– Vengo a hurtarles una máquina de escribir, señores. Les agradecería que me ayuden. ¿Cuál de las dos es la mejor?
Su dedo índice apuntaba alternativamente a mi máquina de escribir y a la de Pascual. Pese a estar habituado a los contrastes entre voz y físico por mis escapadas a Radio Central, me asombró que de figurilla tan mínima, de hechura tan desvalida, pudiera brotar una voz tan firme y melodiosa, una dicción tan perfecta. Parecía que en esa voz no sólo desfilara cada letra, sin quedar mutilada ni una sola, sino también las partículas y los átomos de cada una, los sonidos del sonido. Impaciente, sin advertir la sorpresa que su facha, su audacia y su voz provocaban en nosotros, se había puesto a escudriñar y como a olfatear las dos máquinas de escribir. Se decidió por mi veterana y enorme Remington, una carroza funeraria sobre la que no pasaban los años. Pascual fue el primero en reaccionar:
– ¿Es usted un ladrón o qué es usted? -lo increpó y yo me di cuenta que me estaba indemnizando por el terremoto de Ispahán-. ¿Se le ocurre que se va a llevar así nomás las máquinas del Servicio de Informaciones?
– El arte es más importante que tu Servicio de Informaciones, trasgo -lo fulminó el personaje, echándole una ojeada parecida a la que merece la alimaña pisoteada, y prosiguió su operación. Ante la mirada estupefacta de Pascual, que, sin duda, trataba de adivinar (como yo mismo) qué quería decir trasgo, el visitante intentó levantar la Remington. Consiguió elevar el armatoste al precio de un esfuerzo descomunal, que hinchó las venitas de su cuello y por poco le dispara los ojos de las órbitas. Su cara se fue cubriendo de color granate, su frentecita de sudor, pero él no desistía. Apretando los dientes, tambaleándose, alcanzó a dar unos pasos hacia la puerta, hasta que tuvo que rendirse: un segundo más y su carga lo iba a arrastrar con ella al suelo. Depositó la Remington sobre la mesita de Pascual y quedó jadeando. Pero apenas recobró el aliento, totalmente ignorante de las sonrisas que el espectáculo nos provocaba a mí y a Pascual (éste se había llevado ya varias veces un dedo a la sien para indicarme que se trataba de un loco), nos reprendió con severidad:
– No sean indolentes, señores, un poco de solidaridad humana. Échenme una mano.
Le dije que lo sentía mucho pero que para llevarse esa Remington tendría que pasar primero sobre el cadáver de Pascual, y, en último caso, sobre el mío. El hombrecillo se acomodaba la corbatita, ligeramente descolocada por el esfuerzo. Ante mi sorpresa, con una mueca de contrariedad y dando muestras de una ineptitud total para el humor, repuso, asintiendo gravemente:
– Un tipo bien nacido nunca desaira un desafío a pelear. El sitio y la hora, caballeros.
La providencial aparición de Genaro-hijo en el altillo frustró lo que parecía ser la formalización de un duelo. Entró en el momento en que el hombrecito pertinaz intentaba de nuevo, amoratándose, tomar entre sus brazos a la Remington.
– Deje, Pedro, yo lo ayudo -dijo, y le arrebató la máquina como si fuera una caja de fósforos. Comprendiendo entonces, por mi cara y la de Pascual, que nos debía alguna explicación, nos consoló con aire risueño:- Nadie se ha muerto, no hay de qué ponerse tristes. Mi padre les repondrá la máquina prontito.
– Somos la quinta rueda del coche -protesté yo, para guardar las formas-. Nos tienen en este altillo mugriento, ya me quitaron un escritorio para dárselo al contador, y ahora mi Remington. Y ni siquiera me previenen.
– Creíamos que el señor era un ladrón -me respaldó Pascual-. Entró aquí insultándonos y con prepotencias.
– Entre colegas no debe haber pleitos -dijo, salomónicamente, Genaro-hijo. Se había puesto la Remington en el hombro y noté que el hombrecito le llegaba exactamente a las solapas. -¿No vino mi padre a hacer las presentaciones? Las hago yo, entonces, y todos felices.
Al instante, con un movimiento veloz y automático, el hombrecillo estiró uno de sus bracitos, dio unos pasos hacia mí, me ofreció una manita de niño, y con su preciosa voz de tenor, haciendo una nueva genuflexión cortesana, se presentó:
– Un amigo: Pedro Camacho, boliviano y artista.
Repitió el gesto, la venia y la frase con Pascual, quien, visiblemente, vivía un instante de supina confusión y era incapaz de decidir si el hombrecillo se burlaba de nosotros o era siempre así. Pedro Camacho, después de estrecharnos ceremoniosamente las manos, se volvió hacia el Servicio de Informaciones en bloque, y desde el centro del altillo, a la sombra de Genaro-hijo que parecía tras él un gigante y que lo observaba muy serio, levantó el labio superior y arrugó la cara en un movimiento que dejó al descubierto unos dientes amarillentos, en una caricatura o espectro de sonrisa. Se tomó unos segundos, antes de gratificarnos con estas palabras musicales, acompañadas de un ademán de prestidigitador que se despide:
– No les guardo rencor, estoy acostumbrado a la incomprensión de la gente. ¡Hasta siempre, señores!
Desapareció en la puerta del altillo, dando unos saltitos de duende para alcanzar al empresario progresista que, con la Remington a cuestas, se alejaba a trancos hacia el ascensor.
II
Era una de esas soleadas mañanas de la primavera limeña, en que los geranios amanecen más arrebatados, las rosas más fragantes y las buganvillas más crespas, cuando un famoso galeno de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu- abrió los ojos y se desperezó en su espaciosa residencia de San Isidro. Vio, a través de los visillos, el sol dorando el césped del cuidado jardín que encarcelaban vallas de crotos, la limpieza del cielo, la alegría de las flores, y sintió esa sensación bienhechora que dan ocho horas de sueño reparador y la conciencia tranquila.
Era sábado y, a menos de alguna complicación de último momento con la señora de los trillizos, no iría a la clínica y podría dedicar la mañana a hacer un poco de ejercicio y a tomar una sauna antes del matrimonio de Elianita. Su esposa y su hija se hallaban en Europa, cultivando su espíritu y renovando su vestuario, y no regresarían antes de un mes. Otro, con sus medios de fortuna y su apostura -sus cabellos nevados en las sienes y su porte distinguido, así como su elegancia de maneras, despertaban miradas de codicia incluso en señoras incorruptibles-, hubiera aprovechado la momentánea soltería para echar algunas canas al aire. Pero Alberto de Quinteros era un hombre al que ni el juego, ni las faldas ni el alcohol atraían más de lo debido, y entre sus conocidos -que eran legión- circulaba este apotegma: "Sus vicios son la ciencia, su familia y la gimnasia".
Ordenó el desayuno y, mientras se lo preparaban, llamó a la clínica. El médico de guardia le informó que la señora de los trillizos había pasado una noche tranquila y que las hemorragias de la operada del fibroma habían cesado. Dio instrucciones, indicó que si ocurría algo grave lo llamaran al Gimnasio Remigius, o, a la hora de almuerzo, donde su hermano Roberto, e hizo saber que al atardecer se daría una vuelta por allá. Cuando el mayordomo le trajo su jugo de papaya, su café negro y su tostada con miel de abeja, Alberto de Quinteros se había afeitado y vestía un pantalón gris de corduroy, unos mocasines sin taco y una chompa verde de cuello alto. Desayunó echando una ojeada distraída a las catástrofes e intrigas matutinas de los periódicos, cogió su maletín deportivo y salió. Se detuvo unos segundos en el jardín a palmear a Puck, el engreído foxterrier que lo despidió con afectuosos ladridos.