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Como la mayoría de los pacientes de la doctora Acémila, Lucho Abril Marroquín salió del consultorio sintiéndose víctima de una emboscada psíquica, seguro de haber caído en las redes de una extravagante desquiciada, que agravaría sus males si cometía el desatino de seguir sus recetas. -Estaba decidido a desaguar los "Ejercicios" por el excusado sin mirarlos. Pero esa misma noche, debilitante insomnio que incita a los excesos, los leyó. Le parecieron patológicamente absurdos y se rió tanto que le vino hipo (lo conjuró bebiendo un vaso de agua al revés, como le había enseñado su madre); luego, sintió una urticante curiosidad. Como distracción, para llenar las horas vacías de sueño, sin creer en su virtud terapéutica, decidió practicarlos.

No le costó trabajo encontrar en la sección juguetes de Sears el auto, el camión número uno y el camión número dos que le hacían falta, así como los muñequitos encargados de representar a la niña, al guardia, a los 1adrones y a él mismo. Conforme a las instrucciones, pintó los vehículos con los colores originales que recordaba, así como las ropas de los muñequitos. (Tenía aptitud para la pintura, de modo que el uniforme del guardia y las ropas humildes y las costras de la niña le salieron muy bien.) Para mimar los arenales pisqueños, empleó un pliego de papel de envolver, al que, extremando el prurito de fidelidad, pintó en un extremo el Océano Pacífico: una franja azul con orla de espuma. El primer día, le tomó cerca de una hora, arrodillado en el suelo del living-comedor de su casa, reproducir la historia, y cuando terminó, es decir cuando los ladrones se precipitaban sobre el propagandista médico para despojarlo, quedó casi tan aterrado y adolorido como el día del suceso. De espaldas en el suelo, sudaba frío y sollozaba.

Pero los días siguientes fue disminuyendo la impresión nerviosa, y la operación asumió virtualidades deportivas, un ejercicio que lo devolvía a la niñez y entretenía esas horas que no hubiera sabido ocupar, ahora que estaba sin esposa, él que nunca se había ufanado de ser ratón de biblioteca o melómano. Era como armar un mecano, un rompecabezas o hacer crucigramas. A veces, en el almacén de los Laboratorios Bayer, mientras distribuía muestras a los propagandistas, se sorprendía escarbando en la memoria, en pos de algún detalle, gesto, motivo de lo ocurrido que le permitiera introducir alguna variante, alargar las representaciones de esa noche. La señora que venía a hacer la limpieza, al ver el suelo del living-comedor ocupado por muñequitos de madera y autitos de plástico, le preguntó si pensaba adoptar un niño, advirtiéndole que en ese caso le cobraría más. Conforme a la progresión señalada por los "Ejercicios", efectuaba ya para entonces, cada noche, dieciséis representaciones a escala liliputiense del ¿accidente?

La parte de los "Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad" concerniente a los niños le pareció más descabellada que el palitroque, pero, ¿inercia que arrastra al vicio o curiosidad que hace avanzar la ciencia?, también la obedeció. Estaba subdividida en dos partes: "Ejercicios Teóricos" y "Ejercicios Prácticos", y la doctora Acémila señalaba que era imprescindible que aquellos antecedieran a éstos, pues ¿no era el hombre un ser racional en el que las ideas precedían a los actos? La parte teórica daba amplio crédito al espíritu observador y especulativo del propagandista médico. Se limitaba a prescribir: "Reflexione diariamente sobre las calamidades que causan los niños a la humanidad". – Había que hacerlo a cualquier hora y sitio, de manera sistemática.

¿Qué mal hacían a la humanidad los inocentes párvulos? ¿No eran la gracia, la pureza, la alegría, la vida?, se preguntó Lucho Abril Marroquín, la mañana del primer ejercicio teórico, mientras caminaba los cinco kilómetros de ida a la oficina. Pero, más por darle gusto al papel que por convicción, admitió que podían ser ruidosos. En efecto, lloraban mucho, a cualquier hora y por cualquier motivo, y, como carecían de uso de razón, no tenían en cuenta el perjuicio que esa propensión causaba ni podían ser persuadidos de las virtudes del silencio. Recordó entonces el caso de ese obrero que, luego de extenuantes jornadas en el socavón, volvía al hogar y no podía dormir por el llanto frenético del recién nacido al que finalmente había ¿asesinado? ¿Cuántos millones de casos parecidos se registrarían en el globo? ¿Cuántos obreros, campesinos, comerciantes y empleados, que -alto costo de la vida, bajos salarios, escasez de viviendas- vivían en departamentos estrechos y compartían sus cuartos con la prole, estaban impedidos de disfrutar de un merecido sueño por los alaridos de un niño incapaz de decir si sus berridos significaban diarrea o ganas de más teta?

Buscando, buscando, esa tarde, en los cinco kilómetros de vuelta, Lucho Abril Marroquín encontró que se les podía achacar también muchos destrozos. A diferencia de cualquier animal, tardaban demasiado en valerse por sí mismos, ¡y cuántos estragos resultaban de esa tara! Todo lo rompían, carátula artística o florero de cristal de roca, traían abajo las cortinas que quemándose los ojos había cosido la dueña de casa, y sin el menor embarazo aposentaban sus manos embarradas de caca en el almidonado mantel o la mantilla de encaje comprada con privación y amor. Sin contar que solían meter sus dedos en los enchufes y provocar cortocircuitos o electrocutarse estúpidamente con lo que eso significaba para la familia: cajoncito blanco, nicho, velorio, aviso en “El Comercio”, ropas de luto, duelo.

Adquirió la costumbre de entregarse a esta gimnasia durante sus idas y venidas entre el Laboratorio y San Miguel. Para no repetirse, hacía al comenzar una rápida síntesis de los cargos acumulados en la reflexión anterior y pasaba a desarrollar uno nuevo. Los temas se imbricaban unos en otros con facilidad y nunca se quedó sin argumentos.

El delito económico, por ejemplo, le dio materia para treinta kilómetros. Porque ¿no era desolador cómo ellos arruinaban el presupuesto familiar? Gravaban los ingresos paternos en relación inversa a su tamaño, no sólo por su glotonería pertinaz y la delicadeza de su estómago, que exigían alimentos especiales, sino por las infinitas instituciones que ellos habían generado, comadronas, cunas maternales, puericultorios, jardines de infancia, niñeras, circos, parvularios, matinales, jugueterías, juzgados de menores, reformatorios, sin mencionar las especialidades en niños que, arborescentes parásitos que asfixian a las plantas-madres, le habían nacido a la Medicina, la Psicología, la Odontología y otras ciencias, ejército en suma de gentes que debían ser vestidas, alimentadas y jubiladas por los pobres padres.

Lucho Abril Marroquín se encontró un día a punto de llorar, pensando en esas madres jóvenes, celosas cumplidoras de la moral y el qué dirán, que se entierran en vida para cuidar a sus crías, y renuncian a fiestas, cines, viajes, con lo que terminan siendo abandonadas por esposos, que, de tanto salir solos, terminan fatídicamente por pecar. ¿Y cómo pagaban las crías esos desvelos y padecimientos? Creciendo, formando hogar aparte, abandonando a sus madres en la orfandad de la vejez.

Por este camino, insensiblemente, llegó a desbaratar el mito de su inocencia y bondad. ¿Acaso, con la consabida coartada de que carecían de uso de razón, no cercenaban las alas a las mariposas, metían a los pollitos vivos en el horno, dejaban patas arriba a las tortugas hasta que morían y les reventaban los ojos a las ardillas? ¿La honda para matar pajaritos era arma de adultos? ¿Y no se mostraban implacables con los niños más débiles? Por otra parte, ¿cómo se podía llamar inteligentes a seres que, a una edad en que cualquier gatito ya se procura el sustento, todavía se bambolean torpemente, se dan de bruces contra las paredes y se hacen chichones?