecho ella y su marido a jugar a los ladrones. Lo que se ve en este oficio, ¿no, mi sargento?
– Así es, muchacho -asintió Lituma, pensando en el negro.
– Ahora que con una mujer así uno no se aburriría nunca, mi sargento -se chupaba los labios Manitas.
Acompañó a Lituma hasta la avenida Buenos Aires y se despidieron. Mientras avanzaba hasta la frontera con Bellavista -la calle Vigil, la Plaza de la Guardia Chalaca-, largo trayecto donde habitualmente comenzaba a sentir fatiga y sueño, el sargento recordaba al negro. ¿Se habría escapado del manicomio? Pero el Larco Herrera estaba tan lejos que algún guardia o patrullero lo habrían visto y arrestado. ¿Y esas cicatrices? ¿Se las habrían hecho a cuchillo? Miéchica, eso sí que dolería, como quemarse a fuego lento. Que a uno le vayan haciendo heridita tras heridita hasta embadurnarle la cara de rayas, carambolas. ¿Y si había nacido así? Todavía era noche cerrada pero ya se percibían síntomas del amanecer: autos, uno que otro camión, siluetas madrugadoras. El sargento se preguntaba: ¿Y tú que has visto tanto tipo raro por qué te preocupa el calato? Se encogió de hombros: simple curiosidad, una manera de ocupar la mente mientras duraba la ronda.
No tuvo dificultad en dar con Zárate, un guardia que había servido con él en Ayacucho. Se lo encontró con el parte firmado: sólo un choque sin heridos, nada importante. Lituma le contó la historia del negro y a Zárate lo único que le hizo gracia fue el episodio de los sandwiches. Tenía la manía de la filatelia, y, mientras acompañaba unas cuadras al sargento, empezó a contarle que esa mañana había conseguido unas estampillas triangulares de Etiopía, con leones y víboras, en verde, rojo y azul, que eran rarísimas, y que las había cambiado por cinco argentinas que no valían nada.
– Pero que sin duda se creerán que valen mucho -lo interrumpió Lituma.
La manía de Zárate, que otras veces toleraba con buen humor, ahora lo impacientó y se alegró de que se despidieran. Un resplandor azuloso se insinuaba en el cielo y de la negrura surgían, espectrales, grisáceos, aherrumbrados, populosos, los edificios del Callao. Casi al trote, el sargento iba contando las cuadras que faltaban para llegar a la Comisaría. Pero esta vez, se confesó a sí mismo, su premura no se debía tanto al cansancio de la noche y la caminata como a las ganas de ver otra vez al negro. "Parece que creyeras que todo ha sido un sueño y que el cutato no existe, Lituma."
Pero existía: ahí estaba, durmiendo retorcido como un nudo en el suelo del calabozo. El carterista había caído dormido en el otro extremo, y aún llevaba en la cara una expresión de susto. También los demás dormían: el teniente Concha de bruces contra un alto de chistes y Camacho y Arévalo hombro contra hombro, en la banqueta de la entrada. Lituma estuvo un largo rato contemplando al negro: sus huesos salientes, su pelo ensortijado, su gran jeta, su diente huérfano, sus mil cicatrices, los estremecimientos que lo recorrían. Pensaba: "Pero de dónde has salido, zambo". Por fin, entregó el parte al teniente, que abrió unos ojos hinchados y enrojecidos.
– Ya se termina esta vaina -le dijo, con boca pastosa-. Un día menos de servicio, Lituma.
"Y un día menos de vida, también", pensó el sargento. Se despidió haciendo sonar los tacos muy fuerte. Eran las seis de la mañana y estaba libre. Como siempre, se fue al Mercado, donde doña Gualberta, a tomar una sopa hirviendo, unas empanadas, unos frijoles con arroz y un dulce de leche, y después al cuartito donde vivía, en la calle Colón. Se demoró en pescar el sueño, y, cuando lo pescó, empezó inmediatamente a soñar con el negro. Lo veía cercado de leones y víboras rojas, verdes y azules, en el corazón de Abisinia, con chistera, botas y una varita de domador. Las fieras hacían gracias al compás de su varita y una muchedumbre apostada entre las lianas, los troncos y el ramaje alegrado de cantos de pájaros y chillidos de monos, lo aplaudía a rabiar. Pero, en vez de hacer una reverencia al público, el negro se ponía de rodillas, alargaba las manos en ademán suplicante, los ojos se le aguaban y su gran jeta se abría y, angustioso, raudo, tumultuoso, comenzaba a brotar el trabalenguas, su absurda música.
Lituma se despertó a eso de las tres de la tarde, de mal humor y muy cansado, pese a haber dormido siete horas. "Ya se lo habrán llevado a Lima", pensó. Mientras se lavaba la cara como gato y se vestía, iba imaginando la trayectoria del negro: lo habría recogido el patrullero de las nueve, le habrían dado un trapo para que se cubriera, lo habrían entregado en la Prefectura, le habrían abierto un expediente, lo habrían mandado al calabozo de los sin juicio, y ahí estaría ahora, en esa cueva oscura, entre los vagabundos, rateros, agresores y escandalosos de las últimas veinticuatro horas, temblando de frío y muerto de hambre, rascándose los piojos.
Era un día gris y húmedo; entre la neblina las gentes se movían como peces en aguas sucias y Lituma, pasito a paso, pensando, se fue a tomar lonche donde la señora Gualberta: dos panes con queso fresco y un café.
– Te noto raro, Lituma -le dijo la señora Gualberta, una viejecita que conocía la vida:- ¿Problemas de dinero o de amor?
– Estoy pensando en un cutato que encontré anoche -dijo el sargento, probando el café con la puntita de la lengua-. Se había metido a un depósito del Terminal.
– ¿Y qué tiene de raro eso? -preguntó doña Gualberta.
– Estaba calato, lleno de cicatrices, el pelo como una selva y no sabe hablar -le explicó Lituma-. ¿De dónde puede venir un tipo así?
– Del infierno -se rió la viejecita, recibiéndole el billete.
Lituma se fue a la Plaza Grau a encontrarse con Pedralbes, un cabo de la Marina. Se habían conocido años atrás, cuando el sargento era sólo guardia y Pedralbes marinero raso, y servían ambos en Pisco. Luego sus respectivos destinos se habían separado cerca de diez años, pero, desde hacía dos, se habían juntado de nuevo. Pasaban sus días de salida juntos y Lituma se sentía donde los Pedralbes en casa. Se fueron a La Punta, al Club de Cabos y Marineros, a tomarse una cerveza y a jugar al sapo. Lo primero que hizo el sargento fue contarle la historia del negro. Pedralbes encontró inmediatamente una explicación: