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– Padece usted de infantilismo y es, al mismo tiempo, un reincidente infanticida potencial -estableció con arte telegráfico- Dos tonterías que no merecen atención, que yo curo con la facilidad que escupo. No tema: estará sano antes que al feto le broten ojos.

¿Lo curaría? ¿Libraría a Lucho Abril Marroquín de esos fantasmas? ¿Sería el tratamiento contra la infantofobia y el herodismo tan aventurero como el que lo emancipó del complejo de rueda y la obsesión de crimen? ¿Cómo terminaría el psicodrama de San Miguel?

XI

Se acercaban los exámenes de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y sólo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando éstos se venían encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clases.

De allí venía ese domingo, después de pasar tres horas en el cuarto de Guillermo, con la cabeza revoloteante de fórmulas forenses, asustado de la cantidad de latinajos que había que memorizar, cuando, llegando a la Plaza San Martín, vi a lo lejos, en la plomiza fachada de Radio Central, la ventanita abierta del cubículo de Pedro Camacho. Por supuesto, decidí ir a darle los buenos días. Mientras más lo frecuentaba -aunque nuestra relación siguiera sujeta a brevísimas charlas en torno a una mesa de café- el hechizo que ejercían sobre mí su personalidad, su físico, su retórica, era mayor. Mientras cruzaba la plaza hacia su oficina iba pensando, una vez más, en esa voluntad de hierro que daba al ascético hombrecillo su capacidad de trabajo, esa aptitud para producir, mañana y tarde, tarde y noche, tormentosas historias. A cualquier hora del día que me acordaba de él, pensaba: "Está escribiendo" y lo veía, como lo había visto tantas veces, golpeando con dos deditos rápidos las teclas de la Remington y mirando el rodillo con sus ojos alucinados, y sentía una curiosa mezcla de piedad y envidia.

La ventana del cubículo estaba entreabierta -se podía oír el ruido acompasado de la máquina- y yo la empujé, al tiempo que lo saludaba: "Buenos días, señor trabajador". Pero tuve la impresión de haberme equivocado de lugar o de persona, y sólo después de varios segundos reconocí, bajo el disfraz compuesto de guardapolvo blanco, gorrita de médico y grandes barbas negras rabínicas, al escriba boliviano. Seguía escribiendo inmutable, sin mirarme, ligeramente curvado sobre el escritorio. Al cabo de un momento, como haciendo una pausa entre dos pensamientos, pero sin volver la cabeza hacia mí, le oí decir con su voz de timbre perfecto y acariciador:

– El ginecólogo Alberto de Quinteros está haciendo parir trillizos a una sobrina, y uno de los renacuajos se ha atravesado. ¿Puede esperarme cinco minutos? Hago una cesárea a la muchacha y nos tomamos una yerbaluisa con menta.

Esperé, fumando un cigarrillo, sentado en el alféizar de la ventana, que acabara de traer al mundo a los trillizos atravesados, operación que, en efecto, no le tomó más de unos minutos. Luego, mientras se quitaba el disfraz, lo doblaba escrupulosamente y, junto con las postizas barbas patriarcales, lo guardaba en una bolsa de plástico, le dije:

– Para un parto de trillizos, con cesárea y todo, sólo necesita cinco minutos, qué más quiere. Yo me he demorado tres semanas para un cuento de tres muchachos que levitan aprovechando la presión de los aviones.

Le conté, mientras íbamos al Bransa, que, después de muchos relatos fracasados, el de los levitadores me había parecido decoroso y que lo había llevado al Suplemento Dominical de "El Comercio", temblando de miedo. El director lo leyó delante de mí y me dio una respuesta misteriosa: "Déjelo, ya se verá qué hacemos con él". Desde entonces, habían pasado dos domingos en que yo, afanoso, me precipitaba a comprar el diario y hasta ahora nada. Pero Pedro Camacho no perdía tiempo con problemas ajenos:

– Sacrifiquemos el refrigerio y caminemos -me dijo, cogiéndome del brazo, cuando ya iba a sentarme, y regresándome hacia la Colmena-. Tengo en las pantorrillas un cosquilleo que anuncia calambre. Es la vida sedentaria. Me hace falta ejercicio.

Sólo porque sabía lo que me iba a responder le sugerí que hiciera lo que Victor Hugo y Hemingway: escribir de pie. Pero esta vez me equivoqué:

– En la pensión La Tapada suceden cosas interesantes -me dijo, sin siquiera responderme, mientras me hacía dar vueltas, casi al trote, en torno al Monumento a San Martín-. Hay un joven que llora en las noches de luna.

Yo rara vez venía al centro los domingos y estaba sorprendido de ver lo distinta que era la gente de semana de la que veía ahora. En vez de oficinistas de clase media, la plaza estaba colmada de sirvientas en su día de salida, serranitos de mejillas chaposas y zapatones, niñas descalzas con trenzas y, entre la abigarrada muchedumbre, se veían fotógrafos ambulantes y vivanderas. Obligué al escriba a detenerse frente a la dama con túnica que, en la parte central del Monumento, representa a la Patria, y, para ver si lo hacía reír, le conté por qué llevaba ese extravagante auquénido aposentado en su cabeza: al vaciar el bronce, aquí en Lima, los artesanos confundieron la indicación del escultor 'llama votiva' con el llama animal. Ni sonrió, naturalmente. Volvió a cogerme del brazo y mientras me hacía caminar, dando encontronazos a los paseantes, reanudó su monólogo, indiferente a todo lo que lo rodeaba, empezando por mí:

– No se le ha visto la cara, pero cabe suponer que es algún monstruo, ¿hijo bastardo de la dueña de la pensión?, aquejado de taras, jorobas, enanismo, bicefalia, a quien doña Atanasia oculta de día para no asustarnos y sólo de noche deja salir a orearse.

Hablaba sin la menor emoción, como una grabadora, y yo, por tirarle la lengua, le repliqué que su hipótesis me parecía exagerada: ¿no podía tratarse de un muchacho que lloraba penas de amor?

– Si fuera un enamorado, tendría una guitarra, un violín, o cantaría -me dijo, mirándome con un desprecio mitigado por la compasión-. Éste sólo llora.

Hice esfuerzos para que me explicara todo desde el principio, pero él estaba más difuso y reconcentrado que de costumbre. Sólo saqué en claro que alguien, desde hacía muchas noches, lloraba en un rincón de la pensión y que los inquilinos de La Tapada se quejaban. La dueña, doña Atanasia, decía no saber nada y, según el escriba, empleaba "la coartada de los espíritus".

– Es posible también que llore un crimen -especuló Pedro Camacho, con un tono de contador que hace sumas en alta voz, dirigiéndome, siempre del brazo, hacia Radio Central, después de una decena de vueltas al Monumento-. ¿Un crimen familiar? ¿Un parricida que se jala los pelos y se araña la carne de arrepentimiento? ¿Un hijo del de las ratas?