Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Bailamos muy apretados, besándonos, yo le decía que estaba enamorado de ella, ella que estaba enamorada de mí, y ésa fue la primera vez que, ayudado por el ambiente íntimo, incitante, turbador, y por los whiskies de Javier, no disimulé el deseo que me provocaba; mientras bailábamos mis labios se hundían con morosidad en su cuello, mi lengua entraba a su boca y sorbía su saliva, la estrechaba con fuerza para sentir sus pechos, su vientre y sus muslos, y luego, en la mesa, al amparo de las sombras, le acaricié las piernas y los senos. Así estábamos, aturdidos y gozosos, cuando la prima Nancy, en una pausa entre dos boleros, nos heló la sangre:
– Dios mío, fíjense quien está ahí: el tío Jorge.
Era un peligro que hubiéramos debido tener en cuenta. El tío Jorge, el más joven de los tíos, congeniaba audazmente, en una vida super-agitada, toda clase de negocios y aventuras empresariales, con una intensa vida nocherniega, de faldas, fiestas y copas. De él se contaba un malentendido tragicómico, que tuvo como escenario otra boite: El Embassy. Acababa de comenzar el show, la muchacha que cantaba no podía hacerlo porque, desde una de las mesas, un borrachín la interrumpía con malacrianzas. Ante la boite atestada, el tío Jorge se había puesto de pie, rugiendo como un Quijote: "Silencio, miserable, yo te voy a enseñar a respetar a una dama", y avanzado hacia el majadero en actitud pugilística, sólo para descubrir, un segundo después, que estaba haciendo el ridículo, pues la interrupción de la cantante por el seudocliente era parte del show. Ahí estaba, en efecto, sólo a dos mesas de nosotros, muy elegante, la cara apenas revelada por los fósforos de los fumadores y las linternas de los mozos. A su lado reconocí a su mujer, la tía Gaby, y pese a estar apenas a un par de metros de nosotros, ambos se empeñaban en no mirar a nuestro lado. Era clarísimo: me habían visto besando a la tía Julia, se habían dado cuenta de todo, optaban por una ceguera diplomática. Javier pidió la cuenta, salimos del Negro-Negro casi inmediatamente, los tíos Jorge y Gaby se abstuvieron de mirarnos incluso cuando pasamos rozándolos. En el taxi a Miraflores -los cuatro íbamos mudos y con las caras largas- la flaca Nancy resumió lo que todos pensábamos: "Adiós trabajos, se armó el gran escándalo".
Pero, como en una buena película de suspenso, en los días siguientes no pasó nada. Ningún indicio permitía advertir que la tribu familiar había sido alertada por los tíos Jorge y Gaby. El tío Lucho y la tía Olga no dijeron una palabra a la tía Julia que le permitiera suponer que sabían, y ese jueves, cuando, valientemente, me presenté en su casa a almorzar, estuvieron conmigo tan naturales y afectuosos como de costumbre. La prima Nancy tampoco fue objeto de ninguna pregunta capciosa por parte de la tía Laura y el tío Juan. En mi casa, los abuelos parecían en la luna y me seguían preguntando, con el aire más angelical del mundo, si acompañaba siempre al cine a la Julita, "que era tan cinemera". Fueron unos días desasosegados, en que, extremando las precauciones, la tía Julia y yo decidimos no vernos ni siquiera a ocultas por lo menos una semana. Pero, en cambio, hablábamos por teléfono. La tía Julia salía a telefonearme desde la bodega de la esquina, por lo menos tres veces al día, y nos comunicábamos nuestras respectivas observaciones sobre la temida reacción de la familia y hacíamos toda clase de hipótesis. ¿Sería posible que el tío Jorge hubiera decidido guardar el secreto? Yo sabía que eso era impensable dentro de las costumbres familiares. ¿Y entonces? Javier adelantaba la tesis de que la tía Gaby y el tío Jorge hubieran tenido encima tantos whiskies que no se dieran bien cuenta de las cosas, que en su memoria sólo quedara una remota sospecha, y que no habían querido desatar un escándalo por algo no absolutamente comprobado. Un poco por curiosidad, otro por masoquismo, hice esa semana un recorrido por los hogares del clan, para saber a qué atenerme. No noté nada anormal, salvo una omisión curiosa, que me suscitó una pirotecnia de especulaciones. La tía Hortensia, que me invitó un té con biscotelas, en dos horas de conversación no mencionó ni una sola vez a la tía Julia. "Saben todo y están planeando algo", le aseguraba yo a Javier, y él, harto de que no le hablara de otra cosa, respondía: "En el fondo, estás muerto de ganas de que haya ese escándalo para tener de qué escribir".
