Lucho Abril Marroquín tenía un sentido estético aguzado y esto le dio madeja para muchas caminatas. Él hubiera querido que todas las mujeres se conservaran lozanas y duras hasta la menopausia y le apenó inventariar los estragos que causaban a las madres los partos: las cinturas de avispa que cabían en una mano estallaban en grasa y también senos y nalgas y esos estómagos tersos, láminas de carnoso metal que los labios no abollan, se ablandaban, hinchaban, descolgaban, rayaban, y algunas señoras, a consecuencia de los pujos y calambres de los partos difíciles, quedaban chuecas como patos. Con alivio, Lucho Abril Marroquín, rememorando el cuerpo estatuario de la francesita que llevaba su nombre, se alegró de que hubiera parido, no un ser rollizo y devastador de su belleza, sino, apenas, un detritus de hombre. Otro día, se percató, mientras se desalteraba -las ciruelas secas habían convertido a su estómago en un tren inglés- que ya no lo estremecía pensar en Herodes. Y una mañana se descubrió dando un coscorrón a un niño mendigo.
Supo entonces que, sin proponérselo, había pasado, naturalidad con que viajan los astros de la noche al día, a los “Ejercicios Prácticos”. La doctora Acémila había subtitulado Acción Directa estas instrucciones y a Lucho Abril Marroquín le parecía estar oyendo su científica voz mientras las releía. Éstas sí, a diferencia de las teóricas, eran precisas. Se trataba, una vez adquirida conciencia clara de las calamidades que ellos traían, de tomar, a nivel individual, pequeñas represalias. Era preciso hacerlo de manera discreta, teniendo en cuenta las demagogias del género "infancia desvalida", "al niño ni con una rosa" y “los azotes causan complejos".
Lo cierto es que al principio le costó trabajo, y, cuando cruzaba a uno de ellos en la calle, éste y él mismo no sabían si aquella mano en la infantil cabecita era un castigo o una caricia tosca. Pero, seguridad que da la práctica, poco a poco fue superando la timidez y las ancestrales inhibiciones, envalentonándose, mejorando sus marcas, tomando iniciativas, y al cabo de unas semanas, conforme al pronóstico de los "Ejercicios", notó que aquellos coscorrones que repartía en las esquinas, aquellos pellizcos que provocaban moretones, aquellos pisotones que hacían berrear a los recipiendarios, ya no eran un quehacer que se imponía por razones de moral y teoría, sino una suerte de placer. Le gustaba ver llorar a esos vendedores que se acercaban a ofrecerle la suerte y sorpresivamente recibían un bofetón, y se excitaba como en los toros cuando el lazarillo de una ciega que lo había abordado, platillo de latón que tintinea en la mañana, caía al suelo sobándose la canilla que acababa de alojar su puntapié. Los "Ejercicios Prácticos" eran riesgosos, pero, al propagandista médico que se reconoció un corazón temerario, esto en vez de disuadirlo lo estimuló. Ni siquiera el día en que reventó una pelota y fue perseguido con palos y piedras por una jauría de pigmeos, cejó en su empeño.
Así, en las semanas que duró el tratamiento, cometió muchas de aquellas acciones que, pereza mental que idiotiza a las gentes, se suele llamar maldades. Decapitó las muñecas con que, en los parques, las niñeras las entretenían, arrebató chupetes, tofis, caramelos que estaban a punto de llevarse a la boca y los pisoteó o echó a los perros, Fue a merodear por circos, matinales y teatros de títeres y, hasta que se le entumecieron los dedos, jaló trenzas y orejas, pellizcó bracitos, piernas, potitos, y, por supuesto, usó de la secular estratagema de sacarles la lengua y hacerles muecas, y, hasta la afonía y la ronquera les habló del Cuco, del Lobo Feroz, del Policía, del Esqueleto, de la Bruja, del Vampiro, y demás personajes creados por la imaginación adulta para asustarlos.
Pero, bola de nieve que al rodar monte abajo se vuelve aluvión, un día Lucho Abril Marroquín se asustó tanto que se precipitó, en un taxi para llegar más pronto, al consultorio de la doctora Acémila. Apenas entró en el severo despacho, sudando hielo, la voz temblorosa, exclamó:
– Iba a empujar a una niña bajo las ruedas del tranvía a San Miguel. Me contuve en el último instante, porque vi un policía. -Y, sollozando como uno de ellos, gritó:- ¡He estado a punto de volverme un criminal, doctora!
– Criminal ya lo ha sido, joven desmemoriado -le recordó la psicólogo, pronunciando cada sílaba. Y, después de observarlo de arriba abajo, complacida, sentenció:- Está usted curado.
Lucho Abril Marroquín recordó entonces -fogonazo de luz en las tinieblas, lluvia de estrellas sobre el mar- que había venido en ¡un taxi! Iba a caer de rodillas pero la sabia lo contuvo:
– Nadie me lame las manos, salvo mi gran danés. ¡Basta de efusiones! Puede retirarse, pues nuevos amigos esperan. Recibirá la factura en su oportunidad.
“Es verdad, estoy curado", se repetía feliz el propagandista médico: la última semana había dormido siete horas diarias y, en vez de pesadillas, había tenido gratos sueños en los que, en playas exóticas, se dejaba tostar por un sol futbolístico, viendo el pausado caminar de las tortugas entre palmeras lanceoladas y las pícaras fornicaciones de los delfines en las ondas azules. Esta vez, deliberación y alevosía del hombre fogueado, tomo otro taxi hacia los Laboratorios y, durante el trayecto, lloró al comprobar que el único efecto que le producía rodar sobre la vida era, no ya el terror sepulcral, la angustia cósmica, sino apenas un ligero mareo. Corrió a besar las manos amazónicas de don Federico Téllez Unzátegui, llamándolo “mi consejero salvador, mi nuevo padre”, gesto y palabras que su jefe aceptó con la deferencia que todo amo que se respete debe a sus esclavos, señalándole de todos modos, calvinista de corazón sin puertas para el sentimiento, que, curado o no de complejos homicidas, debía llegar puntual a “Antirroedores S. A.”, so pena de multa.
Fue así como Lucho Abril Marroquín salio del túnel que, desde el polvoroso accidente de Pisco, era su vida. Todo, a partir de entonces, comenzó a enderezarse. La dulce hija de Francia, absuelta de sus penas gracias a mimos familiares y entonada con dietas normandas de agujereado queso y viscosos caracoles, volvió a la tierra de los Incas con las mejillas rozagantes y el corazón lleno de amor. El reencuentro del matrimonio fue una prolongada luna de miel, besos enajenantes, compulsivos abrazos y otros derroches emotivos que pusieron a los enamorados esposos a las orillas mismas de la anemia. El propangandista médico, serpiente de vigor redoblado con el cambio de piel, recuperó pronto el lugar de preeminencia que tenía en los Laboratorios. A pedido de él mismo, que quería demostrarse que era el de antes, el doctor Schwalb volvió a confiarle la responsabilidad de, por aire, tierra, río, mar, recorrer pueblos y ciudades del Perú publicitando, entre médicos y farmacéuticos, los productos Bayer. Gracias a las virtudes ahorrativas de la esposa, pronto la pareja pudo cancelar todas las deudas contraídas durante la crisis y adquirir, a plazos, un nuevo Volkswagen que, por supuesto, fue también amarillo.
Nada, en apariencia (¿pero acaso no recomienda la sabiduría popular “no fiarse de las apariencias”?), afeaba el marco en el que se desenvolvía la vida de los Abril Marroquín. El propagandista rara vez se acordaba del accidente y, cuando ello ocurría, en vez de pesar sentía orgullo, lo que, mesócrata respetuoso de las formas sociales, se contenía de hacer público. Pero, en la intimidad del hogar, nido de tórtolas, chimenea que arde al compás de violines de Vivaldi, algo había sobrevivido -luz que perdura en los espacios cuando el astro que la emitió ha caducado, uñas y pelos que le crecen al muerto-, de la terapia de la doctora Acémila. Es decir, de un lado, una afición, exagerada para la edad de Lucho Abril Marroquín, a jugar con palitroques, mecanos, trencitos, soldaditos. El departamento se fue llenando de juguetes que desconcertaban a vecinos y sirvientas, y las primeras sombras de la armonía conyugal surgieron porque la francesita comenzó un día a quejarse de que su esposo pasara los domingos y feriados haciendo navegar barquitos de papel en la bañera o volando cometas en el techo. Pero, más grave que esta afición, y a todas luces enemiga de ella, era la fobia contra la niñez que había perseverado en el espíritu de Lucho Abril Marroquín desde la época de los “Ejercicios Prácticos”. No le era posible cruzar a uno de ellos en calle, parque o plaza pública, sin infligirle lo que el vulgo llamaría una crueldad, y en las conversaciones con su esposa solía bautizarlos con expresiones despectivas como “destetados” y “limbómanos”. Esta hostilidad se convirtió en angustia el día en que la blonda quedó nuevamente embarazada. La pareja, talones que el pavor torna hélices, voló a solicitar moral y ciencia a la doctora Acémila. Ésta los escuchó sin asustarse: