– Claro, sin contar que para entonces a lo mejor la Julita ya no te gusta y la dejas -me decía, con realismo-. Y la pobre habrá perdido su tiempo miserablemente. Pero, dime, ¿ella está enamorada de ti o sólo juega?
Le dije que la tía Julia no era una veleta frívola como ella (lo que realmente le encantó). Pero la misma pregunta me la había hecho yo varias veces. Se la hice también a la tía Julia, unos días después. Habíamos ido a sentarnos frente al mar, en un bello parquecito de nombre impronunciable (Domodossola o algo así) y allí, abrazados, besándonos sin tregua, tuvimos nuestra primera conversación sobre el futuro.
– Me lo sé con lujo de detalles, lo he visto en una bola de cristal -me dijo la tía Julia, sin la menor amargura--. En el mejor de los casos, lo nuestro duraría tres, tal vez unos cuatro años, es decir hasta que encuentres a la mocosita que será la mamá de tus hijos. Entonces me botarás y tendré que seducir a otro caballero. Y aparece la palabra fin.
Le dije, mientras le besaba las manos, que le hacía mal oír radioteatros.
– Cómo se nota que no los oyes nunca -me rectificó-. En los radioteatros de Pedro Camacho rara vez hay amores o cosas parecidas. Ahora, por ejemplo, Olga y yo estamos entretenidísimas con el de las tres. La tragedia de un muchacho que no puede dormir porque, apenas cierra los ojos, vuelve a apachurrar a una pobre niñita.
Le dije, volviendo al tema, que yo era más optimista. Con fogosidad, para convencerme a mí mismo al tiempo que a ella, le aseguré que, fueran cuales fueran las diferencias, el amor duraba poco basado en lo puramente físico. Con la desaparición de la novedad, con la rutina, la atracción sexual disminuía y al final moría (sobre todo en el hombre), y la pareja entonces sólo podía sobrevivir si había entre ellos otros imanes: espirituales, intelectuales, morales. Para esa clase de amor la edad no importaba.
– Suena bonito y me convendría que fuera verdad -dijo la tía Julia, frotando contra mi mejilla una nariz que siempre estaba fría--. Pero es mentira de principio a fin. ¿Lo físico algo secundario? Es lo más importante para que dos personas se aguanten, Varguitas.
¿Había vuelto a salir con el endocrinólogo?
– Me ha llamado varias veces -me dijo, fomentando mi expectación. Luego, besándome, despejó la incógnita:- Le he dicho que no voy a salir más con él.
En el colmo de la felicidad, yo le hablé mucho rato de mi cuento sobre los levitadores: tenía diez páginas, estaba saliendo bien y trataría de publicarlo en el Suplemento de "El Comercio" con una dedicatoria críptica: Al femenino de Julio
X
La tragedia de Lucho Abril Marroquín, joven propagandista médico al que todo auguraba un futuro promisor, comenzó una soleada mañana de verano, en las afueras de una localidad histórica: Pisco. Acababa de terminar el recorrido que, desde que asumió esa profesión itinerante, hacía diez años, lo llevaba por los pueblos y ciudades del Perú, visitando consultorios y farmacias para regalar muestras y prospectos de los Laboratorios Bayer, y se disponía a regresar a Lima. La visita a los facultativos y químicos del lugar le había tomado unas tres horas. Y aunque en el Grupo Aéreo N. 9, de San Andrés, tenía un compañero de colegio, que era ahora capitán, en cuya casa solía quedarse a almorzar cuando venía a Pisco, decidió regresar a la capital de una vez. Estaba casado, con una muchacha de piel blanca y apellido francés, y su sangre joven y su corazón enamorado lo urgían a retornar cuanto antes a los brazos de su cónyuge.
Era un poco más de mediodía. Su flamante Volkswagen, adquirido a plazos al mismo tiempo que el vínculo matrimonial -tres meses atrás-, lo esperaba, parqueado bajo un frondoso eucalipto de la plaza. Lucho Abril Marroquín guardó la valija con muestras y prospectos, se quitó la corbata y el saco (que, según las normas helvéticas del Laboratorio, debían llevar siempre los propagandistas para dar una impresión de seriedad), confirmó su decisión de no visitar a su amigo aviador, y en vez de un almuerzo en regla, acordó tomar sólo un refrigerio para evitar que una sólida digestión le hiciera más soñolientas las tres horas de desierto.
Cruzó la plaza hacia la Heladería Piave, ordenó al italiano una Coca-Cola y un helado de melocotón, y, mientras consumía el espartano almuerzo, no pensó en el pasado de ese puerto sureño, el multicolor desembarco del dudoso héroe San Martín y su Ejército Libertador, sino, egoísmo y sensualidad de los hombres candentes, en su tibia mujercita -en realidad, casi una niña-, nívea, de ojos azules y rizos dorados, y en cómo, en la oscuridad romántica de las noches, sabía llevarlo a unos extremos de fiebre neroniana cantándole al oído, con quejidos de gatita lánguida, en la lengua erótica por excelencia (un francés tanto más excitante cuanto más incomprensible), una canción titulada "Las hojas muertas". Advirtiendo que esas reminiscencias maritales comenzaban a inquietarlo, cambió de pensamientos, pagó y salió.
En un grifo próximo llenó el tanque de gasolina, el radiador de agua, y partió. Pese a que a esa hora, de máximo sol, las calles de Pisco estaban vacías, conducía despacio y con cuidado, pensando, no en la integridad de los peatones, sino en su amarillo Volkswagen, que, después de la blonda francesita, era la niña de sus ojos. Iba pensando en su vida. Tenía veintiocho años. Al terminar el colegio, había decidido ponerse a trabajar, pues era demasiado impaciente para la transición universitaria. Había entrado a los Laboratorios aprobando un examen. En estos diez años había progresado en sueldo y posición, y su trabajo no era aburrido. Prefería actuar en la calle que vegetar tras un escritorio. Sólo que, ahora, no era cuestión de pasarse la vida en viajes, dejando a la delicada flor de Francia en Lima, ciudad que, es bien sabido, está llena de tiburones que viven al acecho de las sirenas. Lucho Abril Marroquín había hablado con sus jefes. Lo apreciaban y lo habían animado: continuaría viajando sólo unos meses y a comienzos del próximo año le darían una colocación en provincias. Y el Dr. Schwalb, suizo lacónico, había precisado: "Una colocación que será una promoción". Lucho Abril Marroquín no podía dejar de pensar que tal vez le ofrecerían la gerencia de la filial de Trujillo, Arequipa o Chiclayo. ¿Qué más podía pedir?
Estaba saliendo de la ciudad, entrando a la carretera. Había hecho y deshecho tantas veces esa ruta -en ómnibus, en colectivo, conducido o conduciendo- que la conocía de memoria. La asfaltada cinta negra se perdía a lo lejos, entre médanos y colinas peladas, sin brillos de azogue que revelaran vehículos. Tenía delante un camión viejo y tembleque, e iba ya a pasarlo cuando divisó el puente y la encrucijada donde la ruta del Sur hace una horquilla y despide a esa carretera que sube a la sierra, en dirección a las metálicas montañas de Castrovirreina. Decidió entonces, prudencia de hombre que ama su máquina y teme la ley, esperar hasta después del desvío. El camión no iba a más de cincuenta kilómetros por hora y Lucho Abril Marroquín, resignado, disminuyó la velocidad y se mantuvo a diez metros de él. Veía, acercándose, el puente, la encrucijada, endebles construcciones -quioscos de bebidas, expendios de cigarrillos, la caseta del tránsito- y siluetas de personas cuyas caras no distinguía -estaban a contraluz- yendo y viniendo junto a las cabañas.
La niña apareció de improviso, en el instante en que acababa de cruzar el puente y pareció surgir de debajo del camión. En el recuerdo de Lucho Abril Marroquín quedaría grabada siempre esa figurilla que, súbitamente, se interponía entre él y la pista, la carita asustada y las manos en alto, y venía a incrustarse como una pedrada contra la proa del Volkswagen. Fue tan intempestivo que no atinó a frenar ni a desviar el auto hasta después de la catástrofe (del comienzo de la catástrofe). Consternado, y con la extraña sensación de que se trataba de algo ajeno, sintió el sordo impacto del cuerpo contra el parachoque, y lo vio elevarse, trazar una parábola y caer ocho o diez metros más allá.