En esa semana, fecunda en acontecimientos, me vi inesperadamente convertido en protagonista de una riña callejera y en algo así como guardaespaldas de Pedro Camacho. Salía yo de la Universidad de San Marcos, luego de averiguar los resultados de un examen de Derecho Procesal, lleno de remordimientos por haber sacado nota más alta que mi amigo Velando, quien era el que sabía, cuando, al cruzar el Parque Universitario, me topé con Genaro-papá, el patriarca de la falange propietaria de las Radios Panamericana y Central. Fuimos juntos hasta la calle Belén, conversando. Era un caballero siempre vestido de oscuro y siempre serio, al que el escriba boliviano se refería a veces llamándolo, era fácil suponer por qué, 'El negrero'.
– Su amigo, el genio, está siempre dándome dolores de cabeza -me dijo-. Me tiene hasta la coronilla. Si no fuera tan productivo ya lo hubiera puesto de patitas en la calle.
– ¿Otra protesta de la embajada argentina? -le pregunté.
– No sé qué enredos anda armando -se quejó-. Se ha puesto a tomarle el pelo a la gente, a pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para confundir a los oyentes. Ya mi mujer me lo había advertido y ahora llaman por teléfono, hasta han llegado dos cartas. Que el cura de Mendocita se llama como el Testigo de Jehová y éste como el cura. Yo ando muy ocupado para oír radioteatros. ¿Usted los oye alguna vez?
Estábamos bajando por la Colmena hacia la Plaza San Martín, entre ómnibus que salían a provincias y cafetines de chinos, y yo recordé que, hacía unos días, hablando de Pedro Camacho, la tía Julia me había hecho reír y confirmado mis sospechas de que el escribidor era un humorista que disimulaba:
– Pasó algo rarísimo: la chica tuvo al peladingo, se murió en el parto y lo enterraron con todas las de ley. ¿Cómo te explicas que en el capítulo de esta tarde aparezcan bautizándolo en la Catedral?
Le dije a Genaro-papá que yo tampoco tenía tiempo para oírlos, que a lo mejor esos trueques y enredos eran una técnica original suya de contar historias.
– No le pagamos para que sea original sino para que nos entretenga a la gente -me dijo Genaro-papá, que no era, a todas luces, un empresario progresista sino uno tradicionalista-. Con estas bromas va a perder audiencia y los auspiciadores nos quitarán avisos. Usted, que es amigo suyo, dígale que se deje de modernismos o que se puede quedar sin trabajo.
Le sugerí que se lo dijera él mismo, que era el patrón: la amenaza tendría más peso. Pero Genaro-papá movió la cabeza, con un gesto compungido que había heredado Genaro-hijo:
– No admite siquiera que yo le dirija la palabra. El éxito lo ha engreído mucho y vez que trato de hablarle me falta el respeto.
Había ido a participarle, con la mayor educación, que se recibían llamadas, a mostrarle las cartitas de protesta. Pedro Camacho, sin responderle una palabra, cogió las dos cartas, las hizo pedazos sin abrirlas y las echó a la papelera. Luego se puso a escribir a máquina, como si no hubiera nadie presente, y Genaro-papá lo oyó murmurar cuando, al borde de la apoplejía, se iba de esa cueva hosticlass="underline" "zapatero a tus zapatos".
– Yo no puedo exponerme a otra grosería así, tendría que botarlo y eso tampoco sería realista -concluyó, con un ademán de fastidio-. Pero usted no tiene nada que perder, a usted no lo va a insultar, usted también es medio artista ¿no? Échenos una mano, hágalo por la empresa, háblele.
Le ofrecí que lo haría y, en efecto, después del Panamericano de las doce, fui, para desgracia mía, a invitar a Pedro Camacho una taza de yerbaluisa con menta. Estábamos saliendo de Radio Central cuando dos tipos grandotes nos cerraron el paso. Los reconocí en el acto: eran los churrasqueros, dos hermanos bigotudos de La Parrillada Argentina, un restaurante situado en la misma calle, frente al colegio de las monjitas de Belén, donde ellos mismos, con mandiles blancos y altos gorros de cocineros, preparaban las sangrientas carnes y los chinchulines. Rodearon al escriba boliviano con aire matonesco y el más gordo y viejo de los dos lo increpó: